“La cultura engendra progreso y sin ella no cabe exigir de los pueblos ninguna conducta moral”, José Vasconcelos (1882-1959)
Recuerdo haber ido a ver con mis padres y mis sobrinos una cinta de animación ampliamente aclamada – hasta el punto de ser nominada a un premio de la academia. Recuerdo que mis sobrinos salieron entusiasmados de la película y también recuerdo haber pasado un muy buen rato mirando la película, haberme reído e interesado. Sé que hubo algunos aspectos que no me gustaron – principalmente la música extremadamente repetitiva y el final cliché – pero en definitiva una experiencia muy entretenida. Esto lo recuerdo tan claramente porque sé que a mis padres la película les había aburrido en sobremanera y, de alguna manera, saber esto me hizo reconsiderar mi opinión del film.
Editamos nuestras opiniones de todo cuanto nos rodea para que se adhieran a unos cánones que, a nuestra forma de ver, son “adecuados” y lo hacemos casi sin darnos cuenta. Nos gusta sentirnos parte de un todo y, por lo tanto, si este todo da una opinión, nosotros querremos parecernos a ella. Es el motivo por el cual existen los críticos. Por algún motivo pensamos – a nivel prácticamente instintivo – que estas personas son algún tipo de expertos en la materia, que su conocimiento “superior” de las técnicas y movimientos les otorga una opinión más fiable que la propia, cuando, en realidad, son gente que experimenta de la misma manera que nosotros. Porque el arte, en todas sus formas, es parcialmente técnico – y puede criticarse a nivel técnico -, pero principalmente subjetivo.
Ahora bien, mis padres no son grandes autoridades cinematográficas. En realidad, soy yo quien tiene un mayor conocimiento técnico, quien ha pasado años estudiando y tiene (breve) experiencia en el tema. ¿Por qué entonces editar mi opinión en lugar de expresarla abiertamente y con convicción?
Bueno, pues por el mismo motivo por el cual se formula la frase “no es bueno, pero me ha gustado” con tanta asiduidad. Porque hay ciertas cosas que no “deberían gustarnos”. Tal y como expresa elocuentemente Elise Ringo en su interesante artículo “¿Por qué sospechamos tanto del placer?” (Why are we so suspicious of Pleasure?, 6/4/2016), nuestro crítico interno nos obliga a seguir un baremo interno de aquello que consideramos ‘digno’ de ser considerado “bueno”.
Esta afirmación nos viene a los labios cuando nos damos a nuestras películas o series que sabemos que no “deberían gustarnos”, ya sea porque van dirigidas a un público en el que no nos encontramos (infantil/adolescente); porque son de un género considerado por los críticos como inferior (acción, thriller, superhéroes) o porque a nivel de calidad más “objetivo” - a nivel técnico - son malas. Hay una serie de películas y series consideradas por los fans como “tan malas que son buenas”. Generalmente resultan tan ridículas, tan absurdas tanto en su narrativa como en su ejecución técnica, que se convierten, sin quererlo, en una parodia de sí mismas. Aquellos que consumimos estos bienes culturales, por llamarlos de alguna manera, los calificamos con una sonrisa avergonzada como guilty pleasures (placeres culpables) y afirmamos con total rotundidad que “son malas, pero nos gustan”.
A partir de esta afirmación, Elise Ringo plantea una interesante cuestión en su artículo: ¿por qué considerar este entretenimiento como un “pecado”? Los grandes críticos de la cultura de masas y del arte parecen opinar que aquel producto cultural – película, novela, música, etc. – que nos produzca placer es inferior en su calidad. Personalmente opino exactamente lo contrario.
Uno de los objetivos del arte es entretener. Ya sea a través de la reflexión o a través de la evasión, los creadores de arte quieren que “consumamos” sus productos. Nos volvemos hacia ellos durante nuestro tiempo libre, precisamente con la intención de ser divertidos. Cada uno lo hace de un modo diferente: hay a quien le divertirá mirar My Little Pony; y habrá quien lo hará leyendo las Obras Completas de Homero. Por eso hay tanta variedad de productos.
A nivel plenamente objetivo y racional, ninguna de las dos debería considerarse guilty pleasure, sea quien sea el consumidor. No tendría que encontrarme en la ‘obligación social’ de buscar excusas por las cuales prefiero pasar el rato con Rainbowdash y sus equinas amigas, en lugar de disfrutando del brillante universo de Juego de Tronos. Pero uno de los dos productos ha sido creado para un público preescolar y otro no y se espera de mi que me sienta avergonzada por ello.
De modo que seguirá considerándose un guilty pleasure, algo que no es “bueno”, porque alguien ha decidido que va dirigido a un colectivo diferente al mío, pero que a mí me gusta; porque seguimos manteniendo a los críticos como autoridades en un tema principalmente subjetivo. Porque nos gusta que nuestras opiniones coincidan con las de aquellas personas a las que admiramos y porque queremos seguir siendo aceptados y aspiramos a ser admirados alguna vez por nuestro buen criterio y nuestro conocimiento en materias de las que realmente no tenemos más que ideas formadas a través de la mirilla y la crítica de nuestros antecesores.