El dolor es hoy sinónimo de mal. Nada se combate tanto como él. El dolor corporal se trata con analgésicos. El dolor espiritual, con antidepresivos y ansiolíticos. El consumo de sustancias para atemperar los sufrimientos no es nuevo. Nadie debería escandalizarse de ello.
El chamán y el médico prescriben sustancias por igual para poder seguir con la vida. Hay, sin embargo, algo en nuestra condición actual, incluida la medicina, que ha hecho de la analgesia objeto de adicción. No está en juego el potencial adictivo de estas sustancias (que es poco comparado con el alcohol u otras drogas duras) en sí mismas, sino del lugar que ocupan en el cuadro de la misera humana contemporánea.
El dolor no se va, pero el mensaje es inequívoco:
…una vida dañada nos lanza muecas sobre sobre el estado del mundo y nuestra existencia. Mientras más se le rehúye, más insiste. Es verdad que la vida ha sido medicalizada, pero esta observación dice muy poco. La medicina es sólo el modo contemporáneo de tratar el malestar. Un modo tan descarnado como nuestro propio dolor, que ya no se deja atemperar por el cura o el chamán, el té de hierbas o la oración.
Más allá de que los médicos o los gobiernos tengan sus métodos para tratar la vida o la enfermedad es ciertísimo que estamos enfermos, que sufrimos y que nos volvemos locos. En verdad nos quiebra el dolor y requerimos un ibuprofeno para llegar al final de la jornada laboral.
El dolor es simplemente una sensación exacerbada hasta el límite. Todo puede doler: el mirar, el ser tocado, el caminar, incluso el hecho de pensar. El dolor es señal de alerta, de que algo se ha roto o descompuesto. Es verdad, pero sólo porque la zona rota o afectada se ha vuelto hipersensible. Grita porque ha sido dañada. El daño intensifica la sensibilidad. El dolor altera la percepción, sin duda, pero no la falsifica. Tiene un valor cognitivo y de descubrimiento, más allá de su trivial función de alarma. El dolor posee una rica variedad de formas: localizado o extendido, sordo o que grita (en inglés se le dice: screaming pain) que se deja leer a quien le presta atención y no huye de él.
Puede ser afilado, como una lanza, o grueso y sordo como un pesado martillo. Forma de punto, de estrella, de línea -recta o sinuosa. Constante o intermitente. El dolor deletrea el mundo en lo que más tiene de hiriente. Pero nuestros umbrales a aquel bajan con los años hasta que no soportamos más y pedimos un fármaco que nos salve.
Se suele considerar la salud como un estado sin dolores ni molestias. Como un estado de calma y autarquía. Pero esta concepción se confunde con el letargo derivado de la comodidad y la anestesia que por diferentes medios nos administramos. Ciencia y entretenimiento se dan la mano en dos prácticas -y sus tecnologías asociadas: la algología y la anestésica. Es decir: el conocimiento y las técnicas para mitigar el dolor y para disminuir nuestra sensibilidad con el fin de que aquel no nos hiera. Es una situación análoga a la que sufre el paciente con enfermedad autoinmune. Para que su propio cuerpo no lo ataque, debe deprimir su sistema inmunológico completo, quedando a expensa de enfermedades. No podemos disminuir nuestro dolor sino deprimiendo globalmente nuestra sensibilidad, perdiendo la capacidad de leer nuestros cuerpos.
Un constante dolor acompaña ya nuestras vidas. Para ello existen fármacos, pero también vitaminas, suplementos, dietas, meditación, ejercicio, estilos de vida completos. Resulta fácil reconocer que nuestros cuerpos se sienten (y están) enfermos de manera masiva y global. Pero es más difícil aceptar que no enfrentamos el dolor sino adormeciéndonos, por anestesias de toda clase: televisión, series, redes sociales, drogas, medicinas, bares.
A principios del siglo XX el dolor de la existencia se comenzaba a mitigar con el entretenimiento, es decir, con la invención de espectáculos que nos tuvieran entre momento y momento. Nos debían asegurar instantes para distraerse, un poco de tiempo libre para volver el lunes a trabajar frescos como una lechuga. Pero mientras la situación del trabajo se volvía más y más alienante, la distracción dejó de ser un mecanismo excepcional de escape para convertirse en la normalidad. No somos dispersos porque los medios de comunicación nos manden mensajes cortos de publicidad o porque X, antes Twitter, acepte solamente 280 caracteres.
Por el contrario, constantemente debemos huir. Ante el dolor la primera estrategia consiste en escapar. ¿Qué animal sensato no lo hace? Los humanos huimos del dolor humano: es decir, no sólo del malestar físico inmediato, sino también de la angustia y la ansiedad, los dolores espirituales más profundos. ¿Y a dónde huir si no hay sino un mundo, el mismo mundo, extendido en todas direcciones? Huimos de la atención, del foco donde ciertas cosas pueden aparecer con dolorosa claridad. El síndrome de déficit de atención, con o sin hiperactividad no es una invención del manual de trastorno mentales DSM V, pero tampoco un arbitrario desbalance de neurotransmisores. Se trata de un estado mental de la época.
No sólo tenemos estados de ánimo y pensamientos, sino estados mentales, modos de relacionarnos con nuestra atención y concentración.
Hoy tenemos prisa no porque exista un mandato de productividad. Las grandes empresas invierten más en obtener dividendos en la bolsa que en el mejoramiento de sus productos. Lo que hacen las empresas es inventar novedades. Eso no significa innovar, es decir, cambiar estructuralmente la producción, sino en producir efectos que deslumbren subjetivamente. No nos interesa la productividad, sino lo nuevo. ¿Y por qué lo nuevo? Primero, porque mitiga el aburrimiento. Pero, más importante, porque es un golpe que nos motiva por un breve tiempo y nos permite recomenzar un día más.
En realidad, tenemos prisa no por llegar a algún lado, sino por dejar de estar en donde estamos. Quedarnos quietos nos muestra el horror del presente. La rapidez y la invención nos permiten sobrevivir mejor la ansiedad y la angustia, yendo de sobresalto en sobresalto. Esto, sin duda, nos estimula un poco. Nos otorga sensaciones más o menos placenteras. Pero tampoco podemos emocionarnos ya demasiado, porque, por más que nos distraigamos, llevamos a cuestas el mundo, para lo cual buscamos una y otra vez formas más radicales de anestesia. Además, porque no creemos realmente que las cosas puedan ser distintas.
El dolor se vuelve crónico, es decir, que no se va, pero tampoco mata.
Como sea, no queremos escuchar el dolor. Porque podría llevarnos a otro todavía más insoportable. Y porque podría terminar diciendo algo. Sí: terminar revelando un mensaje para el cual no estaríamos preparados. Si escuchásemos el dolor, en vez de solamente arrastrarlo, y de intentar mitigarlo sin éxito, probablemente se nos revelaría un mensaje.
Entre el cansancio, el hastío y el dolor logramos entreverlo: nos duele la falta de futuro.