No me aquejan problemas inéditos para el común de las personas. El desencuentro con los hijos figura entre ellos y tal vez sea uno de los más difíciles de sobrellevar en las rutinas cotidianas. Me ocurrió con mi hijo Alberto, porque sin padres ni esposa, y a falta de más progenie, no tengo oportunidad de otras malquerencias familiares. La paciencia, por suerte, ayuda a superar los peores contratiempos, incluso los que en un principio se pergeñan como un mal irreparable.

El divorcio me había golpeado de modo imprevisto, lo sufrí como una verdadera quiebra existencial. Cinco años después de disuelto mi vínculo matrimonial con Verónica, la madre de Alberto, seguía retraído ante la idea de volver a emparejarme, por miedo a un nuevo fracaso. Pero la custodia de mi hijo me había servido para intimar con el chiquillo de un modo gozosamente desacostumbrado, tal vez inalcanzable con la presencia de una madre. En otra situación, jamás habría obtenido una conciencia tan fiel de sus temores infantiles o de los primeros atisbos de madurez de su carácter, ni de tempranos e improbables planes de futuro aún decantados por la fantasía.

Panorámica tan singular de la evolución psicológica de Alberto, pulida en el ejercicio de una tutoría estrecha, era la experiencia más satisfactoria de mis casi cuarenta años. Nuestro diálogo a dos voces me regocijaba, más que nada en esta vida me había satisfecho nunca. Quién iba a pensar que ese vínculo aparentemente robusto podía quebrarse con ocasión de una simple vivencia adversa; tras el desenlace sorpresivo de una jornada intrascendente que dejó huella profunda en Alberto, debido al ambiente de inquietud que fui tan torpe de crear.

Estábamos de visita en el pueblo de X. Recuerdo que era sábado. Habíamos deambulado por sus calles estrechas, empedradas y silenciosas, donde presumen los lugareños de que las puertas no conocen el tacto de la llave, gracias a la probidad del vecindario.

Ya caía la tarde cuando fuimos a visitar la célebre fuente local, a cuyas aguas se atribuyen virtudes sanatorias; se encuentra fuera del pueblo, al pie de una cuesta respetable, junto al camino hoy rotulado como calle y ennoblecido por el asfalto. Como dos centenares de metros cuesta arriba están las últimas casas del núcleo urbano, la gran mayoría ruinosas y deshabitadas, en deletéreo contraste con el flanco opuesto del caserío, muy animado por ser escala de la carretera general además de conjunto pintoresco.

La fuente brota en el paladar umbrío de una pequeña gruta natural. Sus aguas se abrían paso antaño entre piedras de rugosidad desbravada por almohadillas de musgo, para dar vida a un arroyo que cruzaba el camino y se escurría ladera abajo, hacia la sima del valle. Hoy, ya canalizada, su chorro raquítico se precipita desde la boca del caño dentro de una pila de piedra clara y pulida, aferrada al suelo.

No hace tantas décadas que las mujeres todavía bajaban a la fuente a lavar la ropa; junto a la pila sobreviven dos amplias losas de superficie acanalada, donde se restregaban las prendas con ese movimiento maquinal, casi un castigo, que agotaría al hombre más embarnecido. También, cómo no, se acercaban las féminas con sus cántaros a recoger agua, benéfica según cuentan para la digestión, los cálculos renales y la gota, aunque la ciencia moderna carezca de pruebas que confirmen tales propiedades.

Frente a la fuente y al otro lado del camino, que es bastante ancho, han levantado un murete de piedra a modo de quitamiedos, para evitar que el tajo de la ladera infunda pánico a los conductores que avanzan pendiente abajo. Allí fuimos a sentarnos Alberto y yo, de espaldas al abismo, cual símbolo de nuestra inconsciencia.

Alberto no era más impresionable que cualquier otro chaval de su edad (tenía entonces 10 años), pero su propensión a las películas de vampiros, las novelitas de zombis y los programas televisivos de misterios de diverso pelaje lo incitaban a un ensimismamiento temeroso. Y así sabiéndolo, si no quería turbar la entereza de su ánimo, ni condicionar la deriva de sus pensamientos hacia imágenes y ocurrencias que pudieran obsesionarle, ¿por qué se me ocurrió contarle aquellas historias de brujas y aparecidos con escenario en la fuente de marras?

Eran relatos compuestos a retales, con muchas piezas de mi autoría improvisadas sobre la marcha. Desde luego, la atención que Alberto me deparaba no podía menos que halagarme… ¡Ojalá se hubiera debido a mis dotes de narrador!

Hablando de magias y aparecidos nos alcanzó el crepúsculo, momento en que el viento cambió de orientación para barrer los calores de la tarde. Sentí sobre la piel el estremecimiento del sudor sorprendido por la brisa fresca que bajaba de las cumbres. El hálito ardiente del valle quedó comprimido contra su sima, pero no me pareció amenazador el mar de nubes metálicas que se cernía sobre nuestras cabezas.

Al bajar la vista del cielo a la tierra vi a una mujer –por sus ropas– muy anciana –así lo sugerían la espalda tronchada y los andares rotos, como si caminara entre terruños– que bajaba desde el pueblo hacia la fuente, cántaro en mano.

Aquella figura parecía extraída de uno de los grabados decimonónicos que ilustran las crónicas de los viajeros románticos. Un pañuelo le cubría los cabellos y casi todo el rostro, el cual, velado también por la inclinación cansina de cuello y cabeza, apenas nos mostraba una boca de labios desdibujados sobre la barbilla huesuda y afilada, de piel pálida como papel ajado. Llevaba un gran delantal –única prenda de mustio gris, manchada como de humedades, sobre el negro común al resto de las ropas– atado al cuello invisible y la cintura exprimida. Su atavío se completaba con blusón, medias que parecían de lana sin lavar de muchos años, raídas y sucias, y abarcas en no mejor estado, renegridas de uso y descuidos. En suma, una estampa pintoresca si se hacía omisión de su desamparo, propia de esos ancianos que se debaten entre la pobreza y el desequilibrio mental.

Extravagante y desoladora a partes iguales, la anciana enlutada –así supuse– llegó hasta la fuente, se agachó con dificultad, como un mecanismo que precise de varias fases para plegar el conjunto de sus piezas y engranajes, y colocó el cántaro bajo el chorro del agua.

–Fíjate –musité al oído de Alberto–, todavía hay gente que cree vivir en el pasado.

Siempre he sido hombre discreto y nunca tuve otro sentimiento que la compasión hacia quienes se convierten en objeto de mofa de las gentes más crueles. Sonará solemne, cursi incluso, pero yo soy así y me gusta decirlo. Por ello calculé bien el volumen de mi voz en el momento de la confidencia, seguro de que no habría posibilidad de molestar a la anciana con mi comentario. Pero no fue así. Para mi asombro, la mujer se giró un par de grados hacia nosotros y, sin llegar a afrontarnos, lanzó una suerte de graznido que interpreté como expresión de clamorosa contrariedad. No entendí nada de lo dicho, pero tampoco me extrañó, pues supuse que la invectiva había sido lanzada en el dialecto local, difícil de comprender para el foráneo.

–¿No será una bruja? –preguntó Alberto casi en un suspiro, de repente lívido, mientras la anciana regresaba cuesta arriba hacia el pueblo, renqueante pero segura una vez cumplido su recado.

Reí de buena gana la ocurrencia. Hasta el punto de ruborizarlo, momento en que corté la chacota de raíz. Y pensé que el curso próximo, hora sería de diversificar sus lecturas hacia libros más serios que esos cuentos absurdos de zombis y chupasangres.

Interrumpió mi reflexión el redoble violento de un trueno, dilatado en su rodar como la amenaza de un fingido bravucón que no pretenda pasar a las manos. Sin embargo, finalizado el estruendo se volcó sobre nuestras cabezas el caldero de las nubes, más oscuras aún que el cielo nocturno.

Echamos a correr pendiente arriba mientras el aguacero nos azotaba cara y cuerpo, azuzado en su agresividad por el vendaval. Conforme más aprisa intentábamos correr, mayor furia mostraba la tormenta ante nuestro intento de fuga.

No éramos los únicos castigados por los elementos. Cuesta arriba, aquella mujer con trazas de despojo, a quien la vida parecía penderle de un jadeo, remontaba la cuesta contra viento y marea, a un paso regular en su dificultad y por cierto muy eficaz, porque ya casi coronaba el repecho.

Mal que bien ascendimos a su zaga, pero lo peor estaba por llegar. Al pisar la linde del pueblo, junto a las primeras casas ruinosas, la tormenta adquirió visos de huracán. La calle era un torrente enlodado que pugnaba por arrastrarnos pendiente abajo, con su caldo sucio y denso por encima del rasero de nuestros tobillos, y el manto de agua celeste caía tan tupido que el resplandor de las farolas se diluía en un brillo difuso, de mensaje perdido.

En un momento dado nos quedamos clavados contra una pared, por completo exhaustos y desvalidos ante la furia de la naturaleza, a la que solo podíamos enfrentar la impotencia de nuestros cuerpos abrazados. Vi entonces de refilón que la anciana, inalcanzable a pesar de su paso cansino, abría una de las contraventanas que dan acceso a esas casas rústicas de una planta, típicas del lugar, cuyo umbral apenas suele cerrar una cortina de cuentas.

Era una casa pequeña y destartalada de canalón agujereado, revoco raído y tejas invadidas por hierbajos; tan desastrada como su habitante, pero refugio al fin y al cabo.

Estiré violentamente del brazo de Alberto, que se resistía a moverse, y a duras penas avanzamos los treinta o cuarenta metros que distaban de aquel hogar promisorio, con la realidad difuminada por la pátina de lluvia que se pegaba a los cristales de mis gafas como un emplasto viscoso.

Llegado a mi destino, abrí la contraventana con toda la violencia de la desesperación y me lancé raudo hacia el interior, mientras intentaba excusar mínimamente mi irrupción:

–¡¡¡Seño…..!!!!

Mentiría si dijera que desperté en el suelo, pues no perdí el conocimiento, pero de golpe y porrazo –¡nunca mejor dicho!– me hallé sentado en medio de la torrentera en que se había convertido la calle, salpicado por la sangre que manaba de mi nariz desviada y más cegado aún por el siniestro total de mis gafas, hechas añicos contra el muro de ladrillo que tapiaba el umbral de la casa.

La contraventana quedó abierta a merced del viento, y el chirriar de sus mohosas bisagras me recordó el graznido de la anciana, esta vez jocoso.

La suerte vino en auxilio de nuestro desamparo en forma de automóvil. Un vehículo subía trabajosamente la cuesta y su conductor, a pesar del chaparrón, se detuvo atento a socorrernos. Él fue quien nos llevó hasta el ambulatorio más próximo, donde atendieron mi fractura nasal. Pero las peores heridas fueron las del alma.

Después de aquel episodio desgraciado perdí la confianza de Alberto. El chaval quedó tan impresionado que se sumió en un vórtice de supercherías de lo más macabro. Llegué a temer por su salud mental. Nada podía hacer para combatir ese delirio, y lo cierto es que porfié contra sus creencias mucho menos de lo que en rigor correspondía, porque yo mismo había sido tocado en la línea de flotación de mis convicciones más racionalistas. Así que Alberto y yo convivimos durante años en una reserva total, vigilando recíprocamente nuestros actos con una suspicacia que parecía científica, por atenta y detallista, pero también propia de locos, por lo obsesiva. Una larga incapacidad para el diálogo que tuvo su comienzo en aquel anochecer primaveral, maldito sea por el tiempo perdido.

Han pasado ya, por suerte, los años oscuros de nuestra relación, en los que Alberto proyectó sobre mí, en forma de desdén, la marea incontenible de tantas preguntas sin respuesta, y yo sobre él la rabia de mi impotencia. Gracias a la vida, que nos ha dado tanto y salido al paso con otras ataduras, tareas y distracciones, hemos logrado arrumbar ese lapso en el desván de los malos recuerdos, cerrado con siete llaves.

Hace más de dos años que no hablamos de ello. Alberto está ampliando sus estudios de física en Estados Unidos; tal vez su interés por el mundo cuántico sea depurado trasunto de aquel tiempo de zozobra. Yo sigo solo, reacio a la sola idea de emparejar; llámenme raro si les parece, pero simplemente amo mi libertad.

Vivo sosegadamente mis rutinas, ajeno a otras preocupaciones que no sean las dispensadas por los caprichos de nuestra cotidianidad, pero admito que en noches de tormenta como esta, mi mente saca a pasear sus peores recuerdos y se enfrenta a aquello contra lo que no puede luchar, pues resultan vanos todos sus esfuerzos para comprenderlo.

Me consuelo pensando que tal vez fuéramos víctimas de un malentendido tan cruel como absurdo. Que bajo el aguacero, tras la prisión anegada de mis lentes no distinguí la entrada por donde se introdujo la anciana, y fui a estrellarme no contra un prodigio, sino contra un fallo de cálculo. Pero, qué quieren que les diga… ¡Mil veces juraría que entró por esa puerta inexistente!