Seguramente no lo esperaría Marx, para quien nuestra vida relacional, cultural y espiritual constituyen diversos niveles de una “superestructura” determinada por la vida económica. Ni tampoco los economistas clásicos, como tampoco los potentados más cínicos, para quienes es la economía lo fundamental y lo demás patrañas algo molestas.
Pero algunos grandes sabios han concebido el estado de la conciencia como lo decisivo respecto a los aspectos materiales, emocionales e intelectuales de la vida. Y también algunos genios políticos han concebido la sociedad feliz como expresión de una condición sabia y virtuosa de la mente individual. Así Licurgo, el fundador de Esparta; Solón, el legislador de Atenas; Sócrates, Platón, Aristóteles y otros filósofos antiguos, cuyas formulaciones solo difieren en que ofrecen diversos modelos conceptuales respecto a la virtud; y Rousseau, con su desdén hacia la civilización y su fe en el amor natural hacia el bien común que le sería posible a una humanidad sana y espontanea, libre de la peste de la civilización. Y ¿qué decir de Nietzsche, poeta místico y político a quien le sobraron tanto “Dios” como el yo, y la misma Verdad?
A mi parecer, la conciencia es nuestra única esperanza en el momento histórico presente, en que la inconciencia nos hace arrogantes y crecientemente destructivos, hasta el punto que ni siquiera podemos decir que nuestra actual forma de vivir nos garantice la supervivencia.
No entraré ahora en temas tales como el fenómeno climático, la polución de la atmosfera, el envenenamiento de las aguas o la pestilencia por insalubridad masiva, ni tampoco en la crisis económica, pues me interesa concentrarme aquí la idea de que todas estas sean consecuencia de un deterioro de la conciencia que se expresa en ceguera, falta de corazón y robotización-- todo ello bajo el manto de la mediocridad.
Nos estamos yendo a pique por mediocres. Es decir: espiritualmente insignificantes; ya que en vez de encaminarnos a una condición sabia y virtuosa nos hemos vuelto cargas para nuestros semejantes y para la vida que nos rodea.
Ya al tratar de uno de los males extraeconómicos de la economía insinué que un “vicio” puede remediarse con un “antídoto” al explicar como el espíritu policial, moralista y represivo que tanto daño acarrea para el desarrollo humano podría ser corregido a través de una labor de innovación cultural que se propusiese al cultivo del espíritu dionisiaco.
¿Será posible, análogamente, remediar la cobardía que subyace al espíritu autoritario y lo perpetúa? Si no fuese posible remediar el sometimiento temeroso a la mente patriarcal convencional con una política sabia que fomentase el cultivo del espíritu de coraje heroico como se dice que practicaban los espartanos, debiéramos en todo caso interesarnos en reducir la sumisión, inhibición o violencia defensiva de las personas a través de una crianza y una educación menos autoritaria.
No aparece la cobardía entre los pecados capitales cristianos (aunque ha llegado hasta nosotros una traducción precristiana que la incluyó) y supongo que se la haya “borrado del mapa” como inconveniente a las autoridades, que siempre se han afirmado a través del castigo y la amenaza. Pero no atravesamos en nuestro tiempo por un “cambio de paradigma” en que reconocemos la creciente inoperancia del poder violento?
Se manifiesta la cobardía a veces en los cobardes como inseguridad, timidez y “debilidad de carácter”, y sabemos como en el curso de la historia de Europa las masas de cobardes constituyeron la fuerza de los tiranos más vehementes. Es natural que los débiles sigan a los fuertes, y es muy comprensible que el miedo busque su seguridad en los poderosos. Pero otras veces el miedo no aparece como miedo sino como rigidez fanática de aquellos que, en lugar de someterse a autoridades visibles y personales, se someten a ideología, creencias, ideales como el famoso Don Quijote, tan independiente del parecer de quienes lo rodeaban, pero empecinado en seguir al caballero andante de sus sueños, o como los nacionalsocialistas. Y otras veces los miedosos parecen osados y audaces, como el capitán Matamoros (o el capitán Spavento de la Commedia dell’Arte, o Scaramouche) para quienes la mejor defensa es el ataque. En este caso se habla de carácter paranoide, que es excesivamente agresivo, pues ve enemigos donde no los hay y proyecta sobre ellos sus propias malas intenciones.
Pero ¿no se puede decir que somos todos paranoides? Desconfiamos no solo de nuestros semejantes, sino de nosotros mismos y hasta de la naturaleza. Como sugieren tantos films de ciencia ficción, la aparición de organismos extraterrestres siempre se representa como monstruosa y malévola. Y a tanto llega nuestra desconfianza en la naturaleza (que compartimos con los demás animales) que se puede decir que la civilización misma se ha acompañado de un proceso de auto-domesticación de nuestra especie mediante la cual cada generación le enseña a sus hijos a volverse contra su placer espontaneo y su vida instintiva. Es por esta desconfianza básica, precisamente, que no nos permitimos sentirnos intrínsecamente buenos y necesitamos una sociedad policial y hasta una mente policial--que equivale a llevar un juez acusatorio dentro de nosotros mismos.
Si tomásemos en serio esta comprensión de que nuestra implícita paranoia no solo nos hace infelices sino que destructivos, deberíamos interesarnos mucho en el cultivo de una actitud contraria, que podríamos llamar confianza o fe-- solo que fe en la vida y no una fe en los dogmas de un sistema de creencias. Pues uno que confía en la vida acepta la vida como es y, en la medida en que confía en sus propias capacidades, no necesita controlarlo todo; y quien no lo tiene que controlar todo puede fluir con la vida y hasta en cierto modo volar, así como vuela la mente de la gente más creativa.
He leído en alguna parte que en respuesta acerca de la más importante pregunta que puede la ciencia plantear acerca del universo, la respuesta de Einstein fue que “si es benévolo”, y naturalmente una respuesta afirmativa a ello calmaría nuestra desconfianza de lo desconocido, ya se trate de extraterrestres, rusos, negros o jóvenes consumidores de marihuana. Pero ¿no deberíamos preocuparnos seriamente del antagonismo que albergamos hacia nuestro ser verdadero, por desconfianza en cuya bondad sometemos a nuestros descendientes una crianza y una educación enajenante?
Ya en la prehistoria aprendimos los humanos a “erigirnos por sobre la naturaleza” y a demonizarla como el fruto prohibido de la serpiente maligna, y así como hemos sido domesticados, castrados y condicionados durante nuestra crianza, educación y (no menos ocultamente) por los expertos en nuestras pantallas de televisión, aprendimos la disciplina de “poner en su lugar” (es decir en el sótano oscuro de nuestras mentes) a nuestro animal interior despreciado. Pero nuestra naturaleza instintiva se ha vuelto contra nosotros convertido en un mundo pasional tan voraz como agresivo, que nos domina a través de su seducción en mayor medida de la que creemos haber dominado nuestros instintos-- confirmando así el viejo dicho cristiano de que “el mundo le pertenece al diablo”. Si el mundo tiene arreglo, entonces, pienso que ello tendrá que pasar por una transformación de la crianza y de la educación, para que estas se orienten más hacia la liberalización del individuo respecto a las cadenas de su condicionamiento y de sus hábitos. Solo entonces recuperaríamos el coraje de servir a la vida en vez de obedecer a las reverberaciones de una autoridad paterna acostumbrada a través de los milenios a una pasión enfermiza por el mando.
Pese a lo mucho que han abusado de la supuesta voluntad de Dios tanto las autoridades religiosas como políticas y morales, nos serviría la idea de sintonizar con una voluntad cósmica, abriendo nuestro oído a la inspiración que les llega a quienes están dispuestos a ”obedecer hacia adentro”.