En mi intento de contrastar las fuerzas que mueven la conducta económica de las personas en su actual condición “caída” con aquellas propias de una mente sana, he comentado primero la degradación de una sana animalidad a una condición “bestial” (en que lo que fue búsqueda de placer se ha convertido en voluntad de poder) y luego la degradación de una sana capacidad empática, que se ha vuelto una falsificación del amor puesto al servicio de la seducción y de la venta de si, que nos ha llegado a parecer natural pero constituye una forma de prostitución casi universal. Pero nos falta aún por considerar ese aspecto de nuestra condición de tri-cerebrada que asociamos al intelecto y que también se corresponde con un principio de autoridad (ya que el intelecto sano dirige e inspira nuestra vida emocional, solo que en la condición neurótica se vuelve despótico en su pretensión de mandar (sin verdaderamente lograrlo) sobre nuestra vida instintiva y pasional.
En correspondencia a la exaltación “bestial” de nuestras necesidades básicas, que nos ha convertido en depredadores insaciables movidos por una obsesiva voluntad de conquista y supremacía, se ha vuelto nuestro intelecto muy agudo y astuto respecto a la búsqueda de ventajas, aunque a costa de una pérdida de sutileza y profundidad. Ya lo señalaba Rousseau cuando sus contemporáneos celebraban el progreso y la nueva libertad del “siglo de las luces”, y ni siquiera el gran talento de Voltaire supo comprenderlo —aunque si sus herederos los románticos. Y por fin la neuropsicología nos permite describir adecuadamente lo que ha ocurrido al explicarnos que en tal medida hemos utilizado nuestro hemisferios cerebral izquierdo, aparentemente diseñado por la naturaleza para cuidar de los detalles prácticos de la vida, que hemos perdido el uso de nuestra mente intuitiva, destinada a ofrecernos una visión de conjunto de las cosas, y sobre todo la visión de las cosas en su contexto.
Ha desarrollado brillantemente el tema Iain Gilchrist en su libro El maestro y su emisario y el paradigma del hemisferio derecho perdido me parece relevante no solo a la cultura patriarcal moderna (en la que la educación ha llegado a desvalorizar como prácticamente irrelevantes las humanidades) sino que particularmente a la mentalidad de los economistas, cuya ciencia parece fundamentarse implícitamente en una ceguera respecto al contexto natural (humano y ecológico) de las transacciones económicas y financieras.
Al parecer, hemos sido dotados de dos hemisferios cerebrales de manera comparable a cómo hemos sido dotados de dos ojos, que al percibir las cosas desde ángulos algo diferentes, nos permiten apreciar su distancia y profundidad. Dotados de razón e intuición, parecería que pudiéramos alcanzar una sabiduría en que tales puntos de vista no se volviesen un motivo de polémica, sino que aspectos de una síntesis englobante —pero nos vemos ya a comienzos del tercer milenio en una situación prácticamente simétrica a aquella de la Edad Media, cuando la voz de la Fe sofocaba a aquella de la razón.
La voz de la razón, que idolatra a la ciencia, denigra hoy no solo la Fe católica del Medioevo, sino que mira con sospecha a todas las enseñanzas espirituales del pasado (y especialmente las del Islam, que prohíben el lucro) y desconfía que la intuición pueda llegar a verdades más profundas que aquellas del pensamiento discursivo.
Pero se ha empequeñecido el ser humano al perder su mente contemplativa, y en su ceguera no sospecha lo que ha perdido. Este empequeñecimiento ha sido el resultado indirecto de su fascinación con su “espíritu bárbaro”—es decir, su espíritu de cazador transformado en espíritu guerrero idealizado de conquista. Pero especialmente se ha empequeñecido el ser humano a través de esa particular cristalización cultural del espíritu bárbaro que es nuestra economía —que no solo perpetúa la pobreza y el hambre de las mayorías y nos vuelve egoístas, sino que convierte nuestros gobiernos en negocios, la educación en un aprendizaje irrelevante a la vida, los medios de comunicación en persuasión y propaganda, y de diversas maneras contribuye a que además de volvernos cada vez más esclavos de un trabajo escaso, perdamos interioridad y contacto con nosotros mismos.
A manera de colofón a estas reflexiones, quiero resumir lo que he venido analizando en el contexto de mi pregunta de lo que podría ser una economía desde la vida y para la vida.
Una economía para la vida sería, primeramente, una que satisfaga nuestras necesidades biológicas, y no una en la que imperen sobre las mayorías el hambre y una escasez más generalizada que al impedir el desarrollo completo de nuestras potencialidades individuales impide también que podamos llegar a tener una sociedad sana y virtuosa.
Una economía desde la vida sería una en que el orden social fuese coherente con la capacidad solidaria natural de nuestra condición humana sana, y no un orden explotador e insensible.
Una economía desde la vida sería, además, algo muy diferente a una economía deshumanizada, enferma y “bestial” que parece haber contaminado a los humanos como una plaga a través de las generaciones, tornándolos en seres vampirescos por su insaciabilidad y por su indiferencia. Sería esta una economía que, tomando conocimiento de la tragedia histórica del mal que como una peste ha afectado a la mente humana, no solo haría el esfuerzo creativo necesario para la creación de un sistema económico diferente de aquel que los poderosos del mundo han venido forjando desde la antigüedad, sino que pondría todo su poder administrativo al servicio de un control de fuerzas económicas tales como las analizadas en este ensayo.
Pero ¿hasta qué punto se podría controlar tendencias tan poderosas sin sanarlas de raíz?
Tal vez solo durante una primera fase de un tratamiento más radical, cual sería la puesta en marcha de una revolución en la crianza y en la educación que a su vez nos permitiera esperar una superación colectiva de la mente patriarcal.
Terminaré este ensayo, por lo tanto, con algunas reflexiones acerca de cómo pudiéramos sanar desde la base la mentalidad que ha sostenido a la economía patriarcal, impidiendo toda alternativa.