En dos meses Ligia volverá para siempre a su país después de 15 años de ausencia, un cuarto de su vida. Lo hará porque allí, al otro lado del Atlántico, están todos sus hijos, pero también porque quiere ver morir a su madre. Lo cuenta sin más. No hace falta jugar un ping-pong de preguntas a cinco sets con quien ha pasado en Madrid tantos años -con sus fiestas- sin amigos ni familiares a quién contar sus historias. Solo me acerqué a preguntarle “¿De dónde eres?”, aunque ya había adivinado que era ecuatoriana.
Seguro me lo cuenta con más desparpajo del que ella quisiera, cualquier solemnidad se diluye cuando una abuela de dos nietos debe hablar con la cabeza asomada entre un disfraz de Minni e Mouse . “La Plaza Mayor me gusta más que la Puerta del Sol, aquí hay más secretos. ¿Ves ese balcón? solo hay uno, Carlos II lo mandó a construir para que su amante pudiera ver las fiestas”, me señala Ligia mientras hace una calistenia que más parece un paso de merengue in situ. Le esperan ocho horas de andar en ese traje irregular y motoso que, si hubiese derechos morales de autor, perseguiría la misma familia Disney.
Pisar los adoquines eternos de la plaza más importante de España es remover un sarro aplacado de historia. La misma Ligia ya le ha dedicado siete años a compactar esa cáscara con sus enormes pantuflas. Lo ha oído todo sobre ella y todo lo cuenta. Por lo que conversamos debe haber bajo nuestros pies secreciones de las torturas y ejecuciones públicas del Diecisiete, mierda y orines de caballos que montaron próceres de grandes épocas, o de los mendigos y borrachos que desfilaron anoche. Todo y más. También en ese suelo ha de haber mucha sal de cuando en estas tierras la sal tenía valor, y cenizas de magníficos incendios, y cientos de miles de colillas, y millones de lunares formados con gomas de mascar de este y otros siglos. Historia.
Cada tanto Ligia se aparta sonriente, se pone la sofocante cabeza de ratona y se pierde entre esa plaza sin gatos ni palomas. Busca que le hagan fotos, sobre todo los árabes, que dan más pasta. Nunca chinos. Bueno, llega un chino: a por él. El negocio de los muñecos no durará mucho más. Habla de este lugar como quien le enseña a un becario su nueva oficina: aquí queda la greca del café, allí queda la ruta de evacuación, esta ventana no sirve, cuidado al pisar, así. Como si no le perteneciera, como si La Historia, la escrita en mayúsculas, solo fuera la que cuentan sus guías amigos, la que se pintaba al óleo, como si hubiera dejado de ser hace siglos para no ser más.
“¡Here it is! El Arco de Cuchilleros! (no se ha ido)”, le grita un guía a una docena de asiáticos. En ese punto ya me he dado cuenta por Ligia de que para conocer la Plaza Mayor que recitan los guías como una lista de mercado no haría falta estar allí sino abrir cualquier enciclopedia. De vez en cuando el más valioso inventario es el personal, el de perderse, y no el que se imprime en los trípticos:
En ellos nunca se lee sobre esas columnas percudidas en la base, como enormes botas de pantalón, o de las ocho furgonetas con huevos, frutas y vallas estacionadas a placer, ni de las mujeres entaconadas que tropiezan, ni de la colonia de rumanos que levanta dummies de toreros y flamencas…
Ni de los hippies sin remedio ni de los ladrones. O de los caricaturistas regulares y malos, o del mimo cansado que toce entre bocanadas de tabaco liado y sorbos de café. Tampoco se reseñan los camareros a cargo de una orquesta de platos, cubiertos y contenedores de basura mugiendo hasta el escándalo. Ni los andamios y polisombras que dañan el paisaje, ni el piso en alquiler por el que piden 1.200 €, ni el regaño de algún jefe de cocina que se oye hasta el soportal, o las blasfemias de Europa del Este por cuenta de un mendigo que carga la vida en un carrito de súper. No se oirá en los grandes documentales el rechinar de los zapatos de Ligia arrastrándose sobre la alfombra rocosa.
Y la misma Ligia, la última rata de Plaza Mayor, se irá siendo historia sin que nadie se lo diga. Y también todos nosotros: sin entender que la historia no es mecánica como advirtió Sábato, sino que encima de este patio de piedra, de la litósfera, escribimos todos los días. “Chao Cariño”, me dice Ligia, y de paso a este texto, y de pronto también sellará así la despedida con esta plaza que le sacó propinas para vivir y que ahora le permite volver para ver morir a su madre, lejos, al otro lado del Atlántico, allá en el centro del mundo.