Ha pasado un año y tres meses desde que nos abandonase una de nuestras más insignes y mejores escritoras y tan solo un discreto homenaje en la Biblioteca Nacional por el aniversario de su muerte se ha acordado de ella. Nada de documentales, ni programas especiales, ni mucho menos biopics. Estoy hablando de la sin par Ana María Matute (Barcelona, 1925-2014), la tercera mujer en ganar el premio Cervantes y con quien no puedo estar más de acuerdo cuando dice: "Si no hubiese podido participar del mundo de los cuentos y si no hubiese podido inventarme mis propios mundos, me habría muerto".
Aunque provenía de la burguesía catalana, sufrió la posguerra como tantos otros y lo contó magistralmente en Los Abel (1948), la deliciosa Pequeño teatro (1954) o Los soldados lloran de noche (1964). Como tantas y tantas otras narradoras de aquella España en blanco y negro (Dolores Medio, Mercedes Salisachs, Concha Alós, Carmen Kurtz...), tuvo que padecer la férrea y tantas veces arbitraria censura, que impidió la publicación de su novela Luciérnagas, finalista del Premio Nadal en 1949. Después, el machismo imperante la hizo sufrir al quitarle la custodia de su único hijo cuando se separó de su marido (ni pensar en el divorcio entonces). Después de un par de obras en los setenta, como la provenzal La torre vigía (1971) su voz se apagó por un largo tiempo, tal vez sumergida en recuerdos y viajes. Fue propuesta para el Nobel de Literatura en 1976, pero como tantos y tantos otros merecedores de este galardón, no se lo concedieron.
Matute vuelve con fuerza en 1996 con la que será su obra cumbre, su favorita y la que depositará en la caja del tiempo del Instituto Cervantes: Olvidado rey Gudú. No tiene nada que envidiarle a la posterior Juego de Tronos y se merece, en este renacimiento audiovisual español que parece que estamos viviendo, una serie o al menos una miniserie que abarque toda su complejidad, longitud y belleza. La historia es mucho más que el nacimiento, madurez y decadencia del reino imaginario de Olar: los odios, ambiciones, caprichos y guerras podemos llevarlas perfectamente a nuestra propia Historia. Aunque largo, te atrapa como un sueño de verano. Está escrito en el maravilloso estilo de Matute: un realismo tenue, teñido de lirismo modernista y de una magia sutil que casi parece una parte más del paisaje. Una lectura imprescindible.
Después vienen otra obra maravillosa obra de corte fantástico, Aranmanoth (2000), y ya de forma póstuma, sus memorias literarias infantiles, Demonios familiares (2014), fundamental para conocerla mejor. Pero la fantasía, aunque necesaria para soportar este áspero mundo, no puede convertirse en el único eje de nuestra vida: tenemos que vivir a ras de suelo. Ya nos lo decía Michael Ende, y también Matute: "Siempre he creído, y sigo creyendo, que la imaginación y la fantasía son muy importantes, puesto que forman parte indisoluble de la realidad de nuestra vida".