En el amor, nada existe entre corazón y corazón. Hablar sobre el amor nace del anhelo, solo su experiencia lo describe. El que lo experimenta sabe, el que lo comenta miente. Cómo puedes describir algo en cuya presencia desapareces.

(Rabia al Basri)

A veces, un sentimiento inefable de alegría inexplicable se filtra a través de puertas interiores secretas, que se abren por instantes, y nos llevan a un resplandor fulgurante en alcobas ocultas adentro de nosotros mismos. Ningún mantra o esfuerzo especial en la oración nos pueden llevar allí (puede parecer, si es que haces eso todo el tiempo, que ocurre como resultado de tu empeño, pero en realidad fue solo una coincidencia de la gracia).

Y cuando este sentimiento acontece, ese amor verdadero fluye hacia ti sin condiciones, arropándolo todo en su paso con un resplandor de luz sublime, que hace que los corazones se derritan, las sonrisas florezcan en rostros adustos y el cuerpo adquiera un ritmo especial, que incita a abrazarlo todo.

Sí, entonces la magia de Antares y sus legiones de estrellas hermanas se aparecen en la oscuridad de la noche, como princesas vestidas para sus bodas. ¿Pero qué es lo que hace que la brisa de la esquina se convierta de repente en una caricia divina? ¿Qué puede provocar la espontaneidad de lo eterno? No hay esfuerzos, mantras, disciplinas, austeridades, riquezas, oraciones, cánticos, pociones mágicas ni pergaminos secretos que puedan lograr esto. Ninguna fórmula puede llevarnos ahí, donde un sol interior amanece tan brillante que su incandescencia eclipsa la luz del día.

Donde la risa del espíritu se vuelve espontánea y libre. Donde el cuerpo, si uno aún está ágil, da saltos haciendo piruetas en el aire, los ojos se inundan de un brillo especial y la piel destila ternura, para acariciar a quien se nos cruce. Cuando se derrama ese amor en nuestro interior.

Es alegre, alborozado, sublime, un ritmo perfecto de rima. Es el motor que mueve toda la felicidad, el suma cum del amor. Sí, esa vela izada, esa brisa rápida, esa canción primordial, que se encuentra a veces, de alguna manera, en algún lugar secreto, inesperadamente, dentro de ti y dentro de mí.

Bailemos con ella y grabemos ese momento en nuestra memoria, mientras el polvo de nuestras acciones y pensamientos se acumula, y los escombros de nuestros puntos de vista se amontonan y asfixian nuestra alma. Mantengamos esta canción espontánea en nuestros recuerdos, iconos y tradiciones, hasta que un día, de repente y por pura casualidad, se ilumine de nuevo esa alcoba interior secreta, que se enciende por combustión espontánea. Nuestros corazones en llamaradas, nuestros pies bailando la única canción que nunca puede ser predicha, solicitada o invocada.

Y compartamos entonces el brillo de nuestros ojos y acariciemos la ternura en los demás, que en ese momento de luminiscencia, no son otra cosa sino uno con nosotros. Regocijémonos con esa brisa que surge de rincones sagrados, que nos recuerdan nuestro verdadero ser interior y borra los orgullos y los lamentos. Sí, saboreemos el beso de ese amado secreto, cuando nos sorprende desprevenidos y nos hace conscientes del ser. Es un romance de espontaneidad que solo el amor verdadero puede lograr.

Porque, recuerden, ninguna coerción es posible, ningún soborno puede motivarla, ningún método o disciplina, nada puede hacer aparecer esa gracia espontánea y caprichosa que hace que todo sea un deleite. Los sabores de sus besos de vez en cuando son embriagadores. Y uno realmente nunca puede saber cuándo estarán en nuestros labios.

Ojalá que la gracia descienda sobre nosotros un día de estos y que recordemos no olvidarnos nunca de ese sentimiento inefable de alegría inexplicable...