Te adentras, como quien decide entrar al océano, caminando desde la playa con pasos irregulares, pero no logro saber si lo haces por voluntad propia o si no tienes más remedio. Le das la espalda al presente y resuelves perderte en ese universo tan tuyo en el que tengo miedo de no poderte alcanzar. En ese mundo que, aunque no lo sepas, tal vez estés modificando, pero, ¿a quién le importa si lo que recuerdas es exacto o está aderezado con imaginación?
Frunces el ceño. Es la contraseña que me indica tus intentos por acomodar esa montaña de pensamientos que se quedaron suspendidos en el imperfecto orden del archivero de tu mente. Son las reminiscencias a las que te aferras para no sentir que te disuelves, que desapareces. Sabes que últimamente repites demasiadas veces los mismos sucesos, que olvidas los nombres de las cosas y de gente que te es tan querida. Lo curioso es que sigues teniendo una gran facilidad de volver a los momentos que conformaron tu niñez. Te encanta narrar cómo eran las cosas en el pueblo.
Recuerdas con precisión la fachada de la casa de tus padres. Me describes con detalle la puerta y la cerradura en la que entra esa llave de otro tiempo. Dices que mide más de diez centímetros y que pesa alrededor de doscientos cincuenta gramos, pero olvidas dónde dejaste el llavero que te acabo de dar. Describes la aldaba y la manilla en forma de dedos que sostiene una bola de bronce para llamar a la puerta de casa de mis abuelos, pero no recuerdas el color de la tuya. A veces, no sé de qué hablas, pero cada vez que te refieres a la casa de tus padres parece que la luna llena se mete en tus ojos y el aire que respiras se vuelve más ligero. Me doy cuenta de que estás allá y te sigo la corriente. No sé si son sombras, imágenes nítidas o una simple ilusión, pero al contarme de ellos le imprimes un acento especial a la voz que se transforma en un murmullo antiguo.
Me dices que ahí viene Martes, tu primer perro, pero no recuerdas por qué le pusiste así. Describes las baldosas amarillas del piso con precisión. Ves gente que se asoma a las puertas que dan al corredor. Llamas a cada uno por su nombre, aunque no recuerdas el mío. Aplaudes al aire cuando me platicas del patio que fue pista deportiva, escenario de circo, lugar para partir piñatas y todo lo que la imaginación pudiera proyectar. Entras en el detalle de lo divertido que era jugar con tus hermanos. De repente, como sucede desde hace tiempo, te pones serio. Bajas las manos y jorobas los hombros. Sé que estás viendo las huellas de Alfonso, el hermano que siendo niño se fue al cielo por una tuberculosis que le dio por estar jugando en la huerta con los pies descalzos. Ves la silueta de tu madre, a quien no conociste porque se reunió con tu hermano quince días después de ese entierro. Antes, casi no la mencionabas, pero ahora hablas de ella muy seguido. Dices que la ves con frecuencia y que te llama.
Señalas, como si yo lo pudiera ver, el perchero en el que tu padre colgaba las cuartas, las riatas de trabajo y su sombrero al regresar del rancho. También la mesa en la que jugabas con mi tío a las damas chinas y el piano que te obligaban a tocar todas las tardes. Frunces el ceño y me queda claro lo poco que te gustaba hacerlo. Te paras y recorres la habitación pensando que caminas por esos corredores. Cierras los ojos cuando en un destello logras darte cuenta de que lo que me cuentas, ya lo has dicho varias veces.
No importa que empieces con tus relatos a deshoras de la noche, ni que confundas el hoy con el ayer. No intento hacerte entrar en razón, prefiero buscar otras zonas del cerebro que no hayan sido deterioradas por esta terrible enfermedad. Si quieres estar en casa de mis abuelos, si eso te hace sonreír y sentirte en paz, ¡que así sea! No pasa nada si dices las mismas cosas un millón de veces, ni si te olvidas de quién soy. Hay cosas que son preferibles no recordar. Prefiero que repitas mil veces lo mismo y que olvides que dejaste de querer a tu hija más amada.
Dicen que los recuerdos son imágenes del pasado que se archivan en la memoria. Pero para ti son mucho más: los tuyos son pensamientos caminantes sin senda que van a la deriva cargando nombres, sosteniendo historias, arrastrando anhelos y sofocando llantos y risas con olor a ausencia. Son cuerpos sutiles y autónomos que se encienden y se apagan obedeciendo un intrincado y desconocido patrón de elección.
¿Por qué recuerdas ciertas cosas y otras las mandas al cajón del olvido? Imposible saber qué es lo que ilumina en los corredores de tu cerebro lo que recuerdas y lo que no. Ciertamente no es la voluntad. En tu memoria habitan muchos tipos de remembranzas. Creo que son formas pequeñitas que navegan como barcos de papel en océanos bravíos. Aunque también pienso que son como buques de guerra en alta mar luchando ante la amenaza de desaparecer o veleros cargados de sueños pasados con cuentas, aromas y texturas específicas.
En ese espacio peculiar que formas con recuerdos, se encuentra un conjunto abigarrado por la añoranza de gente, de miradas y risas, de abrazos y besos, de raíces y tierra. Al evocar, imaginas: a veces creas cosas que en realidad no sucedieron. Traes la imagen al presente y te sientes tan cerca, pero sabes que no lo puedes tocar. No te importa, le das la espala al presente, corres como niño por las calles de la memoria y llegas a lo que ya no es ni volverá a ser.