La última navidad la viví como la más simbólica, abundante y con un espíritu entrañable de comunidad. Viajaba por México y subí hasta la pequeña población de Real de 14, situada a 2.750 metros de altura en el estado de San Luis de Potosí.
No hubo cena ni comida suculenta, ni cóctels ni champagne, ni mejores trajes, ni lujos, ni regalos costosos; pero lo más valioso inundaba las calles: la felicidad de todos los rostros que pasaban a compartir la magia de la dulzura, la generosidad, el agradecimiento y el amor entre la família de esa pequeña población de la humanidad.
La sonrisa de los niños cuyas familias no tenían los medios para obsequiarlos con regalos y que, al recibir bombones, irradiaba en sus rostros era un valioso y delicioso momento de alegría para todos.
Desde entonces la navidad como una fiesta familiar en aislamiento del resto de la comunidad, donde la mayoría viven su propia celebración suntuosa de atiborramiento de manjares y exquisiteces, se me hace muy triste y pobre al lado de unas sencillas fogatas callejeras que invitan tanto a cualquier grupo de gente como al solitario caminante.
En Real de 14 viví la más auténtica Navidad, la que sale a las calles y comparte con personas conocidas como desconocidas, regalando tanto sonrisas y abrazos como un plato caliente a quien lo necesite. Entre desconocidos viví el verdadero significado de estas fiestas de nacimiento del amor hacia el prójimo como hacia nosotros mismos y el entusiasmo navideño perdido ya en las orillas de la infancia regresó de nuevo como una dulce ola del pasado.
Nunca antes vi una navidad semejante a un pesebre en donde el nacimiento éramos todos, los reyes magos éramos todos, los protectores éramos todos, los niños y los adultos éramos todos la misma familia en unos días de verdadera unión en la que participaban en la celebración de la hermandad y la vida gente local como viajeros que venían de muy lejos.
En la representación del nacimiento, una pareja joven japonesa fueron invitados a hacer de Virgen María y San José, una persona local ofrecía su burriquito para la Virgen. Un joven de la localidad y dos visitantes representaban a los reyes magos; un anglo-sajón a Papa Noël, todos éramos pastorcitos y todos formábamos parte de la gran fiesta donde la buena energía inundaba los corazones.
En las calles, alrededor de las fogatas, la gente se juntaba a calentarse las manos. Una olla gigante calentaba chocolate a quien le hiciera falta, la cocina del hotel del centro regalaba tortas de azúcar. Algunas piñatas colgaban conteniendo algunos regalos y chucherías para los más pequeños.
En el mes de diciembre y a esas alturas de la sierra de 14, hacía más frío en las casas y posadas antiguas sin calefacción alguna que en las calles donde vagaba el calor humano de afecto y ternura envolviendo a quien pasaba en busca de un umbral hacia la realidad mágica de solidaridad que deberían siempre hallarse en estas fiestas. Personalmente, ni venía acompañada ni conocía a nadie. Sin embargo; en estas fiestas tan familiares, me sentí rodeada de sonrisas, de abrazos, de gentileza y una solidaridad tan abundante que fácilmente reemplazaba el jactancioso y ostentoso ambiente navideño de consumo indigesto de las sociedades modernas.
Contrariamente a lo que he vivido en las sociedades flamantes de modernidad, el espíritu navideño de Real de 14 reflejaba un sentimiento sobrio y sencillo donde emanaba la vivacidad de las almas humanas en su estado más puro; generosas y caritativas sin mirar a quien, si no en una verdadera amalgama de benignidad y dulzura con un ímpetu de compartir y sentir la felicidad de todos.
Así sí me gusta celebrar la Navidad…