Este año Javier no puede quejarse. Con casi cincuenta y tres primaveras ha tenido un año de lo más entretenido. Es cierto que ha estado en el paro, y que se ha sentido frustrado bastante a menudo por no recibir respuestas de los puestos de trabajo para los que se ha ofrecido. Sin embargo, puede afirmar que con casi cincuenta y tres primaveras aún conserva la capacidad de sorprenderse. Él que creía ya saber bastante del mundo en el que vivía, ha estado encendiendo cada mañana el televisor con una mezcla de hastío y curiosidad, preguntándose qué nuevo caso de corrupción iba a monopolizar los medios aquel día. Se estaba convirtiendo casi en una rutina y es que los casos eran tantos y tan variados como el folleto de pizzas a domicilio que colgaba de su nevera. En los últimos meses habían surgido ladrones de entre la clase política, la realeza, y hasta en personajes de la prensa rosa que, lejos de mostrar arrepentimiento, se paseaban de un lado a otro con la barbilla alzada.
Sólo dos años atrás, la preocupación de Javier había sido la crisis. Se temía que el aumento de la pobreza provocara un incremento masivo de hurtos en las casas y raro era el día que, de camino a casa al finalizar su trabajo, no visualizara su piso sin su televisor de plasma y sin el anillo de oro de su madre que le había dejado en herencia. Sabía que podía no ocurrir nunca, pero aún así era una posibilidad que lo torturaba. Ahora, con el tiempo, resultaba que el ladrón era menos irreal de lo que otros decían, sólo que vestía de traje y corbata y, para colmo, él mismo lo había votado en las últimas elecciones generales.
Javier, que había invertido en una cámara de seguridad y en una alarma antirobos, se había apresurado a introducir el poco dinero que tenía por casa en un depósito bancario. Sin trabajo, lo último que le convenía era perder los pocos ahorros que había conseguido acumular. Ahora, dos años más tarde y con casi cincuenta y tres primaveras, se pregunta cómo va pagar los plazos del sistema de seguridad, pues el depósito asegurado que le habían vendido en su banco había resultado no estar precisamente asegurado. Está cansado de acudir a su oficina de toda la vida, pero ya no está el asesor que siempre lo había atendido; casualmente han redistribuido al personal y se niegan a darle los datos de su nuevo paradero.
En su casa lo critican, por haber comprado el sistema de seguridad y por haberse dejado engañar por el banquero. Acciones ¡qué sabía él de acciones! Le gritan. Él no discute, definitivamente no sabe ni de acciones ni de cómo funciona la maldita alarma que, cansado de que suene a todas horas, él mismo ha desconectado.
Con casi cincuenta y tres primaveras, Javier se da cuenta de lo poco que conoce el mundo que le rodea. Se ha pasado años defendiendo a su partido, al sistema capitalista frente a otros sistemas que siempre le habían parecido de ladrones y vagos, creyendo que el éxito personal y social se basaba ante todo en términos financieros. Ahora, con arrugas, sin trabajo y sin su depósito bancario, entiende que, aquellos que como él, no saben ir de caza para fomentar las relaciones comerciales, ni saben mentir deliberadamente para proteger sus propios intereses y los de sus colegas, los que, como le sucedía a él, y a su padre, y a su abuelo, aún se enorgullecían de ser gente ética y responsable, no tenían opciones de crecer en aquel sistema. El mundo no estaba hecho para ingenuos, sino para oportunistas y estrategas. Por mucho que evolucionara la ciencia, la tecnogía e incluso la sociedad, el mundo seguía siendo una selva donde sólo los más astutos se llevaban las mejores presas.