Cuando me propuse escribir sobre El circuito interior, la extraordinaria crónica en la que el estadounidense Francisco Goldman narra los cambios en su relación con la Ciudad de México tras la muerte de su esposa Aura, inmediatamente recordé una escena compartida que, en mi opinión, pinta por entero a este escritor indispensable, autor también de El arte del asesinato político y La larga noche de los pollitos blancos.
La historia ocurrió una noche de hace ya unos cuantos años, en Buenos Aires. Frank acababa de llegar a la ciudad, enviado por The New Yorker a investigar sobre el caso de los hijos presuntamente apropiados por la empresaria periodística Ernestina Herrera de Noble, una de las accionistas del Grupo Clarín. Por la tarde yo lo había citado a una fiesta a la que me habían llamado para poner música, en una casa ocupada en el barrio de Caballito. Poco después de la medianoche vi entrar a Frank en el mejor momento de la fiesta y, tras una rápida parada en la improvisada barra, él se apretujó conmigo en la mínima -y también improvisada- cabina del DJ. Allí, en lo que yo seleccionaba una canción tras otra, se apresuró a contarme todo lo que le había tocado vivir a través del fallecimiento de su joven esposa, sin ahorrarse detalles que a mí me partían el alma en pedacitos. Con un oído yo escuchaba la música; con el otro a mi amigo en pleno trance de desahogo. Sus relatos de amor, muerte y desesperación eran brutales y yo no sabía qué hacer. ¿De qué manera podría consolarlo? ¿Necesitaba consuelo? Me limité a preguntarle por qué, si estaba tan golpeado como parecía, había aceptado el encargo de The New Yorker. “Porque me puede servir para entrevistar a la presidenta Cristina Kirchner -me dijo-. Ella también acaba de enviudar. Yo sé lo que le pasa, qué piensa, qué siente y hasta cómo reacciona su cuerpo, porque eso mismo me ha pasado a mí. No hay poder que pueda evitar o alterar ese proceso. Nadie está mejor capacitado para entenderla que yo, y siento que al entenderla a ella me voy a entender a mí”.
Reportero hasta la médula, Frank creía que su salvación personal solo llegaría dentro de una misión periodística. Y que su sensibilidad en alerta podía ser una antena para captar aquello que no siempre se alcanza a entrever. La primera obligación del periodista es comprender el mundo y sus personajes, pero para entender lo que está afuera hay que empezar por mirarse adentro. Y lo que él veía por entonces era un paisaje devastado, que solo podía reconstruir si su paso por el dolor y la angustia se reinventaba como una ceremonia del adiós, aún a sabiendas de que ese adiós jamás sería definitivo. La reconstrucción debía esperar el momento vital indicado, no sería ni antes ni después. Y abarcaría todo lo que lo hacía feliz: su trabajo, sus recuerdos, su capacidad de enamorarse, sus amistades, su ciudad.
Secuela involuntaria de su también notable Di, su nombre, El circuito interior es el relato de esa reconstrucción, que Goldman enfoca en su relación con su capital sentimental, la Ciudad de México. El autor recuerda que creció y se enamoró en Coyoacán, que conoció el valor de la amistad en la Condesa y que compartió lo mejor de su vida con Aura en un departamento de la Roma, pero para que la memoria no rechace la posibilidad de una nueva vida dichosa necesita hacer las paces con ese pasado vertiginoso e intenso. Así, en una ciudad en la que conviene “estar siempre alerta, lo mismo a lo exterior que a lo interior”, Goldman transforma a la escritura en el barrio íntimo donde conviven la pérdida, la redención y el orden. Para redescubrir el corazón urbano, se impone unas clases de manejo que le muestran un rostro impensado de ese lugar donde, en tantísimos sentidos, “lo peor que se puede hacer es reducir la velocidad”. Y mientras el país se desangra en una lucha tan política como clasista, el reportero se hunde en los enigmas de una desaparición masiva de jóvenes en una discoteca de la Zona Rosa, obligado a un “despertar personal” que combina las huellas del duelo con las mezquindades e injusticias de la sociedad de la que él ya se siente parte.
Monumento al “poder que tiene el reconocimiento de la inevitabilidad de la muerte para transformar la vida de las personas”, El circuito interior suma a su autor a la larga tradición de extranjeros que dedicaron parte de su vida y obra al retrato literario de un México deslumbrante y feroz al mismo tiempo, salvado apenas del desastre gracias a “la amistosa levedad”. Con la razón de su parte, Iris Murdoch dijo que “los afligidos no hablan el mismo idioma que los demás”. El circuito interior es un valiente ejercicio de traducción de quien domina perfectamente esa lengua secreta, hablada por el autor con el acento extranjero.