¿Existe el “español neutro”? ¿La traducción literaria a un idioma con más de 500 millones de hablantes debería evitar o reivindicar los regionalismos? ¿Y dónde reside la vida de una lengua?
Como no hay nada más viajero que la palabra, para responder esas preguntas en el mundo del castellano contemporáneo hay que pasar por Rusia, Polonia y México, en una aventura propia de James Bond. En esta travesía, el rol de “chica Bond” le cabe a la antropóloga Anna Styczyńska, polaca residente en Querétaro, cuya versión al “mexicano” de la extraordinaria crónica periodística La fiebre blanca -en la que su compatriota Jacek Hugo-Bader viaja por Siberia para retratar los rincones olvidados de la ex URSS- parece inaugurar una nueva época en el campo de la traducción hispanoamericana.
“Sólo rezaba para que no se chingara mi lazik durante la noche y en medio de la taiga y para que no fuera a toparme con bandidos” dice la primera oración del libro en esta co-edición de Surplus / La Mirada Salvaje. ¿Cuesta imaginar que un polaco en Rusia utilice “chingar”, verbo que según Octavio Paz es el que mejor representa la vivacidad del habla mexicana? Para la traductora, ese mexicanismo no debería sorprender más que si el narrador se expresara en “español neutro”. “Dado el lenguaje en que desde Polonia está escrito el reportaje La fiebre blanca, consideré que la mejor forma de traducirlo desde México era a la mexicana. Y ya que la traducción es un acto deliberado de la imaginación -por lo que tenemos que querer asumir ciertos lenguajes como verdaderos, aunque nunca lo fueran de hecho- propongo ejercer nuestra imaginación, sin olvidar que los indígenas siberianos tampoco hablan polaco, el idioma original del libro”, explica Styczyńska en la nota aclaratoria que abre el volumen. En una época en la que las distintas lenguas viajan a la velocidad virtual de Google y YouTube, la propuesta de Styczyńska consiste en revalorizar los localismos que, a esta altura de la globalización, ya pueden comprenderse y asimilarse en todos los continentes donde reina el español. Pero su apuesta es aún más arriesgada: lo que en realidad sugiere su trabajo es que, allí donde el idioma original de un libro incorpora el habla, es decir, la representación oral de una lengua, su versión castellana debería basarse en su equivalente local y no en los parámetros del “español neutro” al que sólo aspiran los medios de comunicación, el doblaje televisivo y los prospectos medicinales.
Me encontré con Anna Styczyńska en una plaza de Coyoacán, no muy lejos de donde la Malinche pasó a la historia como intérprete, consejera y amante de Hernán Cortés. En ese paisaje que consagró al idioma como herramienta de conquista, lo primero que me llamó la atención de ella fue su manera de hablar, llena de cadencias, tonos y acentos singularísimos. Si la lengua es el hogar que habitamos y, por lo tanto, modificamos sin cesar con el uso cotidiano, nadie como Anna para demostrar que todo idioma constituye un país mestizo que los extranjeros reinventan a su medida, sin atenerse a las normas que dividen lo culto de lo vulgar. “El aparente rechazo a este tipo de dialectos por escrito no es sino una manifestación del colonialismo interno que nos sigue censurando, así como todas las formas que se le escapan al lenguaje culto” había escrito Anna en la revista cultural Replicante. Ahora, por lo que veía, la traductora se rebelaba contra ese “colonialismo interno” con una lengua íntima y social a la vez, una verdadera herramienta de conquista de la fresca y diversa identidad local. Durante el paseo, rápidamente coincidimos en que, en un horizonte global donde varias generaciones de hispanohablantes crecieron a un lado de las telenovelas mexicanas y El Chavo del 8, no hay razones para pensar que su traducción dialectal de La fiebre blanca podría resultar ajena en las sociedades educadas desde hace décadas por esa pedagogía televisiva. Y advertí que, para ella, traducir La fiebre blanca al “español neutro” hubiera sido tan falso y absurdo como exigirle que hable el castellano de Vallecas o de los manuales de estudio, cuando su mejor escuela lingüística y de vida han sido los años que lleva instalada en México.
“Un idioma respira verdaderamente cuando entra en contacto con otro idioma, que lo obliga a desplegar todas sus variantes expresivas -escribió Fabio Morábito en El idioma materno-, pues traducir consiste antes que nada en abrazar, o sea en dilatarse al extremo para recoger hasta la más pequeña partícula extraña que el otro idioma vierte en el cuenco de nuestra lengua”. El abrazo con el que Styczyńska recibe a La fiebre blanca es un gesto apasionado, lo suficientemente enamorado de su texto como para negarse a confinarlo en una prisión académica. “Los mexicanos privilegian unas maneras muy dinámicas de decir las cosas sólo para darse un gusto -escribió en Replicante-¿Qué pasión? ¿Qué pasión te domina? ¿Qué Pachuca por Toluca? ¿Qué transita por tus venas?¿Qué transa con la que baila y danza?¿Qué transita? ¿Qué pasitos con tamaños zapatotes? ¡Ay, cuántas maneras de decir: ¿Qué pasó?!”. A través de su versión de La fiebre blanca, ese carnaval de la lengua se instala en un texto literario con una vitalidad que asombra. Descubrirlo y disfrutarlo es, quizás, una de las mejores maneras de reconocer la enorme riqueza cultural que late detrás de cada palabra dicha en América Latina.