El título de la novela de Lucía Etxebarría De todo lo visible y lo invisible tiene algo que ver con todo esto. Cuando la leí sentí que con aquel título alguien estaba haciendo un poco de justicia.
Dar voz a lo que convencionalmente se considera inaceptable y que sin embargo existe es hablar de crecimiento personal. Lo que no se ve, no se dice o no se reconoce, está y es de forma tan real como lo son aquellas situaciones y personas que a lo largo de la vida nos descubren algo de nosotros mismos que mantenemos oculto y que no siempre estamos preparados para ver.
Integrar con naturalidad nuestros deseos desbocados y anhelos inconscientes y hacer de nuestra sombra parte de nuestra luz es lo que nos permite crecer y ser naturalmente lo que verdaderamente somos. Permitirnos.
No solemos dar cabida a lo que es invisible a los ojos de la lógica o a nuestra propia racionalidad y sin embargo son esas voces las que dictan muchas de nuestras principales decisiones. Quizás, querer vivir sobre los pasos una mera lista de pros y contras que mira de soslayo aquello que nos hace de verdad reaccionar puede llevarnos a un profundo sentimiento de insatisfacción e incoherencia interior. Y es que vivir, que no existir, significa construir vidas con significado y, a veces por ello, trágicas y hermosas en su acepción más poética.
Conceder su justo espacio a quienes nos ponen entre la espada y la pared de los límites de nuestra aceptación, ya sea por dolor o por placer, es un acto de reconocimiento hacia quienes somos de verdad. Hablo de sexualidad, de feminidad, de poder y también de todos esos hombres cuyas químicas nos permiten conocer nuestro más salvaje instinto de mujer. A esos varones les otorgo el natural título de fecundador.
Mujeres y hombres
En el terreno de lo invisible, un fecundador es mucho más que un hecho; se trata de una condición, una actitud, una consecuencia natural de uno más uno. Un ser que te descubre de verdad los secretos del placer, la sinrazón de tu feminidad sexual, el deseo desbocado, el conflicto contigo, la sensibilidad que alberga un solo poro cuando se aspira el cóctel de feromonas que la naturaleza convierte en magia.
Un fecundador en este mundo de improbables es el que te hace paridora sin necesidad de parir porque parirías, para él, bella y extensa más allá de tu extensión. Es quien junto a ti crea una alquimia capaz de desatar la esencia más pura del género femenino. Quien lo probó lo sabe, que diría Lope de Vega.
En sus diferentes estadios, hay a quien la vida le concede no solo el don de conocerlo, sino la ocasión de poner las cartas encima de la mesa, conversar y observar la dignidad de este tipo de propuestas. Realizar la tirada, es decir, llevar la intención al terreno de lo real, es algo que ocurre cuando ambos, fecundador y paridora, concluyen su acuerdo y cuando los intereses son absolutamente compartidos. Desde luego pertenece a los valientes. Son historias de amor de las que no se habla que permiten a dos seres unirse para su realización a través de la creación de una vida basada en el respeto y en la inteligencia biológica natural de la atracción.
En una de esas tiradas de naipes pude ser testigo de uno de esos casos clasificables en el segundo estadio, el de la conversación.
Para aquel hombre plantear aquel diálogo suponía entender tanto lo honorable de ostentar el título de fecundador como lo hermoso que para su hembra hubiera sido ser fecundada por él y luego, olvidarse. Olvidarse no de él, sino de todo lo demás. Para aquella mujer independiente, sensible y sensual, paridora, quedarse con un hijo, con una amistad leal y una tira de recuerdos inolvidables hubiera sido suficiente. Ambos aceptaban como realidad que los hombres y las mujeres estaban destinados más a complementarse que necesariamente a entenderse. Pensar en una vida en común era algo diferente, para ellos quizás un disparate.
En aquella conversación la conjetura les llevó a aclarar que tras el parto hubieran dejado de lado lo que en realidad nunca hubo: el beso cada noche antes de dormir, la compañía inerte, la comprensión, el cariño hondo, el camino y los aniversarios. Se hubieran unido con un pacto de vida sellado a la altura del alma, engendrado sobre un amor limpio, el que siempre hubo, un respeto a prueba de opiniones ajenas y un regalo común, un hijo, fruto de la química de la naturaleza y de una sensata decisión; sensata por integrar en su acuerdo lo que aparentemente carecía de razón.
Los años hubieran pasado, él en su vida y ella en la suya casi resuelta económicamente, puesto que entre otras cosas su pacto pasaba por aceptar dinero y cariño paternos como parte de su compromiso y gratitud.
Y a juzgar por sus palabras, por los silencios, por sus miradas sostenidas, daba la sensación de que tras años de amistad entre ellos hubo pocos reconocimientos tan serios como aquel. No es que se dijeran grandes verdades más allá de las suyas, pero el lugar del corazón desde el que mantenían aquella conversación denotaba una pureza y un compromiso dignos de personas destinadas a encontrarse.
“Tus caderas son afines al ritmo de mi vida”, concluyó. “Y tus embestidas al ritmo de la mía”, contestó ella. De todo lo visible y lo invisible, pensé yo.
Después cada uno se marchó.
Por su lado.