Durante mis primeros meses en África no podía evitar tratar de convencer a todo joven que sacara el tema de coger patera y embarcarse a Europa de que no lo hiciera.
Mi recién estrenada experiencia africana y la enorme paz interior que ella me aportaba no me daban para entender cómo aquellos jóvenes, que si bien es cierto tenían pocas oportunidades de futuro en su país, podían ilusionarse con un viaje con meta Europa. Lo achacaba a la desinformación de lo que realmente significa el vivir en el Viejo Continente, más allá de sueños, ilusiones e historias de amigos, primos y hermanos que ya se embarcaron a la aventura y que en la mayoría de ocasiones maquillan su experiencia europea por vergüenza, orgullo personal y a fin de cuentas, por no sentirse más humillados. Y me empeñaba con esfuerzo en explicarles que no es oro todo lo que reluce. En hablarles de trabajos mal pagados, poco valorados, en horarios que no dan para la vida social, en la deshumanización, en mentes dormidas por el televisor y el consumismo.
La novedad siempre ilusiona, aquí o allí, y maquilla la realidad dejando en segundo plano aspectos negativos que sólo florecerán si pasas el suficiente tiempo en un lugar determinado.
A Gambia se le llama la sonrisa de África. Es un país de caras amables, de puertas abiertas y de darlo todo aunque no se tenga de casi nada. De playas kilométricas llenas de palmeras y atardeceres de película, de caminos de tierra roja y un río que te transporta a tiempos de exploradores y viaje a lo desconocido. De niños más adultos que la mayoría de treintañeros europeos, de la cultura del respeto y dedicación a la familia.
Gambia es también desnutrición, pasarlas canutas para alimentar cuatro bocas a base de arroz, de sueldos que no llegan a 20 euros al mes, de hospitales en peores condiciones que los corrales de mi pueblo, desapariciones de periodistas, de susurros con los amigos si se quiere hablar de política. Gambia es una dictadura que se viste de democracia. Es un presidente que gobierna al estilo feudal y déspota y con tintes surrealistas. Él manda y el pueblo calla. O calla o muere.
Estábamos desayunando cuando nos enteramos de que Musa había emprendido camino a Libia. Desde allí cruzaría hasta Italia para intentar llegar hasta Suecia, donde su hermano Bob vive desde ya hace años. Ponerle cara a la inmigración africana y vivirla desde el otro lado me hizo replantearme muchas cosas. ¿Por qué no intentan emprender en su país? Si con muy poco se pueden hacer muchas cosas. Más tarde entendería que ni siquiera gozaban de ese “poco” y que, al igual que los jóvenes españoles salimos de nuestras fronteras con ansias de conocer mundo, en su caso, esas ansias están más que justificadas.
Musa fue el primero pero no el último. Un goteo constante de chicos jóvenes que cada mes desaparecían del vecindario y emprendían el “backway”, viaje a Europa de manera ilegal. Yo seguía esforzándome por darle toda clase de motivos para que no lo hicieran, aunque a medida que pasaban los meses, los años, me iba quedando sin argumentos. Mi propia experiencia en el país cambiaba y se enriquecía con el paso del tiempo, y con él, un mayor entendimiento de lo que significaba estar en la sonrisa de África. Una sonrisa congelada, inquietante y que escondía auténticos dramas familiares. No hay muchas oportunidades de trabajo en Gambia. Taxistas, militares, policías, profesores, turismo y poco más. Y todo se reduce a supervivencia. Supervivencia en el sentido estricto de la palabra. Hoy tienes un euro para comer y mañana Dios dirá. Es cierto que existe una clase alta que vive bien, pero eso es otra historia.
Así que se embarcan, se lanzan a la mar que a veces es muerte, y es que muchos dicen que prefieren morir en el mar que morir en vida.
En 2014 el fantasma del ébola golpeó fuertemente la región. Aunque en Gambia no hubo ni un sólo caso el efecto fue devastador. Empezaba la temporada turística que se espera como agua de mayo y ni rastro de los blancos. La calle turística por excelencia vacía, bares vacíos, hoteles que echaban el cerrojo, taxistas que esperaban a unos clientes que nunca llegaban. Las expectativas de poder hacer algo de dinero en la temporada se desvanecían a medida que pasaban las semanas. El ambiente, aunque vacío, era pesado. De desesperanza y resignación. Muchas familias dependen del dinero que puedan hacer en esos meses de temporada turística y la mirada al futuro dolía más que nunca.
Dejé de convencerles sobre lo podrido que está Europa. Yo misma, quien había decidido emprender un pequeño negocio turístico esa misma temporada estaba moralmente por los suelos. Mi dinero estaba puesto en un barco de madera que tenía que llevar a las pieles blancas de excursión por el río.
Empecé a pensar como ellos. Salvando todas las diferencias y es que una es europeita y tiene un pasaporte que abre todas las puertas del mundo. Pero sentí la necesidad de que había que salir de allí y hacer dinero en Europa. ¡¿Dinero en Europa?! Y amigos y familiares con ánimos grises por la nube de la crisis ahora trataban de convencerme a mí, como yo había hecho con los gambianos, de lo mal que estaba el Viejo Continente.
Llegué a sentir la necesidad de Europa y aunque mi corazón se resistía a dejar los caminos de arena roja, sabía, como Musa y muchos otros, que el continente europeo no es el destino sino el medio. No es el dinero por el dinero, es hacer ese “muy poco” que allí es mucho. Es un exilio con la mirada siempre puesta en África como destino final. Es un producir aquí para construir allí.
Y es sin duda esa generación que se embarcó en pateras la que va a construir un nuevo futuro en África. Una generación viajada de mente abierta y que lleva a sus pueblos, aldeas y ciudades africanas la lección aprendida de Europa.