Al sur de Vietnam se encuentra Ho Chi Min, una ciudad moderna con vestigios de arquitectura francesa y donde lugares como la catedral de Notre Dame y/o la oficina de correos son atracciones turísticas.

El mercado Ben Than es otro lugar donde los visitantes beben jugos frescos, compran artesanías y disfrutan de platos típicos.

Las agencias de viajes son útiles para obtener información y optar por alguna actividad. Al pagar un tour, me dieron a escoger entre sobres rojos colgados de un bonsái donde, al azar, obtuve un billete de la suerte de dos dólares.

Decidí visitar el Mekong delta, un laberinto de canales y pantanos que permite visualizar un día en la vida de los lugareños. Los locales han incursionado en el turismo y exploras pequeñas islas donde se producen dulces de coco, chifles, o miel. El nombre viene de Mae (madre) y Kong (agua), por su río que influye en la vida de 60 millones de personas: este se inicia en los Himalayas y desciende 4,500 metros para fluir a través de seis países.

El joven guía me recogió a la hora señalada. Éramos nueve turistas ansiosos de ser sorprendidos como lo son los niños. Cuando se presentó ante mi vista un enorme hospital de enfermedades tropicales me asusté, pero me relajé al recordar que contaba con repelente de insectos.

Nos detuvimos en una serie de templos budistas que recorrí sin entusiasmo. Cuando en una atiborrada jaula vi decenas de gorriones me pregunté el propósito, y descubrí que la gente paga un dólar por liberarlos en búsqueda de un buen karma. Mi cinismo vio por oportuno destacar el mercantilismo.

Luego de almorzar un pescado presentado en un formato decorativo, emprendimos el retorno. Un tráfico infernal hizo que el guía contrate a un motociclista y, sin consultar, me suba a una moto para llegar al hotel.

Volé hacia Cambodia a visitar Ankor wat: entre los siglos IX al XV, se desarrolló el más largo monumento religioso durante el imperio Khmer. Ahí pude admirar la calidad de los grabados en piedra describiendo historias.

Tomé un bus para llegar al villorrio donde pasaría las siguientes tres noches, en un Airbnb manejado por una agradable familia que organizó mis excursiones.

Conocí a unas francesas durante el desayuno y aproveché para recabar información: un día para visitar los diversos templos, otro para la ciudad de Siem Reap y el tercer día descansaría.

Cinco horas de templos en una moto taxi conocida como Tok Tok me dejó exhausto por el calor reinante. Mientras recibía instrucciones, el motociclista tenía una hielera para refrescarse, y cuando me quede sin batería él contaba con un cargador portátil. Supo ganarse una buena propina.

Al día siguiente tocaba ir al jardín botánico y visitar un centro de entrenamiento para ratas que detectan minas de guerra. Cambodia había sufrido un genocidio, y no se ha librado aún del total de minas que siguen explotando años después al ser activadas. Y, por último, museos y talleres de producción.

Como quise invitar a mi transportista a almorzar, me dijo que es muy caro y que almorzaría muy cerca. Quedó, así, demostrada su integridad. 20 dólares todo el día, me pregunto cómo lo hacen.

Salí hacia el último país de mi periplo asiático durante un mes: Tailandia, un país con 70 millones de habitantes y 38 millones de visitantes, lleno de un litoral paradisiaco.

Y, aunque mi propósito no era visitar playas, me detuve a contemplar la belleza del mar. Viajé en un bus hacia Bangkok, tomándonos tres horas llegar a la frontera.

Allí conocí un irlandés que tenía 15 años retornando a Tailandia: él se convirtió en mi fuente de información. Cuando llegamos a la frontera, con un ademán amistoso me invitó a seguirlo. Hicimos los controles juntos y me contó que trabajaba como carpintero de construcción, que había dejado de beber la noche anterior y ahora trabajaría sin descanso los siguientes meses para juntar dinero y retornar al sur de Asia. Tenía algo muy importante: disciplina.

Recibes tan poca información por problemas lingüísticos, que nada te asegura que todo va a estar bien, pero funciona.

Bangkok es una ciudad moderna con muchas actividades recreativas. Es limpia y, a pesar de que no hay gente mendigando, la hay durmiendo en las calles. El clima benigno influye, no sé cómo será durante el invierno.

Tailandia es una monarquía constitucional donde los súbditos adoran a la familia real, una combinación de liberalismo y conservaduría. El rey es una de las personas más ricas del mundo.

Allí he estado bebiendo pequeñas botellas de cerveza: en algunos casos, es más barato que beber refrescos.

Tuve una agradable sorpresa al darme cuenta de que la marihuana es legal y, a pesar de que no soy un gran marihuanero, me provocó fumar para relajarme. Compré un cigarrillo roleado y lo acabé en un par de noches.

Súper stoned fui al coliseo a ver boxeo tailandés: buenas peleas y excelente energía entre el público.

La noche siguiente fui a ver espectáculos para adultos: fue una gastadera inútil de dinero.

Volé hacia Chiang Mai, al norte, una ciudad mucho más pequeña y con un gran ambiente de montaña.

Visité un santuario de elefantes: una caminata de dos días llena de caídas de agua y jóvenes europeas que viajan solas, gracias a la seguridad existente. El budismo también tiene sus ventajas y la gente es buena de corazón. Tal vez retorne a visitar el sudeste asiático.