Cuando Margaret Thatcher perdió el poder en Gran Bretaña en noviembre de 1990, luego de 11 años como primera ministra, Mario Vargas Llosa le envió un ramo de flores acompañado de este mensaje: “Señora, no hay palabras bastantes en el diccionario para agradecerle lo que usted ha hecho por la causa de la libertad”.

En una columna escrita en noviembre de 2010, a propósito del Nobel de Literatura otorgado ese año al escritor fallecido el 13 de abril de este año, Ignacio Ramonet recordó esta muestra de la devoción del autor de Conversación en la catedral por la llamada Dama de Hierro, emblema mundial del neoliberalismo y símbolo de la revolución conservadora.

Un rasgo común de Thatcher y Vargas Llosa fue su deslumbramiento por el libro Camino de servidumbre del austriaco Friedrich Hayek, Nobel de Economía de 1974, una de las obras fundacionales de la corriente que rompió con el keynesianismo y proclamó al mercado como rector fundamental de las conductas humanas.

“La sociedad no existe. Solo existen hombres y mujeres individuales”, fue una de las frases más célebres de la mujer que gobernó el Reino Unido por más de una década. El economista mexicano Alejandro Nadal, hizo la siguiente reflexión al respecto el 2013, a raíz del fallecimiento de Thatcher:

Pero si no existe la sociedad, tampoco existen las clases sociales, y las categorías para pensarlas son simples quimeras inventadas por pensadores confundidos. El entramado que hoy llamamos sociedad es una simple madeja de relaciones bilaterales en las que los individuos entran en contacto unos con otros.

Y añadió en un tono irónico: “En la época de la esclavitud, no había una clase de esclavos y otra de amos. Sólo había individuos viviendo y trabajando, conduciendo sus vidas de la mejor manera posible”.

Al arte le gusta jugar a las coincidencias. En 1974, año del Nobel a Hayek y de inicio del experimento neoliberal en Chile de la mano de los Chicago Boys y de la cruenta represión pinochetista, Luis Buñuel filmó su penúltima película, El fantasma de la libertad. Un filme surrealista y con guiños al absurdo, en la mejor vena creativa del director español.

Una palabra elástica

“La libertad es una palabra elástica (…) pero una misma palabra en boca de uno o de otro se convierte en otra (…) sabes, empiezo a temerme no haber entendido del todo la libertad que defendí…”, escribió Antonio Tabucchi en Tristano muere (2004), la novela sobre un partisano que agoniza en un diálogo delirante con un escritor.

Observada desde hoy, la película de Buñuel fue premonitoria a su modo. La libertad es ahora un espectro manoseado sin pudor por la extrema derecha, tanto en Europa como en el continente americano, con una extensa galería de gobernantes que incluye los nombres de Donald Trump, Viktor Orbán, Giorgia Meloni, Javier Milei, Nayib Bukele y Daniel Noboa, por citar algunos. Fuentes de inspiración de otros que aspiran al poder, como Santiago Abascal en España, Marine Le Pen en Francia, Jair Bolsonaro en Brasil, además de José Antonio Kast y Johannes Kaiser en Chile.

La libertad se asoció desde los albores de la modernidad al libre albedrío, contrario al determinismo religioso. Fue la inspiración medular de la Revolución Francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano para poner al fin al absolutismo monárquico. En 1848, Carlos Marx y Federico Engels conjugarían la libertad con la lucha de clases en el Manifiesto Comunista: “los proletarios no tienen nada que perder, excepto las cadenas”.

La disputa por la libertad ha sido permanente. Los liberales han transitado por la política desde el siglo XIX con derivaciones diversas. Fueron los adversarios de los conservadores en varias de las nacientes repúblicas latinoamericanas, hasta que coincidieron como representantes de fracciones oligárquicas. Aureliano Buendía asumió en Cien años de soledad la diferencia: los conservadores van a misa de cinco y los liberales de seis.

Liberal se ha convertido sobre todo en un adjetivo que se asigna a dirigentes o grupos de opinión que al interior de una organización rompen con moldes rígidos. Hay liberales demócratas y republicanos en los Estados Unidos y en muchos partes también disidencias liberales al interior de partidos comunistas.

El examen histórico de la idea de la libertad puede ser interminable y transita por todas las ideologías políticas, luego de las pesadillas del nazismo y el fascismo. La democracia cristiana y la socialdemocracia la antepusieron al comunismo y sus desviaciones burocráticas y autoritarias con Stalin. A su vez, el socialismo alimentó las luchas de liberación nacional en el Tercer Mundo, como respuesta al dominio imperialista revestido de capitalismo.

Todo esto es historia conocida. Lo que actualmente caracteriza el territorio de la libertad es la imposición de un discurso mediático articulado por la extrema derecha que remite al individualismo proclamado en las últimas décadas del siglo XX por Thatcher y Ronald Reagan.

El mercado, dios supremo

Desplazada la sociedad, el mercado pasó a ser un dios supremo. El Estado fue demonizado como un aparato inútil y burocrático que absorbía los impuestos de los ciudadanos. El mercado impulsaría el crecimiento económico y la política del derrame haría que sus frutos llegaran a los más pobres. La participación estatal solo sería admitida en los sectores donde el mercado no actuara porque no son atractivos para los negocios.

La liquidación de las empresas estatales a precio vil, la privatización y expropiación de los ahorros previsionales en beneficio de grupos económicos, lo mismo que de los seguros de salud, así como la jibarización de la educación pública y la imposición de leyes laborales contrarias al sindicalismo, fueron medidas que a un alto costo social posibilitaron los “milagros económicos” en la Inglaterra de Thatcher y en el Chile del dictador Augusto Pinochet.

En la postguerra del siglo XX se acusaba a los comunistas y a los socialismos radicales de querer despojar a las familias del derecho a educar a sus hijos, de imponer un solo sistema de empleos, de limitar la libertad de viajar, además de una regulación forzada del acceso a la salud y al sistema de pensiones.

Todas estas restricciones en el lenguaje neoliberal fueron eliminadas en el nombre de la libertad, con un discurso seductor que consagró al mercado y al poder adquisitivo como ruta de acceso a los derechos. Tal vez el ejemplo más destacado es Chile, donde la elección de un buen colegio privado para los hijos depende de la capacidad de pago, lo mismo que la atención de salud o la posibilidad de tener una pensión de retiro que posibilite una vejez digna.

La demonización de los migrantes conduce en la actualidad no solo a la violación flagrante de la libertad de movimiento como un derecho humano, sino que incluye asimismo una aberrante trata de personas en niveles gubernamentales, con Trump pagando a Bukele por acoger deportados en su mega cárcel salvadoreña.

A 35 años del fin de la dictadura chilena y de los ingentes esfuerzos de varios de los gobiernos posteriores por corregir parcialmente sus desigualdades, puede resultar paradojal que alrededor de la mitad de la ciudadanía apoye electoralmente a partidos neoliberales y, más aún, que gran cantidad de jóvenes adhieran a la extrema derecha.

Es que mientras la izquierda y el llamado progresismo en general han seguido adscritos a la concepción de la política como instrumento de justicia social, la derecha ha hecho carne y causa el discurso individualista de Thatcher. Más aún, en este sector el ala extremista ha sabido innovar hasta el lenguaje.

Javier Milei, considerado hasta hace unos tres años un outsider de la política argentina, se posicionó con un partido llamado La libertad avanza, lo cual derivó en el adjetivo de libertario para su líder y la organización. No se habla más de liberales y menos de liberación. Inspirado en ese ejemplo, Johannes Kaiser, hasta ayer un oscuro y casi irrelevante diputado chileno, famoso por sus dichos misóginos y homofóbicos, corrió a fundar el Partido Nacionalista Libertario, emulando al presidente argentino.

Milei es una especie de faro iluminador de un ultra derechismo que rechaza los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas en nombre de la libertad, porque significan un “supra gobierno mundial”. Un Milei que como candidato fustigó al Papa Francisco, “el imbécil ese que está Roma”, con motivo de su cruzada por la justicia social, un término que a juicio del mandatario argentino se basa en el resentimiento, el odio y la envidia, un pecado capital. Un Papa, aseguró Milei, que “es el representante del maligno en la tierra” y que “impulsa el comunismo”.

Hasta el fantasma de la libertad debió quedar descolocado con estas palabras.