Cuando la enterré no me pasó por la cabeza que desenterrarla iba a ser todo un acontecimiento. Debería estar eufórica por la difusión que tendrá el evento. Sin embargo, regresar a este lugar que antes estaba lleno de jóvenes y hoy está vacío me deprime. Ya no se escucha el ruido de las fichas de dominó ni el murmullo de las pláticas, unicamente el sonido de los tacones que chocan contra el suelo. Recuerdo que antes podías perder el zapato al quedarte atorada en las uniones del adoquín y parecer una Cenicienta en los albores del milenio. Cosas del pasado, hoy casi nadie camina, los airsteps sustituyeron el calzado y flotar de un lado al otro es lo normal. ¿Quién diría que dar un paso tras otro se convertiría en una actividad exótica, un lujo reservado para gente privilegiada?
Ejerzo el privilegio. Recorro a pie los pasillos de lo que fue mi Universidad y hoy es un parque-muestra. La antigua biblioteca desapareció, al igual que todas las del mundo, el día del accidente. Ninguna agencia de inteligencia en el mundo supo explicar lo que sucedió, ningún grupo terrorista reivindicó el ataque. El planeta se quedó sin libros. Los pocos que quedaron se convirtieron en el objeto de deseo de coleccionistas privados. Fue una suerte que conservara algunos ejemplares de Hermana querida; en los portales de subasta se convirtieron en fetiches que se cotizaron en precios que siguen rompiendo records.
Los jardines del lugar sigan tan cuidados como entonces, el aroma a pasto recién cortado me recuerda los picnics y el sabor al sándwich de las horas libres entre clases. Las aulas, las bancas y los pizarrones se les muestran a los alumnos en los cursos de inducción en línea para recordar cómo eran las cosas antes de que las clases digitales y los avatares sustituyeran a las cátedras presenciales y a los maestros de carne y hueso. El edificio de las oficinas administrativas sustituyó los escritorios y las crucetas por salas de reunión virtuales, todo el personal hace home office.
Escucho el tic del dispositivo que insertaron en mi oído, ya nadie le dice chip, solo los viejos. Me informan que los satélites están en posición para transmitir el evento que será visto en las pantallas de todo el mundo. Elevo la mirada y asiento, otro tic me informa que ya saben que estoy a punto de llegar. Apresuro el paso, me cuesta trabajo creer que estoy tan virtualmente acompañada cuando no hay un alma en este recinto.
Tal como lo solicité, apoyada en el tronco del árbol está la pala, otro objeto exótico que los del staff de producción no dudaron en conseguir para hacer las cosas a mi manera. Les divierten mis extravagancias de gente de otro tiempo, les cae simpático ver las arrugas alrededor de mis ojos y el color de las canas. Solo a mí se me ocurre la rareza de lucir la edad, todos usan esas mallas que le dan uniformidad al cutis y tono al cuerpo, son cuadrículas personalizadas que le proprocionan al ser humano la apariencia de ser porsiempreveintiuno. Lo raro es que me encuentran bella. Lo viejo les causa curiosidad y veneración. Son curiosos estos tiempos. Los ancianos estamos de moda, menos mal que cuento con la súper píldora que revigoriza el cuerpo.
Reviso las raíces del árbol que sobresalen de la tierra y busco la marca que me indica el lugar. Un escalofrío me recorre el cuerpo. ¿Y si no la encuentro? Me recrimino no haber tomado previsiones, no haber venido con anticipación. Pero, todo forma parte del vértigo de asomarse al pasado. Al encontrar la marca, el corazón se paraliza y en un segundo vuelve a bombear la sangre que le faltó al cerebro. Imagino que así le sucedió al arqueólogo que descubrió Pompeya, otro parque-muestra abandonado.
Los bips en el oído me indican que el rating es muy alto y que se incrementa en nanosegundos. Fue un éxito llamarle al programa la “Aventura de Uruk”, en honor a la muralla en cuyos cimientos se encuentra enterrado el primer poema de la Humanidad. Las primeras líneas de la obra son las instrucciones para encontrar la piedra de lapislázuli en la que están inscritas las Aventuras de Gilgamesh. Encajo la punta de la pala y saco la tierra a cucharadas, en segundos encuentro el tesoro: la cajita de Olinalá que contiene nuestra cápsula de tiempo. Está intacta. Me alegro de que en aquellos años optáramos por la forma tradicional en vez de la digital, en estos días hay muchas de esas; está según los expertos de la Sociedad Internacional de Cápsulas de Tiempo, es de las pocas que quedan. La Cupaloy de Westinghouse y la del Observatorio de Griffith desaparecieron el día del misterioso accidente de las bibliotecas. La suerte sigue de mi lado, el cofre de madera, en su sencillez, logró abatir la prueba del tiempo. En tiempo real la noticia de que la cápsula está intacta toma las cuatro columnas de los diarios digitales del mundo.
Retiro la tierra de la tapa con el dorso de la mano. Ahí estaba el gorrito de papel periódico que hizo Carlos, el llavero del Gordo Reyes, el cassette del albúm The Reflex de Duran Duran, la botella de AquaNet de Bibiana, el estuche de la HP12C de Arturo, el examen de matemáticas financieras de Juan Manuel y una caja de gises de colores que yo puse hasta el fondo. Eso está en perfectas condiciones. La estampa con la tabla periódica está parcialmente destruida y la calcomanía con las siglas de la Universidad se hizo polvo al entrar en contacto con el aire. El libro de Ética del padre José Rubén Sanabria es un montón de cenizas. Lástima, de ese libro no existe un respaldo electrónico.
Los bips me indican que el programa ha sido un éxito. Los tics me informan que el depósito de varios dígitos ya se hizo a mi cuenta de cheques. El silencio me dice que los satélites ya apuntan en otra dirección y los encabezados de los periódicos del mundo ya dejaron de ponerme atención.
Abrazo la cápsula del tiempo y enseguida la devuelvo a la tierra. La cubro con cuidado y sacudo las manos para librarme del polvo. Camino sobre el adoquín de lo que fue mi Universidad. Es curioso que el mundo busque fetiches del pasado y no se dé cuenta de lo que son estos parques-muestra que fueron el alma mater de generaciones. Nadie se asoma a ver las bancas, ni sabe lo que se escribió en estos pizarrones, ni entiende lo que fue escuchar la voz de un maestro. Quedaron en el olvido los torneos de dominó y los tableros de ajedrez, las tazas de café americano y los brownies que daban sabor a las pláticas. El silencio es tan pesado que la bibliotecaria más estricta sudaría frío. No hay quien se entere de que esas son las verdaderas cápsulas en las que se contiene el tiempo.