He ido al Primark y hay una cola detrás de una cinta de esas conectadas a barras de hierro, como la de los museos, solo que aquí no hay dinosaurios ni jarrones ni indígenas asesinados con el mondongo colgando disecado. Aquí hay ropa, cantidades meteóricas de ropa. La entrada es enorme, hay tres tipos entrenados para llevar traje de chaqueta con la clásica posición de manos de cubrirse los huevos y una Chica Simpática. Cuando obtienes licencia para entrar, Chica Simpática te ofrece una bolsa de hombro transparente y un carrito de la compra muy hondo. Grito hola al carrito y me responden al otro lado Qué Tal.
No, gracias.
¿Para qué quiero tanta bolsa?
Luego descubro que todo el mundo se ha agenciado al menos uno de los dos sistemas de carga masiva de ropa. Me siento como cuando voy a comprar al supermercado y me preguntan si quiero bolsa de plástico, digo No Gracias, me creo con más brazos de los que realmente tengo y termino tirándolo todo de camino a casa, los transeúntes riéndose y señalándome a mi torpe paso, llorando muerto de vergüenza.
Aproximadamente así.
Noto la ansiedad.
Quiero ropa.
Quiero ropa cosida por las manos de un niño bagladesí ahora mismo decidiendo si se amputa los brazos o se arroja a una montaña de pilas alcalinas sulfatándose.
Como para no notarlo: este palacio de cuatro plantas circulares lo arrenda el tercer hombre más rico del mundo. Una vez vi una foto suya. Se apellida Ortega y me lo imagino levantando la persiana metálica de una tasca zamorana todas las mañanas. En cambio, tiene toneladas de monedas de oro guardadas en un banco donde los contables son elfos y los vigilantes los Centinelas de X-Men.
Apenas he puesto un pie y ya he placado a dos clientes de mirada perdida y ceño fruncido. Somos escoria nacida de una cópula indigesta de lo más bajo del sistema turbocapitalista y quiero una camisa acorde con mi nuevo estilo de jersei + camisa. A eso me dedico en el trabajo. A pensar las mejores capas de sándwich textil para este cuerpo torcido y escorado hacia donde crece el musgo, que es el norte, que es algo que aprendí de un amigo de mi padre que una vez acercó mucho la nariz a un árbol y pensé que estaba tocado del ala. Pero no. Estaba analizando si el tronco paría musgo.
Luego nos contó que siempre crece hacia el norte, lo que es muy importante para orientarse. Si siempre se camina hacia el norte al final se llega al sur del norte.
En cualquier caso, no deben pagar demasiado bien a los trabajadores. Mientras trato de sacar la cabeza por el agujero correcto de una camiseta oigo cómo un par de empleados imitan a una clienta. Dicen que están hartos de gilipollas como yo. Yo también lo estaría, la verdad. Y los del Pull&Bear de ellos cuando salgan trotando en su paupérrima nómina a comprar una bufanda escocesa. La base de la Cuarta Internacional Obrera es que los clientes nunca tienen la razón pero los licenciados en Marketing, enquistados en los riñones de los millonetis y los jefes de personal, siguen soltando la murga de lo contrario.
Ahora que sé que soy odiado me fijo intensamente en el suelo cuando salgo del probador. Todo el mundo parece muy alterado. Una chica sujeta un palo con un cartel redondo que pone Aquí termina la cola del probador. Me pregunto si, de celebrarse el Juicio Final Laboral, ¿cuántos empleos de mierda inventados al azar serían redimidos?
Ese no.
Una Capilla Sixtina de Empleos Desmoralizadores-Anodinos y Ridículos.
Observo de cerca una chaqueta que, de lejos, brillaba demasiado. De cerca, también. Hay algo en toda esta ropa que no termina de convencerme. No es ni fea ni atractiva. Es como el penúltimo escogido en un equipo de fútbol de mocosos sin alma ni corazón. Si por lo menos fueses el crónico obeso con un Tigretón en la mano incapaz tan siquiera de murmurar una vaga defensa de sus aptitudes deportivas, vale, ocupas un puesto importante en el desarrollo social de esas jóvenes mentes. Eres el vivo ejemplo de Lo Marginal. Pero esta ropa no. Esta ropa es el niño con el ojo vago capaz de arrear un par de malas patadas al balón.
Es demasiado honesta.
Es mediocre, como las posibilidades de mi salario o el ambiente en la escalera mecánica cuando dos tipos impactan cara contra culo en una nerviosa exclamación de ¡¡Jodermecagoentodo!!
No me gusta que me recuerden lo mediano que soy. Me enerva más allá de cualquier sistema para medir la cordura esa cremallera de plástico, brillante, blandurria, con la textura epidérmica de un Action Man, en un abrigo de cincuenta machacantes. Precisamente compro envoltorios refulgentes y despampanantes para ello. Me da igual que las camisas se me descompongan en cuanto sienta la irrefrenable necesidad de bailar música disco. Quiero que me susurren lo que no soy. Hemos llegado muy lejos en esta aceptación de curros de pacotilla y kapos metidos a supervisores como para encima dar mi dinero a cambio de sinceridad.
Triste. ¿Por qué triste? Debería sentirme exultante. Debería estar jugando a los Gene Kellys sobre la barra, singing in the ropa. Pero no.
Nadie es feliz en Primark. Ni siquiera los tipos que se hacen fotos como si fueran a despegar vestíbulo arriba cual grajos propulsados a chorro. Primark no solo no era una fiesta sino que, además, los clientes no dejan de merodear de una planta a otra formulando una pregunta a la que se agarra el siguiente que la oye, como un tren desbocado cuya respuesta es un túnel tapiado, derrumbado y dinamitado.
“¿A qué venía tanta fama?”, se preguntan dos quinceañeros con el pelo cortado a lo fiambrera. Yo también me lo pregunto. Y la respuesta me devuelve a la chica que sujeta el palo de la cola del probador. A los dependientes desencantados. Al chino que me cobró las cuatro manzanas el jueves pasado sin apartar la vista de la cebra epiléptica que proyectaba su móvil.
Primark existe por y para cada empleo de mierda. Es la promesa de la venganza más estúpida y tramposa de todas. Tras nueve horas hipotecando mi cerebro a cambio de aumentar los ingresos de un hombre que olvidó que para tener dinero con dignidad hace falta imaginación, no quedan muchas alternativas. Quiero vengarme de mi mismo, de Isaac Reyes, arrojando todas las monedas de oro de mi bolsita de cuero al primer postor. Primark existe para darle sentido a lo que no lo tiene.
Mi nuevo dinero carece de él.
Es un descubrimiento sublime.
Hojas de laurel de mármol brotan alrededor de mi chola.
Existe un nivel de degradación emocional y kármica del que hasta ahora no tenía la menor i-de-a. No se trata de cómo o en qué gaste uno su dinero. Yo mismo necesito un abrigo antes de que lo que fuera de África conocen como invierno me arranque la piel a tiras. Al final todo se reduce a una cuestión de origen. Podría donarlo a la ciencia. Podría guardarlo en una cajita roja y regalárselo a un huérfano sin piernas, ciego y único habitante en una balsa de madera sobre un lago de ácido en mitad de una guerra civil. Podría comprar y liberar a todas las esclavas capturadas por Boko Haram con la nómina de cada mes y aun así seguiría sintiéndome triste. No importa lo que haga con él. Primark, ese bichejo espantoso, enorme, de cartón y andamio en junio y de luces de 30000 vatios en noviembre, lo sabe y se quiebra la caja torácica de puritita risa mientras caga a más y más gente como yo. La nueva sinceridad es reconocerlo todos, agarrados de la mano, desde la cremallera irritantemente barnizada a los currelos socarrones. Todo tiene su razón de ser en mi incapacidad para darle un sentido decente a tres cifras pixeladas en la pantalla del cajero. Lo que antes era sonrisa profesional ahora es condescendencia mercadotécnica. Del Usted al Contigo, Colega.
Y como los peores colegas, te pasan el brazo por encima mientras, quemados, reventados, envenenados por el fracaso ajeno, te recuerdan lo absurdo que es resistirse a lo inevitable.