Hay un momento en que la tarde se entristece, es la hora crepuscular en la que el sol envía sus últimos rayos sobre las casas de Poble Sec; después, hay como un adiós esperanzado y se oculta tras Montjuic. Entonces el barrio respira de otra forma, bulle la vida por Blai o en la plaza del Sortidor, vecinos y forasteros ven pasar el tiempo en las terrazas de los bares, que este fue siempre un barrio acogedor.
Los más viejos recuerdan cómo la luz renacía impetuosa y afloraban los estridentes carteles de los teatros: Talía, Olimpia, Arnau, Apolo, Condal, Victoria…, nombres mágicos que perduran en la memoria de los que los vieron. Tantas salas, que no tenían nada que envidiar al mítico Broadway, hicieron felices a los barceloneses en una época difícil para todos. También la Sala Apolo, el Bar Chicago, el Café Español, Rosales o el Paralelo se incendiaban al atardecer.
Pero, entre ellos, había un corazón que latía desde hacía mucho tiempo. Era el Molino, un recinto ya achacoso, pero con ganas de seguir, y al que los gestores que lo iban observando de sus dolencias nunca supieron cómo tratarlo.
Al citarlo, acuden a mi recuerdo doña Vicenta, que dio a luz al local y lo amamantó como una madre ejemplar; la orquesta que oigo, pero no veo, en el foso; las inolvidables canciones de doble sentido, que nos hacían imaginar más de lo que decían las vedetes:
Yo te ofrezco el higo,
La fruta más sabrosa,
La más estimulante,
La más apetitosa.La fruta que a los hombres
Les gusta con pasión,
Por el higo muchos de ellos
Se han quedao sin un botón.
Bella Dorita, Antonio Vargas, Escamillo, Johnson, Ivette René, Piper, Mari Mistral, La Maña, Amparo Moreno, Pastora Reyes, Loles León, Yolanda Ramos, Meche Mar, Maty Mont, Raspall, Gardenia Pulido, Misia, Crista Leen… Desfilan, cantan, las veo en la apoteosis de mi añoranza.
Los nuevos administradores del Ayuntamiento, fallecida la que fue madre del local, nunca llegaron a entender que no era un teatro como los demás. Tras un agravamiento en una de sus frecuentes crisis, fue sometido a una reforma profunda que le arrebató el alma. Hoy languidece, callado y tristón.
Algunos locales de la otrora feliz avenida han sido cerrados; otros, demolidos, transmutados en bloques de pisos caros, pero sin ninguna personalidad. Hoy, el Paralelo es una vía rápida y nada recuerda su antiguo esplendor.
Todavía, al Molino, de vez en cuando, le hacen maniobras de reanimación, pero morirá un mal día en silencio, sin las exequias de generaciones que olvidan la historia con facilidad, en una vorágine presuntamente moderna que destroza nuestros rincones. Y yo, pobre observador, solo puedo redactar la crónica de la tristeza.
Sin embargo, la vida persiste. En la calle Roser, 4, colindando con la mítica sala, que era el número 2 de la misma calle, nació el 15 de noviembre de 1945 Josep Perpiñá, hijo de un conocido barbero del barrio. Allí creció combinando sus estudios, cerca de hermosas e inalcanzables vecinas. Vestales, guardianas del templo del erotismo de nuestra juventud.
Josep pronto sintió la llamada del arte; no podía ser de otra forma y en 1955 comenzó a estudiar en el Conservatorio del Liceo. Al finalizar sus estudios en 1963, trabajó en una orquesta llamada Inspiración. Después vinieron Albert Cuartet y otras, con las que comenzó a recorrer noches interminables de verbenas y fiestas mayores de Cataluña, y así continuó hasta que el obligatorio servicio militar puso un triste paréntesis, como a tantos jóvenes, a sus expectativas de vida y trabajo.
Al ser licenciado (¡Estic complit!, decían los quintos catalanes) del ejército, se le presentó la oportunidad de marchar a Costa de Marfil con la orquesta Los 4 Oros. Y hacia allí partió, en donde estuvo 8 meses actuando, trayéndose del país de África oriental unos recuerdos que perdurarán para siempre en su memoria.
A su vuelta, intentó embarcarse en el transatlántico Róterdam para una gira por el Caribe, pero el ansiado proyecto fracasó el primer día. No obstante, conoció a un integrante de la orquesta Casino de España, con la que estuvo recorriendo Países Bajos, Alemania, Suiza y Canarias. Iba alternando inviernos en Europa y veranos en Rosamar de Lloret de Mar.
Tras esos años, pasó a trabajar en una empresa de mamparas para la industria naval, para más tarde recalar en una fábrica de persianas de Valencia, de la que sería nombrado jefe de ventas en su delegación de Cataluña. Esta fábrica posteriormente se especializó en ventanas de aluminio, y a la muerte de su dueño pasó a ser propiedad de varios trabajadores, entre ellos Josep.
Todo marchaba bien; llegaron a tener 250 trabajadores. Pero les estaba acechando la crisis económica de 2008, que afectó a la mayoría de los países del mundo. Esta crisis, que duró hasta 2014, surgió en Estados Unidos, y se conoció como «la crisis de las hipotecas subprime», causada por el excesivo riesgo de los bancos de ese país al prestar masivamente dinero para la compra de viviendas a personas de bajos ingresos, lo que provocó un estallido de la burbuja inmobiliaria y que no se pudieran devolver muchos de estos préstamos.
El clímax de la crisis ocurrió en septiembre de 2008 con la quiebra de Lehman Brothers, lo que, por contagio, provocó una crisis bancaria mundial. En España esta fue especialmente penosa, con el estallido, además, de nuestra propia burbuja inmobiliaria, de la que se venía advirtiendo desde hacía años, aunque nadie fue capaz de hacer nada. El paro llegó al 23 %, y entre la juventud llegó al 50 %.
La terrible crisis hizo que la empresa quebrara, pero con la salvedad de que «todos los trabajadores cobraron lo que les correspondía», me indica Josep con orgullo. Hombre emprendedor, había formado, mientras tanto, un conjunto llamado Simbols, que se dedicaban a actuar y permaneció en él 35 años trabajando en lo «clásico»: bodas, bautizos y comuniones, para, en verano, volver a las fiestas mayores de pueblos. De esta época, recuerda, con especial cariño, sus acompañamientos a figuras importantes de la música, como Rudy Ventura o José Guardiola.
Josep Perpiña, primero a la izquierda y su conjunto Simbols con José Guardiola
A Castelldefels vino a vivir en 1992 y aquí sigue feliz con Elisa, su esposa, hijos y nietos. Se niega a caer en el sofá para pasar los días viendo la infumable televisión que nos ofrecen.
Es vicepresidente del Casal de Gent Gran y ha formado la orquesta Castell Band con un grupo de entusiastas jubilados. Ensaya y pasa sus días con Ferran, Francisca, José María, Carlos, Andrés, Vicente, Pedro, Augusto, Juanjo y Rufino, a los que forma y dirige.
Actúan en residencias y en fiestas mayores de Cataluña durante el verano. Los domingos por la tarde, organizan bailes en Frederic Mompou. Este cronista ha asistido alguna vez y es un placer ver a personas mayores divertirse, dándole vida a los años. Los ciudadanos como Josep hacen más habitables las ciudades y, por tanto, alivian el mal humor colectivo, lo que nos hace mejores personas.
Josep, que un día, al saber que soy de Jaén, me dijo que se emocionó cuando contempló por primera vez el mar de olivos. Es el bosque humanizado más grande del mundo, 180 millones de árboles jalonan cada horizonte de la región, testigos durante siglos de las penurias de muchos andaluces.
Josep se emocionó al verlos y a mí me emocionó cuando me lo contaba junto a un café, una mañana de invierno en el bar Alba.