Lo ve bajar por la escalera cargando un par de maletas tipo baúl con cosas mal empacadas. En ese desorden de camisas blancas, calcetines grises, corbatas de seda, trajes de lana van más de veinticinco años de vida en común. Desciende erguido a pesar del peso que lleva en cada mano. Al llegar al último escalón, que está junto a la puerta principal de la casa, coloca las maletas en el suelo y suspira. Sandra se arrebuja en el sillón de piel de la sala, imagina que irá a darle un beso de despedida.
Se equivoca.
Pepe busca el llavero en las bolsas del pantalón, lo coloca en la canastita de plata de la mesa del recibidor, también se quita la alianza matrimonial y la deja junto a las llaves. Abre la puerta y, sin voltear atrás, sale azotando la puerta. No es su intención causar semejante estruendo, pero tampoco puede evitar salir del garaje rechinando las llantas del coche.
Ya se fue.
Sandra cierra los ojos. Después del arrancón, el silencio en la casa es casi total. Se escucha el rumor del aire que agita las ramas de la araucaria del jardín. El aire se cuela por la ventana abierta y las cortinas se mueven como un par de fantasmas flotantes. El rastro de la loción de Pepe se evapora. Sandra aprieta las manos. Cae en la cuenta de que el dedo anular aún luce el anillo de compromiso y el de matrimonio. Ahora es ella la que suspira.
Sabe lo que piensa todo el mundo. Se lo dicen, unos con prudencia, otros como su hija, a boca en jarro. Estás haciendo una locura. ¿Qué sabe nadie? ¿Qué saben ellos? Mejor que no se enteren. Todos en la vida tenemos pequeñas historias que se entrelazan con La Gran Historia. Para Sandra, esta es de las chiquitas, aunque sus hijos crean que se trata de la grande. Ignoran que es al revés y ella así lo ha querido. Siempre ha luchado por borrar los rastros de La Gran Historia, pero Pepe falló. Sin saberlo, echó a perder el equilibrio. Aunque, es justo decirlo, ni cuenta se dio. Nadie le explicó, por eso está tan confundido.
¿Quién podría imaginar que un Pepe López iba a dar un paso adelante y se convertiría en un hombre destacado? Eso no entró jamás en los planes de Sandra, que siempre se ha querido mimetizar en la uniformidad de una vida común y corriente. Por eso, al firmar el acta de matrimonio, abandonó alegremente los apellidos Schonberg Briz para convertirse en la señora López. Fue un alivio dejar la Ciudad de México para instalarse en un pequeño pueblo de Michoacán, en el que podía olvidarse del peso de su nombre.
La Gran Historia de Sandra inició mucho antes de su nacimiento. Ella ni siquiera fue protagonista, pero carga el estigma de esos apellidos. Como es frecuente, alguien la hace y otros la pagan. El desorden lo inició el padre. Ya se sabe, las historias de traición no son buenas herencias. Lo son menos cuando son la causa de que la imagen de un padre se rasgue y se deforme al nivel de no querer entender explicaciones. No hay manera de explicar tantas lágrimas ni forma de desear cargarlas generación tras generación. Mejor borrarlas.
En el verano de 1944, Budapest había dejado de ser la ciudad tranquila y glamurosa para el joven diplomático Leví Schonberg, que actuaba como encargado de negocios en la capital húngara. Eran los tiempos en que los esbirros nazis se paseaban por las calles haciendo notar su presencia. Los judíos vivían temblando ante la idea de ser despojados de sus bienes materiales y de sus derechos ciudadanos.
El raro caso de Leví Schonberg fue la excepción que confirma la regla. Era un buen jugador de dominó y excelente pianista. Sus dotes le ganaron la amistad del coronel nazi que tenía bajo resguardo la ciudad de Budapest. Pasaban por alto su origen y él miraba para otro lado cuando cuestionaban sus orígenes. Supo disimular sin tener que mentir. Era joven y vivía bien. Se daba cuenta de la situación de miles de judíos: a unos les quitaban todas sus pertenencias y los mandaban a campos de concentración y otros eran estafados en sus intentos por escapar.
Desde luego, Leví Schonberg estaba al tanto de los informes y las solicitudes de ayuda de la comunidad judía y él no hacía otra cosa que guardarlas convenientemente en un cajón. ¿Qué más podía hacer? Los gobiernos extranjeros ignoraban las peticiones y ponerse en una situación vulnerable no le iba a ayudar a su gente.
La familia Briz era una familia acomodada de Budapest. Jacob era joyero y coleccionista de arte. Su hija Rebeca siempre movió el corazón de Leví, pero era consciente que esas alturas serían imposibles de escalar. La situación en la capital húngara era cada vez más alarmante. Los sefardíes vivían situaciones apremiantes. La embajada española decidió conceder salvoconductos, cartas de protección y pasaportes a todos los judíos que buscaran ayuda. Era su oportunidad.
Leví Schonberg fue a hablar con Jacob Briz. Le planteó la situación: puedo conseguir un documento que los saque de aquí. Pero es un proceso lento y en etapas. Primero salen sus bienes, luego me voy con Rebeca y ustedes nos alcanzan una semana después en Barcelona. Jacob no confiaba en Schonberg, así que le pidió una garantía. Cásate con mi hija, siendo familia no me traicionarás. Leví sonrió y aceptó con un dejo de indiferencia. Los planes le resultaban tal como lo había previsto. Todo se lo ofrecieron, no tuvo que pedir nada.
Es preciso aclarar que Leví Schonberg hizo toda suerte de malabarismos para sacar cada posesión de los Briz. Incluso le demostró a Jacob que estaba pagando de su bolsillo un alquiler en Barcelona para que las cosas estuvieran a salvo mientras arreglaba la salida. Schonberg alquiló dos casas, una para las pertenencias y otra a la que llegarían ellos y las puso bajo resguardo de las autoridades españolas.
A finales de noviembre de 1944, Leví y Rebeca salieron rumbo a Barcelona. A principios de diciembre llegaron a su destino y la esposa agradecida decidió consumar el matrimonio en una entrega gratificada. En esa misma fecha los rusos cruzaron las puertas de Budapest. Rebeca no supo nada de sus padres ni de sus suegros hasta que muchos años después encontró el registro de las tumbas en un cementerio a las orillas del Danubio.
Leví se encargó personalmente de desaparecer sin dejar huellas, no dejó testimonio por escrito ni formas de ser localizado. El coronel nazi murió en los enfrentamientos. Sus rastros en Budapest se borraron. Barcelona, París, barco con destino a Nueva York que llegó a Veracruz. Dos hijos en el trayecto. Una cartera llena y la apostasía consumada. Otro ejemplo del expolio. Sandra Schoenberg Briz decidió que las historias de traición no son una buena herencia. Decidió mimetizarse en la sociedad mexicana y dejar atrás el pasado. ¿Para qué cargar esas vergüenzas? Quería olvidar que su madre murió a causa de la pena y el rencor. Querían borrar los rastros de la indolencia y la frialdad que condenó a los abuelos y la marcó más que un sello candente en el brazo. Buscó relegar las señas de la traición e iniciar una vida que la alejara de esa traición perpetrada por el padre.
El matrimonio con Pepe López era la mejor solución. Un hombre de familia sencilla que la llevó a vivir a las afueras de un pueblo con calles de tierra, alumbrado de faroles y burros en las esquinas. López era el nombre perfecto. Nunca contó con que su marido sería llamado a ser síndico del municipio y que a partir de ahí iniciaría una vida política de ascenso meteórico. ¿Quién se iba a imaginar que un hombre moreno, de pelo tan lacio, de facciones tan burdas, dientes chuecos y palabras cortas iba a llegar tan lejos?
Sandra fue accediendo a las nuevas circunstancias de la pequeña historia. Regresó con pesar a la Ciudad de México. Se instalaron en la colonia Narvarte. Primero fue jefe de departamento, luego subdirector de área, director general y por fin llegó el nombramiento tan esperado por Pepe, sería Subsecretarío de Estado. Era preciso hacer movimientos, cambiarse a un mejor lugar, comprar mejores autos, vestir bien, convivir más. Pepe López quería destacar.
Los focos de alerta se encendieron en una reunión, cuando Sandra escuchó a su marido preguntar a la anfitriona quién era cada uno de los asistentes. Le interesaban nombres y apellidos. Cayó en la cuenta. Eventualmente ella recibiría esa pregunta en alguna reunión. Alguien se podría interesar. Alguien podría averiguar. Eso no estaba en el plan, era preciso parar todo aquello. Hay que borrar La Gran Historia.
La petición de divorcio sorprendió a Pepe López. Pensó que su mujer había perdido la razón. Le asombraba la intensidad con la que lo pedía y la tozudez infranqueable. Después de semanas y a punto de asumir el cargo, entendió que no había más que hacer. Metió la vida en un par de maletas tipo baúl y se marchó de la casa.
Ya se fue.
Sandra cierra los ojos. Después del estruendo de la puerta, el silencio en la casa es casi total. Juega con la alianza y el anillo de compromiso en el dedo anular. Pronto dejará de ser la señora López. Suspira y se detiene a la mitad. Cae en la cuenta. Volverá a ser Sandra Schonberg Briz. El peso del nombre se le viene encima.