Desde que el mundo es mundo, el ser humano se ha preocupado sobre el futuro, somos seres proyectados hacia el mañana, vivimos pensando en el trabajo que esperamos desde hace un buen tiempo, en el amor que golpeará a nuestra puerta, en el hijo que colmará todas nuestras carencias afectivas, en el viaje soñado y, sobre todo, en una buena pensión para terminar bien nuestros días. Nos descubrimos planificando lo que haremos en ese momento que nunca llega.
Son pocos los que piensan en el camino que se debe construir y realizar para que todo ese buen futuro, nos caiga encima. Los griegos, por ejemplo, recurrían a los oráculos, uno de los más famosos y gran punto de peregrinaje, era el «Oráculo de Delfos» en el santuario del dios Apolo, en Delfos a los pies del monte Parnaso.
Así, distintas culturas, a través de la historia, han encomendado el propio futuro a dioses, clarividentes, pitonisas, etc. Se ha delegado nuestra vida a algo exterior a nosotros, como si no dependiera de nuestro libre albedrío, la construcción de nuestra vida.
De esta manera un día te mueves de tu zona de confort y te encuentras viviendo en otro país, porque sientes que ahí está tu lugar y eres feliz, aunque tu corazón jamás volverá a sentirse completo, se repartirá entre dos mundos, el que dejaste para seguir tus sueños y el que te recibe, que, en casos extremos, se convierte en pesadilla. Pero bien, echas raíces y te acomodas nuevamente.
Un día te despiertas y te sientes extraña, sin fuerzas para moverte de tu cama. La náusea no te deja siquiera tragar el elemento vital: el agua. Comienzas a pensar entonces, ¿a quién puedo llamar?
Cuándo estás fuera de tu entorno familiar, seré más clara, cuando estás sola en otro país, ¿a quién recurres? A los amigos, ¿verdad? Por ahí dicen que los amigos, son los hermanos que elegimos, se convierten en nuestras redes de apoyo, son la familia en país extranjero.
Resulta que tus amigos, en el momento en que estás hundida en tu cama, están en lo suyo, tienen sus vidas y obligaciones, y te da escrúpulos «molestar», sí porque creciste preocupándote de los demás, solucionando problemas de otros, quizás sufres del «síndrome del hermano o la hermana mayor» por lo cual creciste protegiendo y supervisando a tus hermanos, y te convertiste en la «hermana perfecta», el ejemplo a seguir, modelo del cual tus hermanos sólo querían arrancar.
Mirando el cielo de tu pieza, que parece cada vez más cerca de tu cara, sientes que el mundo se te viene encima y no tienes fuerzas para sostenerlo… Por otro lado, te das cuenta de que tu familia, en tu lugar de origen, no tiene ningún número de un cercano tuyo para un caso de emergencia… ¿por qué, no te lo han pedido? ¿O tal vez porque jamás pensaste que algo podía detenerte en la construcción de tu futuro?
Comienzas a respirar agitada, el corazón bombea más sangre a tu cerebro y las lágrimas recorren tus mejillas, bañando tu vulnerabilidad. Te ves entrando en un túnel, sin la posibilidad de ver una luz que te pueda guiar en el infierno al cual acabas de entrar. Llamas a urgencias y te recetan unas medicinas que por la hora ya no puedes comprar, sientes las sienes que palpitan por la fiebre.
La operadora te pregunta:
- ¿No tiene a alguien que las pueda comprar por usted?
- Vivo sola.
- ¿Algún vecino que la pueda ayudar?
- Me cambié de casa hace 3 meses, no conozco a nadie.
Al responder estas preguntas, verbalizas tu soledad, te vas hundiendo cada vez más en tu cama, transformada en un lecho de arena movediza. Cierras los ojos y repites tu letanía, ya usada en otros momentos de fragilidad:
Yo elegí la vida que estoy viviendo, estoy donde quiero estar, papi protégeme.
Te recuerdas niña, indefensa, la que nunca pidió ayuda para no «molestar» para no crear «problemas», a la que invalidaron emocionalmente y acusaron de alharaca cuando lloraba «sin motivo aparente». Así creciste repudiando tu «hipersensibilidad», no querías ser débil…
Hoy adulta, finalmente, aceptas tu fragilidad, abrazas tu vulnerabilidad, valoras la sensibilidad que te permite percibir detalles que para otras personas son imperceptibles y te das cuenta de que tienes un gran don.
Lo esencial es invisible a los ojos.
(El Principito, Antoine de Saint-Exupéry)
En el momento en que pareciera que te falta el aire, sudas helado, te sumerges en un sopor que te lleva a los brazos de tu madre, sientes su mano que acaricia tu cabeza y entiendes que todo va a estar bien.
Despiertas de ese letargo de mujer todopoderosa y con mucha humildad reconoces que necesitas ayuda, que las personas que te quieren también pueden protegerte, que la amiga o amigo al que tanto ayudaste ya creció y te puede acompañar en este camino pedregoso. Te sacas la culpa de la espalda, el cartel de «perfecta» y comienzas a construir tu nuevo futuro, que sin duda se siente mucho más liviano, y cambias letanía:
No sueltes mi mano, acompáñame en la oscuridad.