En ocasiones, es arriesgado adentrarse en los caminos del recuerdo y la nostalgia, porque nos abocan a idealizar absurdamente situaciones. Sin embargo, es obligado caminar de vez en cuando por ese paraíso de la infancia –donde creamos y forjamos lo que hoy somos sin cortapisas– disfrutándolo, observándolo con ternura, entendiendo mejor sus lecciones. Por eso, es justo homenajear a quien entendió y trabajó porque la belleza de la palabra construyera la vida de miles de niños y adultos. Es el caso de Gloria Fuertes García (Madrid, 1917-1998).
Cómo una humilde hija de costurera y portero nacida en el castizo barrio de Lavapiés, acabó dando clases en Estados Unidos o recibiendo el más prestigioso galardón de literatura infantil –el Hans Christian Andersen en 1975– parece algo tan mágico y surrealista como su escritura. Ella decía que “la poesía es el género más difícil y fácil de la literatura, el más corazonal. Es decir algo intensamente y muy bien dicho”.
Alguien tan precoz que con cinco años escribe e ilustra sus propios cuentos, con catorce publica su primer poema –“Niñez, Juventud, Vejez “– y con diecisiete publica su primer libro –Isla Ignorada– desde luego está demostrando no solo un amor a una profesión, sino un talento fuera de serie; una sensibilidad extraordinaria capaz de transformar el punto de vista pragmático por una verdad sincera, que viste de ironía y ternura temas dolorosos como la soledad o la exclusión, abogando siempre por la paz y la palabra.
Uno no empieza a leer poesía con las Rimas y leyendas del gran Gustavo Adolfo Bécquer o los Veinte poemas de Amor y una canción desesperada del mago Pablo Neruda. Se comienza a amar la poesía porque hay algo que te despierta la conciencia, la creatividad, la imaginación. Ese algo mágico que Gloria Fuertes plasmó en libros como El hada acaramelada, Don Pato y don Pito o Pio Pio Lope, el pollito miope. A título personal, debo –debemos– a Gloria Fuertes no solo el hecho de ser patrimonio inmaterial de nuestra infancia, sino el habernos descubierto el amor por la sencillez y el conocimiento. Por habernos dicho quién era Santa Teresa –“esa gran monja poeta”– o qué era y dónde vivía el ornitorrinco – “si me escribes pon Australia”-.
Una mujer dedicada a la literatura en una época –generación de los 50- donde los principales referentes literarios eran masculinos, que volcó su formación “de poeta autodidacta” y su vocación humanística en el teatro -con obras como La princesa que quería ser pobre o Las tres reinas magas- e incluso en la comunicación, transmitiendo su talento y su saber hacer en programas de la televisión como Un globo, dos globos, tres globos o La cometa blanca. Programas que sería muy improbable ver hoy en día en ninguna televisión pública.
Por ser alguien brillante, luchadora y firme en sus convicciones –no en vano nació en la calle de la Espada– e inquebrantable en su amor por la palabra, merece todo homenaje que se le ofrezca. Ella ayudó a elevar la calidad de las letras en español hasta el punto de recibir la beca Fullbright para enseñar español en la Universidad de Bucknell y ser valorada por críticos hispanistas norteamericanos. Sin ser Gloria muy profeta en su tierra, Camilo José Cela reconoció el valor de la obra de la madrileña, afirmando que la poetisa era “la angélica y alta voz poética a la que los hombres y las circunstancias putearon inmisericordemente”.
Hoy en día, debido a la importancia de su legado, la Fundación que lleva su nombre[1] sigue desarrollando actividades para fomentar nuevos talentos en el ámbito de la poesía y también difundir la obra de la autora.
Así, por ser siempre la agitadora de nuestra conciencia en busca de la belleza y la verdad; por ser nuestra “Poeta de Guardia”… Gracias, Gloria.