Me recuerdo, cuando niño, el momento en que descubrí que no éramos todos iguales. El mundo, las cosas, los ruidos, la luminosidad, el calor, el frío, tenían un efecto ligeramente diferente en cada uno de nosotros. Algunos sentían menos, otros, unos pocos, sentían más y esto nos distinguía profundamente. Los que se exponían a extremos usaban un lenguaje más superficial, eran menos observadores y reflexivos. Para ellos era siempre y absolutamente necesaria una dosis más alta de excitación.
Para mí, sin embargo, el mundo era más nítido, más lento, más denso. A menudo sentía cosas que otros no sentían, veía cosas que otros no veían y todo era más hondo, más lleno de detalles, olores y ruidos. A veces más bello, pero muchas veces era una horrenda y solitaria prisión. Una vez, siempre cuando niño, vi matar un cordero y me sorprendió enormemente que no cerrara los ojos ante el dolor. Vi la sangre que caía al piso y se mezclaba con el agua, haciéndose lentamente más clara; escuché hasta el último respiro del cordero, su última queja y expresión de dolor. Y fue allí, en esa situación, que descubrí que fui el único que notó el color de la sangre hacerse más tenue, que el cordero no cerraba los ojos, ni menos después de muerto y que su lengua pendía levemente hacia la derecha, mostrándose seca por una boca semiabierta, con una expresión de agudo dolor. Y fue así que me sentí solo, incomprendido en un mundo enigmático, que era más fuerte que yo.
Después supe que las cosas acontecían en un modo más lento para mí. La velocidad con que pasaban y acontecían las cosas me permitía apreciar detalles que para otros eran imperceptibles. Lo descubrí un día gris de primavera cuando, saliendo de la escuela, pasamos delante del hospital de la Cruz Roja en Punta Arenas y una señora vestida de blanco, sostenida por otras dos personas, lloraba intensamente la muerte de su madre, que en ese momento era transportada en el coche fúnebre hacia el cementerio. De la señora en la escala del edificio pude apreciar tantos detalles. Uno fue que no se secaba las lágrimas y que cada dos minutos se inclinaba hacia adelante como si fuera a vomitar. Es el dolor, me dije, que le contrae el estómago. Su llanto cambiaba periódicamente de intensidad. Después de esta escena, que me quedó grabada en la mente, hablando con los otros niños, me di cuenta que ellos no habían visto lo que yo había visto y no sabían por qué ella se inclinaba hacia adelante y, aún más, no les interesaba. Esos detalles no eran parte de su mundo ni de su realidad.
Y así fue que me sentí condenado a vivir en un mundo más trágico, más perverso, más agudo. Yo no tenía las defensas que los otros tenían y tenía que compartir con ellos la misma realidad, como si nuestras realidades fueran las mismas. Y así viví mi infancia y mi adolescencia en dos mundos contrapuestos. El mundo de los otros y mi mundo, pensando que mi mundo fuera una realidad que tenía que negar.
Un día en la escuela, años después, una profesora me pidió que comentara un libro y me escuchó con mucha atención. Le explique las metáforas, el sonido de viento en las ventanas, la sensación al entrar en un lecho con las sábanas frías y sentirlas mojadas a pesar de estar secas y como se siente desde dentro la soledad. La profesora, después de que terminó la clase, me llamó, me tocó las manos y me miró a los ojos, con sus ojos humedecidos, y me dijo, casi susurrando, que mi sensibilidad era un don a pesar de que a veces pudiera sentirla como una maldición.