Lo bueno de la literatura es que siempre topas con algo que acaba rompiendo tus esquemas. A veces lleva mucho tiempo, no lo negaré, pero cuando menos lo esperas, aparece ante ti algo novedoso que conmueve e invita a la reflexión; la serendipia y tal. Así es la obra de Tadeusz Rózewick, autor polaco atravesado por las cicatrices de la Segunda Guerra Mundial y la represión sexual.
En la reciente puesta en escena de su obra que Cía. La Peatonal ha realizado de Matrimonio Blanco, el teatro se erige como un espacio de denuncia y reflexión sobre las estructuras opresivas que siguen marcando la vida de las mujeres en la sociedad contemporánea.
La obra, dirigida con una precisión casi artesanal, disecciona los cimientos del patriarcado a través de un simbolismo inquietante, una escenografía escueta, pero profundamente elocuente y un elenco (Icíar Ventepan, Mario Aranegui y Giancarlo Daponte) en estado de gracia, con una mención especial a Flavia Forni en su papel de Paulina.
El abuso sexual se presenta como el eje vertebrador del relato: violaciones, abusos encubiertos bajo la dinámica de poder, la asfixiante opresión que sufre la mujer en el hogar, y la figura del hombre que se deja llevar por sus bajas pasiones sin una introspección real, pero con un control meticuloso de su dominio.
Tadeusz Rózewick, October 9,1921, Radomsko, Polonia - April 24, 2014, Wrocław, Polonia.
Aquí resuenan ecos de El segundo sexo de Simone de Beauvoir y de la mirada ácida de la Teoría King Kong de Virginie Despentes, quienes han retratado con crudeza la condena femenina dentro de un sistema diseñado para perpetuar su subordinación.
La obra bebe de la tradición literaria española en su retrato de la represión sexual. Resuenan en ellas ecos de Cernuda en La realidad y el deseo o Lorca y La Casa de Bernarda Alba son invocados en la lucha entre deseo y moral impuesta, mientras que Moratín con su Sí de las niñas y Clarín con La Regenta nos recuerdan la historia de un matrimonio concertado que encierra a la Edit mujer en una jaula de apariencias. Las semejanzas con Buero Vallejo, particularmente en El tragaluz, refuerzan la idea de la sociedad como un escenario de sombras donde los conflictos verdaderos quedan relegados a la penumbra.
La puesta en escena refuerza esta idea mediante un juego de luces que deconstruye la adultez hasta el absurdo, revelando la hipocresía de la máscara veneciana pública frente a la privada, esa "pátina yanqui" que disfraza el dolor con una sonrisa de postal.
El simbolismo impregna cada rincón de la obra. El toro, representación del patriarcado y del instinto salvaje, embiste una y otra vez contra la mujer, condenada desde el origen a la pasividad, a la resistencia muda ante el envite. La blancura, símbolo de la virginidad, se convierte en una imagen asfixiante que refuerza la pureza impuesta, la castidad como un bien de consumo, la reducción del cuerpo femenino a un objeto de transacción social.
El tono grotesco es otro de los grandes aciertos de la propuesta, desmontando la impostura del matrimonio y de la vida adulta como una condena inevitable.
Desde la Commedia dell’Arte, con referencias a Goldoni y a los arquetipos de Il Dottore o Balordo, la obra traza un paralelismo entre el teatro del siglo XVII y la farsa contemporánea en la que seguimos atrapados. La referencia al hit musical Amo a Laura es un guiño irónico a la persistencia de una educación sentimental basada en la represión y el castigo del deseo femenino.
Uno de los momentos más perturbadores de la obra se encuentra en el retrato del abuso de menores, con la figura del abuelo ejerciendo un poder incuestionable sobre su entorno, mientras la sociedad mira hacia otro lado. Aquí se evoca la cita latina Collige, virgo, rosas, con su invitación a la juventud a disfrutar antes de que sea demasiado tarde, resignificando la idea en un contexto de grooming y depredación.
La obra no solo denuncia la violencia explícita, sino también la sutil, la cotidiana, la que se esconde en las relaciones familiares y en la pérdida de sororidad que experimentan las mujeres al asumir el rol de madres y cuidadoras.
La dirección de Jaime Cano, Icíar Ventepan y Flavia Forni medida al milímetro, consigue que cada elemento en escena contribuya a la construcción de un universo simbólico de gran potencia. La austeridad de la puesta en escena se ve compensada por la intensidad interpretativa, con un elenco que encarna con precisión quirúrgica los conflictos que la obra plantea. Forni, en su papel de Paulina, destaca con una interpretación desgarradora, sosteniendo la tensión dramática con una maestría innegable.
Matrimonio Blanco es una propuesta imprescindible, una obra que no deja indiferente y que reaviva el debate sobre la persistencia de estructuras opresivas en nuestra sociedad. Con una dramaturgia inteligente, una puesta en escena impactante y una dirección afinada, este montaje se inscribe en la mejor tradición del teatro como espejo y como trinchera.