En circunstancias así, lo primero en despertar siempre es el olfato. Ya lo sé, tengo mal aliento. Con esfuerzo abro un ojo y la luz penetra entre el hueco de las pupilas como si fuera un clavo que me hace daño. En estos casos, la luz es mi peor enemigo, me lastima. Entonces, como de costumbre, se despierta la cabeza. Late en forma acelerada y siento que de un momento a otro la tapa del cráneo va a salir volando. De inmediato cierro los ojos pero ya es imposible volver a dormir. El mal está hecho.
Siento la luz que entra por la ventana y los rayos llegan directo a la cara. Las cortinas están descorridas. El sol hecho un disco furioso hiere los ojos. Los vidrios funcionan como lupas agigantadas que potencian el poder del sol. Arde la piel. Trato de esquivar el halo de luz que se forma con el reflejo para evitar la quemazón, pero no importa dónde me acomode, la flama me sigue. Está afuera y también adentro.
El hormigueo de las manos se replica en los pies y la punzada que inició en la cabeza ya despertó al estómago. La quemazón sube por todo el tracto digestivo hasta llegar a la garganta. Espuma ácida. Al mover la lengua me doy cuenta de ese sabor amargo que quedó en el paladar. La boca está pastosa. Me estoy quemando y tengo frío. Hago el intento de incorporarme. Imposible. Antes de lograr abrir los ojos, los tallo con fuerza: a ver si así logro quitarme esas telas de araña que se tejieron desde la noche anterior y que no me dejan enfocar bien. Todo me da vueltas.
No sé muy bien en dónde estoy, solo sé que el volante era una mejor almohada. Recuerdo que la última vez que desperté en el coche, el olor a vómito fue lo que me trajo de vuelta. Como siempre, el olfato fue el primero. Eso y los golpes que el policía daba con el tolete al parabrisas del coche. Creyó que estaba muerto. Luego fueron los gritos de Lourdes, mi mujer y, por fin, llorando le dijo al chófer que esa no era forma de vivir, no podía más. Pancho me llevó con los amigos de Bill W.
La cosa está grave: labios amoratados. No hay de otra: abstinencia alcohólica. Pancho consintió. Es lo mejor para todos. No entendí nada de lo que dijeron. En seguida me amarraron a la cama de fierro. Las voces se confundían. Sí, padrino. Toma mucho. ¿Qué tanto es mucho? Como dos o tres litros de cerveza cuando no tiene para echárselos de tequila o de algo fuerte. A veces ni cuenta se da. Abre el frasco de la loción y la revuelve en una botella de refresco y se la acaba a tragos. Otras, anda sacándole el dinero del monedero a su mujer y hasta a mí me ha bolseado. Me debe la quincena, bueno ya le debe a todo el mundo. No paga la colegiatura de los niños ni se hace cargo de la casa. Los oigo a lo lejos, desde esta prisión mugrosa de paredes descarapeladas, las voces de la habitación contigua retumban entre los muros y rebotan en el cráneo.
Van a empezar. Lo sé, primero son las manos que se agitan sin control, luego los pies y las piernas; los brazos y también los dientes que castañetean sin cesar. Aprieto los ojos. Dame un trago, le pido al padrino que me observa desde la silla de palo que está junto a la cabecera. Es grande y muy gordo. Tiene la piel rosa y orejas tan grandes que casi le llegan hasta el suelo. Con la trompa espanta las moscas que se paran en esos enormes colmillos de marfil.
Tengo sed. A lo mejor él está sediento también. Sé que si me da un trago los temblores se van a calmar. Pero el infeliz me mira y no se mueve. Parece un muñeco de cera con arrugas hasta las rodillas. La piel se le ve reseca. No seas así, dame un trago. El sudor que me estila por las axilas, sienes y nuca moja las sábanas de la cama. También lo que me escurre por la entrepierna empapa las cobijas y el cuarto apesta peor. Huele a azufre azucarado. ¡Maldita sea con el olfato!
¡Qué me des un trago, te digo! El corazón brinca de manera estrepitosa en el hueco del pecho, salta hasta la garganta y parece que se quiere salir por la boca. Me siento como una cucaracha pariendo a un paquidermo. Abro y cierro los ojos para evitar ver cómo los muros se vuelven porosos y dejan pasar esa luz molesta. Nada me protege de tanta claridad. A pesar de esa flama que me quema el cuerpo, tirito. Tiemblo a pesar de sentir el cuerpo en estado de ebullición. Me siento como chapulín en un comal. El pecho está caliente, es el corazón que bombea más calor. Lo hace a toda prisa, mientras los pulmones inflan e insuflan un espantoso aire caliente. El cuerpo reclamaba aire para interrumpir esa sensación de asfixia y de ardor en la garganta, la lengua y las fosas nasales. Boqueo. Boqueo. Aire. Aire. Un trago. Aire. Aire. No es suficiente.
Trato de levantarme. Imposible. Estoy encadenado. Estoy amarrado a la cama por estas malditas cuerdas de luz que me inmovilizan y me queman. ¡Dame un trago! ¿Un traguito, por favor? Hay hoyos en la pared, por ahí salen las espadas de luz que me cortan el cuerpo. ¡Ayuda! En la trompa, el padrino sostiene una esfera luminosa.
De un agujero en el muro blanco se suspende el hilo de luz. De ahí sale un manantial violento y continuo de arañas patonas que se apresuran y caen sobre la cama. Tienen gruesos cabos verdes, cuerpos gordos, peludos y morados. Son húmedas, con miles de pequeñas agujas por patas y voraces aspas en el hocico. Caminan sobre las cobijas. Empiezan a comerse las sabanas. Degluten la única protección que tengo. Muerden las uñas, pies y manos; toda la piel. Avanzan torpemente en dirección a la cara. Las arañas se meten por los hoyos de la nariz, los oídos, los conductos lagrimales, la boca y el ano. Se entremeten en la maleza de pelo. Muerden con furia. Pican. Entran a la habitación por los huecos del techo, por las grietas de la pared, por las rendijas del suelo y todas vienen a dar a la cama. A la boca. Al tubo digestivo. Al estómago. Suben y bajan por el esófago.
Ya no puedo distinguir la forma de los muebles ni al padrino. Cara, ojos, brazos, todo él es color araña. Los bichos resbalan por el vidrio de la ventana y ahora en vez de rayos, hay una cortina formada por montañas arácnidas. El ardor de sentirse sobre un comal, el dolor de sentirse devorado cede. Cambia. Ahora es todavía peor: comezón. El tiritar no para. Me quiero parar. Jalo los brazos. Estoy amarrado. Los dientes. El castañeteo de los dientes. Las arañas aprovechan los huecos para entrar. Me atraganto. Toso. Tengo los labios morados. Ya no son labios. Son un par de arañas.
El enfermero de la clínica de desintoxicación observa al hombre que en su sueño se revuelca desesperado en una vieja y desvencijada cama de metal, aunque en realidad se está moviendo inquieto en una cómoda cama, debajo de un pesado edredón. Está siendo devorado por sus fantasmas que eran muchos, grandes y horribles. Y también dolorosos. Dentro de pronto habrá que cambiarle el suero, tiene los labios amoratados. Tal vez tenga sed.