A veces siento que, en enero, se me congela el cerebro. Y puede ser cierto, porque en la Ciudad de México, durante los primeros días del año, las madrugadas pueden estar debajo de los 0ºC. Aunque la crisis climática global me está quitando esa excusa con cada año que pasa, invariablemente falto a mis propósitos de Año Nuevo.
El ritual está muy bien: una lista de 10 puntos (no más, porque me abrumo) que tengo toda la buena intención de cumplir una vez que el ciclo anual llegue a su fin. En el mejor de los casos, llego a cuatro de 10. Quiero pensar que no soy la única. Y parece que no: la arqueología respalda el hecho de que, durante al menos 4000 años, los seres humanos hemos sido incapaces de cumplir nuestros propósitos de Año Nuevo. Todo comenzó en Babilonia.
¿De dónde vienen los propósitos de Año Nuevo?
En la magnífica capital de Mesopotamia, la civilización que germinó entre los ríos Tigris y el Éufrates, con el inicio del nuevo ciclo anual, la gente acostumbraba a hacer promesas. Principalmente aquellas relativas a pagarle deudas al rey o cumplir con los impuestos que el Imperio les imponía. Esta serie de propósitos se enmarcaban, según el historiador Fernando Piedrafita González de la Universidad de Zaragoza (España), en el festival Akitu, donde se celebraba, aproximadamente desde el año 2900 a.C., el comienzo del año en Mesopotamia. Los registros arqueológicos sugieren, explica el especialista, que este ritual no sólo marcaba el final de un año, “sino la eliminación del anterior: el universo se volvía a crear durante el Akitu”.
A lo largo de 12 días llenos de fiesta y ritos, los babilónicos tenían la intención de recrear la creación del cosmos. Siguiendo las escrituras del Enuma Elish (que se ha traducido como “Las siete tablillas de la Creación"), explica el filósofo Joshua J. Mark para World History Encyclopedia, los babilónicos aludían a la victoria del dios Marduk sobre el caos.
Una festividad religiosa, cívica y política a la vez
Babilonia siguió un régimen teocrático militar. Esto quiere decir que no se hacían distinciones entre la fe y el Estado y que, por el contrario, muchas veces los gobernantes eran considerados encarnaciones terrenales de los mismísimos dioses. En algunos casos se pensaba que los dioses eran los verdaderos monarcas, y que los políticos eran solo sus administradores.
Victorias militares, cosechas cuantiosas y redes de comercio amplias eran algunas maneras de agradar al panteón celestial. La observación de las fiestas sagradas también lo era. De esta forma, los babilónicos garantizaban que las deidades mantuvieran el orden sobre el caos en el cosmos. Una de las fiestas más ampliamente festejadas fue Akitu, que se sostiene como uno de los registros más antiguos de la celebración de Año Nuevo.
Además de aludir al mito de la Creación mesopotámico, a nivel político esta fiesta legitimaba “el mandato del monarca por medio de demostraciones públicas de la aprobación del patrón divino”, explica Mark. Por ello, los mesopotámicos no se tomaban sus propósitos de Año Nuevo a la ligera: era un compromiso religioso, cívico y político, frente a su monarca y sus dioses: no podían quedar mal con ellos.
Los propósitos Año Nuevo no se perdieron en la arena del tiempo
Akitu fue tan trascendente para los antiguos mesopotámicos, de acuerdo con el teólogo de Northwestern University, Benjamin Sommer, que fincó las bases para “el desarrollo de las teorías de la religión, el mito y el ritual”. Pero, ¿cómo llega a Occidente, si otras festividades babilónicas se perdieron en la arena?
Los romanos tomaron esta tradición antigua y, como tantas otras, la integraron a su propia cosmovisión. En lugar de hacer juramentos a las deidades, en Roma se juraba lealtad al emperador en curso con cada nuevo ciclo anual. Siglos después, los metodistas retomaron esta práctica para renovar sus votos a Dios cada 31 de diciembre, explica Anthony Aveni, astrónomo y antropólogo de la Universidad de Colgate en Nueva York (Estados Unidos).
En su publicación más reciente, The Book of the Year: A Brief History of Our Seasonal Holidays, el autor explora cómo los seres humanos hacemos promesas en tiempos de incertidumbre: la transición nos obliga a fincar bases que nos hagan sentir que pisamos en tierra firme. Hoy en día, los propósitos de Año Nuevo perdieron su cualidad religiosa y tienen que ver con intentos (muchas veces fallidos) de superación personal.
Tal vez por eso me excuso detrás de un cerebro congelado: la incertidumbre de un nuevo comienzo ciertamente nos paraliza. Quizás, también, porque ya no hago compromisos para pagar impuestos o rendirle cuentas a algún rey. En ese contexto, un cerebro congelado es mejor que tener deudas sin cubrir al Estado.