Barbarita dobla el vestido de novia mientras lo arropa entre papel de china morado para que las aplicaciones no se maltraten. Envuelve con cuidado los puños para que los encajes no se doblen y los botones de perla lleguen intactos al gran día. Lo mete en la enorme caja blanca y la anuda con un listón que lleva impreso el nombre de la tienda: Grandes Ceremonias. Quedó precioso, de muy buen gusto.
¿Cuántas veces ha empacado los vestidos de novia que ella misma cosió? Ya ni lo recuerda, entre tantas crinolinas, tules y sedas perdió la cuenta. Estira los rodetes de la cinta, los acomoda y, cuando el moño queda perfecto, toma la caja entre los brazos para entregárselo a la futura novia. La chica aplaude y sonríe, como lo hizo cuando recibió el vestido de primera comunión que Barbarita le confeccionó. Recibe la caja y la eleva por encima de la cabeza como si se tratara de un trofeo y ahora son sus amigas y su madre las que aplauden. Dan las gracias, liquidan la cuenta y salen de la tienda.
La campanita de la puerta que anuncia las entradas y salidas de los clientes tintinea y, una vez más, como sucede frecuentemente cuando entrega un traje de bodas, la gente susurra por lo bajo: "¿por qué Barbarita no se casó?". Casi siempre, la gente eleva los hombros o sacude la cabeza. Esta vez, la madre encañona a la hija con la mirada y se lleva el dedo índice a los labios. La mayor parte de las veces, a Barbarita no le importa, con el tiempo se ha acostumbrado a la pregunta. Pero esta vez sí le caló. Fue esa mirada de la madre y ese gesto de mando que decretó silencio. Fue la certeza de que conocían la historia.
Por lo general, como lo hace cada tarde, se hubiera puesto a contar los billetes y monedas en la caja, hubiera hecho el corte y llenado el reporte. O hubiera acomodado los botones, los carretes de hilo y los rollos de tela para entregarle cuentas a la señora Loló, la verdadera dueña de Grandes Ceremonias. Cuentas que no le pedían, porque la señora le tenía confianza a la empleada que primero había sido amiga de sus hijas. Pero esa tarde, Barbarita bajó la cortina antes del horario de salida, se sentó en una de las sillas de terciopelo frente al espejo de pruebas en donde atendía a las novias, se llevó la mano a las quijadas y suspiro. ¿Por qué Barbarita no se casó?
No fue que no quisiera, porque de querer, quería. Tampoco fue culpa del físico, no era una mujer hermosa: pequeños ojos castaños, nariz recta, orejas grandes, cuerpo como de reloj de arena aumentado, caderas amplias, pechos pequeños, pero no era de mal ver. Tenía un carácter risueño y le encantaba leer. De pequeña se dio vuelo con la colección de cuentos de Salgari que encontró en la biblioteca de su casa y de jovencita los libros de Concha Linares Becerra, de Rafael Pérez y Pérez y Luisa María Linares fueron sus favoritos.
Era frecuente verla caminar por los pasillos de su casa con el libro en la mano. Justino y Luis, hermanos mayores, los más cabezotas, le metían el pie o movían las macetas del corredor para hacerla tropezar, y ella caía cuan larga era, pero no soltaba el libro. Vicente, el gemelo de Victoria, salía a su defensa, pero Barbarita nunca agradecía, porque seguía con la nariz metida entre las pastas de una novela.
Cuando Jovita, la menor, una muchachita dulce con una miopía que no le permitía moverse sin traer lentes, creció, Barbarita le leía las historias de romances y juntas soñaban con los novios gentiles y galantes que, además de ricos, eran nobles y guapos. Por supuesto, ellas entraban en las novelas a formar parte de la trama y se sentían las protagonistas por las que los héroes serían capaces de surcar los mares, atravesar las tierras y sacrificar fortunas con tal de verse realizados en el amor.
Las hermanas vivieron aventuras que sus compañeras de escuela ni se imaginaban, participaron de bailes en castillos, lloraron la partida del protagonista sentadas en el balcón con vista al barranco y el corazón les saltó de gozo cada que llegaba el final feliz. Por eso, ni cuenta se dieron que los cubiertos de plata fueron sustituidos por los de acero, que estrenar ya no era tan frecuente y que su madre lloraba encerrada en su habitación. Por eso, fueron ellas las más sorprendidas cuando ese día llegaron las parteras a atender a su madre.
No se enteraron de que Doña Victoria estaba embarazada hasta que dio a luz a una niña blanca como los encajes de los vestidos de las novelas, que nació sin pelo y que tenía una fontanela en la cabeza que latía al ritmo del corazón. Si el embarazo dejó exhausta a la madre, el parto la dejó extenuada. No se pudo levantar del lecho durante noventa días.
Victoria, la gemela de Vicente, se hizo cargo de las labores de la cocina, Jovita se acomidió a lavar y planchar. Pacha, la única persona de servicio que quedaba en casa, se movía lenta para trapear y barrer la casa tan grande, por lo que Barbarita se hizo cargo de su hermana recién nacida.
El vínculo que la pequeña no pudo crear con su madre biológica lo selló a primera vista con su hermana. Para Barbarita, cuidar de la bebé era una maravilla: el papel de madre sustituta le sentaba a las mil maravillas, se parecía al de aquella que afloraba en la última historia que le leyó a Jovita. Sí, incluso la protagonista y su hermanita tenían la misma diferencia de edades: doce años. Por esa novela, le pusieron Catalina y todos le decían Catita.
Cuando Lucita e Irma, las vecinas de enfrente, llegaron con su madre, la señora Loló, a conocer a la bebita, Barbarita corrió a enseñarle a sus amigas a la recién nacida. Desde ese día, la niñita se convirtió en la mejor razón para divertirse. Jugaban a la comidita, a la escuelita, a muñecas, las de Lucita e Irma eran de porcelana, la de Barbarita era mejor, de carne y hueso. O eso le decía su mamá.
Cuando la niña cumplió tres años, Barbarita terminó el curso de secretaria ejecutiva. También conoció a Fulgencio, un muchacho parecidísimo a Jorge Negrete: cabello negro, engominado y peinado hacia atrás, patillas gruesas, bigote recortado, muy fino. Era alto, de piernas largas y brazos fuertes. Pero lo más valioso que tenía era que sabía pensar. También eso era lo malo.
Fulgencio sabía que las diferencias entre Barbarita y él, que era hijo de un chofer de taxi, que creció en un rancho, eran muy grandes. Ella era hija de una de las familias principales del pueblo, claro, ya no era lo mismo, pero la brecha entre ambos era grande. A Barbarita ese detalle le agregaba emoción, recordaba que en alguna novela había leído que los protagonistas no pudieron ser separados por las diferencias sociales y el amor salió adelante.
Coincidieron en el baile del Blanco y Negro, en el del Club Rotario y en el del Club de Leones, en el de la Virgen de la Asunción porque Fulgencio se las arreglaba para que lo dejaran pasar. Se iba muy elegante y combinaba los dos pares de pantalones con los tres sacos que tenía y siempre usaba la misma camisa. Barbarita lo único que sabía era que Fulgencio la veía y que no se animaba a sacarla a bailar. Pero el baile del Día del Grito, cuando todos en México agarran valor, ese día Fulgencio se atrevió. Le pidió su libretita y se anotó para bailar el vals. De ahí siguieron las cartitas que Pacha, previa propina, recogía en la plaza y le entregaba a Barbarita. Luego las visitas en el balcón de la casa, mientras su madre iba a jugar canasta a casa de la señora Loló, y las escapadas al Callejón del Hielo, en donde, por cinco minutos, se tomaban de la mano y se daban de besos como los que describía Concha Linares en sus novelas.
El mejor escudo para justificar cualquier escapada era la niña. Catita quería salir a pasear, Catita quería un dulce, Catita ya no se aguantaba encerrada en la casa… A Fulgencio el pretexto le servía para comprarle dulces a la nena y darle de besos a su novia.
Pero lo bueno no dura mucho tiempo, ni en las novelas, ni en la vida real. A Fulgencio le dio por pensar, un día le dijo a Barbarita que iría a la Ciudad de México a probar fortuna y cuando tuviera algo que ofrecer, regresaría. Desde luego, a Barbarita todo le parecía perfecto. Era evidente que, para ser felices, se debería recorrer el camino de héroe. El partiría y ella lo esperaría. Sí.
Fulgencio se fue.
Barbarita volvió a leer novelas de amor.
Y a cuidar a Catita.
Y a cortar hojas del calendario.
Y a esperar.
Fulgencio volvió. Ya no se parecía a Jorge Negrete, el bigote tan recortado tenía canas, el pelo había perdido espesor y el andar ya no era tan vigoroso. También había ganado algunos kilos y muchos billetes. Esa era su esperanza, que la cartera abultada zanjara diferencias, que Barbarita lo siguiera esperando. Llamó a la puerta. Casi se cae de espaldas. El tiempo se había detenido: la novia conservaba la misma figura, la misma piel lozana, el mismo peinado. Se llevó las manos a los ojos, se talló con fuerza. No, no se engañaba, estaba idéntica. El calendario había dispensado a su Barbarita, la había dejado intacta.
—¿Fulgencio? ¡Qué milagro!, ¿cómo está? ¿No se acuerda de mí, soy Catita?
—Catita, qué chula estás.
Unos pasos resonaron por detrás. Apareció una mujer con las caderas más aumentadas, mucho más, con la piel ajada y sonrisa embobada que se le echó al cuello. "Fulgencio, volviste", le pareció escuchar. "Sí, volví". De inmediato empezaron las visitas, ya no eran cartas. Los besos se daban en la sala ya no en el Callejón del Hielo. Muy pronto llegó la petición de mano y el escándalo se encendió en el pueblo. ¿Verdad que no te importa, hermanita buena? No, mi niña, ve con Dios. Catita partió con su esposo y Barbarita se quedó. Al poco tiempo se hizo cargo de Grandes Ceremonias. Las novias más elegantes del pueblo han lucido sus confecciones.
Barbarita se lleva la mano a las quijadas. ¿Por qué Barbarita no se casó?, las palabras siguen girando en su mente. Agita la cabeza y eleva la mirada. Abre el cajón de la cómoda y, para distraerse, vuelve a leer una vez más la novela favorita de Concha Linares Becerra.