Cuando el silencio es nuestra única opción, saltamos al abismo, es decir, que lo hacemos a nuestro interior profundo, tan profundo que el miedo y todo aquello negativo o incompresible que habitamos se vuelve hacia nosotros en ese vacío.
Lidiar con ello es un estado más allá de la simple tristeza. Es una fuerza incontrolable que algunos llaman depresión. Otros nos habituamos, como a irnos a la cama, a un lugar seguro donde nuestras emociones son tan intensas que nos hacen sentir el salto. Vernos hacia dentro es de valientes. ¿Qué hay allí que muchos lo evaden con sustitutos momentáneos? Cuando nos miramos solos y nos preguntamos ¿qué pasa? ¿Por qué ardemos?
El camino no es de piedras. Es más bien un parque de atracciones. Es ese montículo que nos mueve al 99 por ciento de nuestras pulsaciones. Y sentimos que nadie lo detiene. Y ese ir se vuelve tan agónico que solo queremos detenerlo. Si es posible, dormirlo o dormirnos para siempre.
Esta fase tan común, en miles, no es controlable ni con medicamentos ni terapias modernas. Pueden mermar el ritmo cardíaco, pero no desaparecerlo. Y así andamos como zombis, queriendo funcionar en una sociedad que no está preparada para nosotros.
Este tema es muy preciso en la siquiatría moderna, con este paradigma de los neurotransmisores y la necesidad de ver por qué ciertamente funcionan distintos en los seres humanos. Algunos se miran apacibles, con una vida con más estabilidad y aciertos.
No es momento de romantizar la situación y decir que los grandes artistas han vivido ese salto al abismo para nunca regresar. Para ello tenemos esa palabra, “suicidio”, que culmina y es casi impronunciable, porque se castiga y se señala como falta de espiritualidad y cordura.
Como tal, visto desde la enfermedad, hay altas dosis de neutralizadores para que el ser no llegue a ese espacio de soledad abismal. Otros, con desesperación, lo asumen, en la música, la plástica, la literatura, la contemplación natural, en familias consientes que son moduladores y protegen.
Pero pese a todo ello, el abismo sigue siendo la opción. Sigue siendo el consuelo. Y quizás solo lo escribo, y jamás lo intente. Pero ese huir de sí mismo es un atajo pacificador. Las causas son muchas. Veamos las sociales, la inadaptación, ser tratados y ninguneados como locos. Privados de dignidad por ser diferentes, sin derecho, a veces, al amor, a ser tomados con seriedad. Sometidos a la burla del trauma, a la indiferencia, a la curiosidad y a la espera, porque muchos esperan ver esa distorsión del salto, con malicia y mala intención.
El extraño caso de los artistas
Revisemos algunos casos singulares de artistas, cuando los suicidios hacen que la persona se adentre al abismo y muera, pero el artista luego salga de él con fama y reconocimiento.
El más conocido por el precio de sus obras es Vincent van Gogh, que llega a ser uno de los principales exponentes del postimpresionismo y su obra es conocida en el mundo como ícono del arte universal. ¿Pero qué había en ese pensamiento o qué no había? ¿Por qué esa oscuridad que muy pocos notaron hasta el suicidio? ¿Ayuda? Su familia ya no sabía qué hacer mientras el color era intenso en sus cuadros y sus ojos se movían con tal fiereza como única forma de sentirse vivos, útiles, acompañados.
En cuanto a Virginia Woolf, a partir de los escritos de sus diarios, algunos expertos se han aventurado a señalar que la escritora sufría de trastorno bipolar, a pesar de que no recibió diagnóstico. Entre 1882 y 1941, no existía tratamiento para este deseo de abismo.
El escritor Ernest Hemingway, periodista y escritor estadounidense, fallecido en 1961, dejó tras de sí narraciones y novelas como: El viejo y el mar, Por quién doblan las campanas, Adiós a las armas o Fiesta. Obras por las que recibió un Premio Pulitzer (1953) y el Premio Nobel de literatura (1954). Fue ingresado en un centro psiquiátrico y un año después se suicidó en su casa de Idaho.
Eran seres que se comían el mundo con su arte, lo vieron desde la asfixia de sus emociones, desde esa incontrolable añoranza por descansar su mente, su alma, su espíritu y saltar al abismo.
Deseo que hayan descansado y más deseo, que todo ser que se adentra en sí mismo, y ya no quiere o no puede ser luz para sí, lo logre sin saltar, sin escapar, sin que el abismo sea la única opción. Soltemos el mito del artista vencido o loco. Son pasajeros de un mundo que por más que les ofrezcan amor, no se pertenecen, a nadie. Muchos solo sentirán libertad. Ver que, de tanto dolor, ofrecieron lo que más pudieron: arte, la confesionalidad de su rápido e impetuoso vuelo.