"Dos dudas en que escoger
Tengo y no sé cuál prefiera".
Redondillas, Sor Juana Inés de la Cruz
Ayer tuve el privilegio de dar clase en el salón 33 del Gran Claustro, justo arriba de donde se encuentra la celda que ocupaba Sor Juana Inés de la Cruz. La misma que se encuentra en el soto coro del Auditorio del Divino Narciso y donde se escribió la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. Con solo entrar al edificio que fue el convento donde habitó la monja jerónima más famosa de México, se entabla un diálogo sutil que va subiendo de volumen conforme se caminan sus pasillos, se encuentran las escaleras que llevan al segundo piso y se admiran las pinturas que en su época conformaron la decoración de este antiguo convento. Sin embargo, parece que es un diálogo que pocos escuchan.
Los techos de doble altura, los pisos de tablones anchos de madera, los muros tan blancos y esas ventanas largas y rectangulares que dan vista a la calle de Izazaga abonan a entrar en el ambiente en el que se escribieron redondillas, sonetos, romances, obras dramáticas y ensayos. Afuera era el bullicio de los coches, de la gente corriendo, del autobús y de los puestos de ropa y fritangas que rodean la estación del metro, de la prisa para que la tarde no sorprenda al caminante antes de llegar al destino, de los que esquivan los charcos que dejó la llovizna. Dentro, el silencio de los alumnos haciendo examen.
Todos estaban concentrados, con la nariz metida entre las hojas de papel, moviendo la pluma rápidamente, centrando su atención en la búsqueda de las respuestas adecuadas. Todos como recluidos entre los muros de la mente, jorobados sobre el escritorio, con la cara seria y los labios apretados. Algunos, de cuando en cuando, miraban al techo, como buscando a la musa que les pudiera traer la contestación adecuada o, por lo menos, una respuesta que no habían estudiado.
Las respiraciones acompasadas, el sopor que invade después de la hora de la comida, el bochorno que se da cuando ya pasan las cuatro de la tarde, llenaban el salón con una especie de adormecimiento ingrávido. Caminé entre los pasillos que se forman con las bancas y, después de verificar que todos estaban avanzando en las respuestas, me senté en el escritorio. En ese momento sucedió.
Por un instante, tuve la impresión de que ya había estado ahí, que eso ya había pasado y que yo había visto antes esas caras concentradas, esas miradas fijas en las líneas del examen y esas manos que se movían rápidamente los bolígrafos anotando oposiciones. Ese olor a tinta nueva sobre el papel, ese murmullo de la punta del lápiz sobre la hoja no eran algo novedoso. Fue esa sensación extraña de haber vuelto sobre mis propios pasos, pero… ¿Cuáles? (Monólogo interno)
Era la primera vez que me tocaba un salón en el Gran Claustro. Antes me habían asignado salones en el ala del callejón de San Jerónimo o frente al Patio de Gatos. Allá los salones son más modernos, equipados con computadoras, proyector, audio digitalizado y sonido multicanal y, aunque están rodeados por la atmósfera de este asombroso lugar, no dejan de tener el sabor de lo actual. Pero aquí, las vigas que soportan el techo tienen un gusto distinto, una fragancia especial. Incluso las manillas para abrir la puerta del salón evocan otro tiempo y parece que abren el portón de un túnel que nos transporta a la época virreinal. El pizarrón, los plumones y el borrador son detalles anacrónicos que ayudan a la sazón del espacio.
Fue un segundo, en el que sentí que estaba en alguna habitación de casa de mi abuelo, o en San Juan de la Penitencia, donde viví en Toledo, o ya de plano, en la celda con Sor Juana. Más bien lo último, aunque en realidad era como sentirme testigo de una situación nueva, previamente vivida. Así, en una especie de vapor que me hacía flotar y me envolvía para hacerme sentir en un estado alterno de cosas, se me esacapó una sonrisa bobalicona. Casi, casi podía escuchar los pasos de las monjas jerónimas que vivieron ahí y por poquito me pongo a platicar con la Décima Musa. Podría asegurar que vi una sombra que se proyectaba a lo largo del corredor. Me atrevería a decir que vi el reflejo de un hábito negro. Pero fue eso, un segundo.
La elasticidad del tiempo me entrega dos dudas en que escoger y no sé cuál prefiera. ¿Qué explicación dar? Émile Boriac llamó a estos episodios déjà vú, que es tener la sensación de ser testigo de una situación nueva que ya se experimentó. Freud diría que son deseos reprimidos que encontraron una ventana para salir, para Carl Jung eran una alteración del inconsciente colectivo. Últimamente se ha llegado a la conclusión de que son una anomalía del cerebro que se empeña en dar la falsa impresión de recordar una experiencia que en realidad se está viviendo. Por eso, entre que se estira el presente y se encoge el pasado, no sé qué creer.
Los renglones sobre los que se escribe la memoria forman laberintos intrincados. La otra opción para calmar la duda es escuchar esas voces que dicen que hay un tercer ojo místico o que quienes experimentamos estos episodios somos personas con el umbral de la precepción muy bajo y, por ello, se logran advertir esas sensaciones que sucedieron en el pasado, a uno mismo, o a otras personas.
Pero, en ese instante, en el que quizá hubo una superposición de las piezas de mi sistema neurológico o que la sensibilidad abrió una puerta, la novedad que trae cada segundo me pareció vieja, ese específico olor a tinta, esas caras concentradas, ese silencio tan peculiar, juro que ya lo había vivido. O, tal vez, ya lo había vivido alguien más y quiso compartirlo conmigo. Ese juego de ecos puede ser una armonía de equívocos, esas profundidades puede que sean algo o sencillamente un hoyo oscuro, esos aromas que pueden ser pistas o simplemente nada. Dos dudas en que escoger tengo y no sé cuál prefiera.
"¿Y si eligiera la que más me gusta? Sí porque si…
"Daros gusto me ordena la obligación, es injusto que, por daros gusto, haya yo de tener pena. Y irracional parece este rigor que se me infiere…”(Sor Juana Inés de la Cruz, Redondillas).
En ese instante, en el que se estiró tanto el tiempo pude percibir las palabras que me ayudaron a decidir. Elijo creer que estuve en la celda con Sor Juana en vez de dar crédito a que se me están apagando las neuronas. No me interesa si fue una alteración del inconsciente colectivo o un deseo reprimido. Tal vez fue todo, ¿quién no quisiera presumir que estuvo en la celda con Sor Juana?
—Maestra, la voz de un alumno me hizo caer de la nube — tengo una duda.
El ruido de la calle de Izazaga, la lámpara que cuelga del techo, el correr del segundero y la pantalla brillante del teléfono celular me regresaron al salón de clases del que en realidad nunca salí, ¿o si? O, no salí, pero llegué a otro tiempo. O, fue solo un episodio causado por el privilegio de dar clase en el salón 33 del Gran Claustro, justo arriba de donde se encuentra la celda que ocupaba Sor Juana Inés de la Cruz y donde se escribió la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. Dos dudas tengo.