El funcionario Chichikov, personaje central de la novela Almas muertas, de Nicolai Gogol, andaba a la caza de las almas difuntas registradas por los terratenientes rusos en sus catastros de servidumbre. Ingenioso modo de acopiar una buena fortuna. A partir de esta práctica que no era inusual en el burocratizado mundo ruso, el novelista construye su novela y exhibe una impresionante galería de personajes reales, cuyos retratos, descritos con fino humor no caen en la burda caricatura.

Gógol nos regala, pues, en su obra Almas muertas una visión desnuda y a ratos mordaz, de la sociedad rusa de su época, a través de esta novela publicada en 1842, que le procuró enorme prestigio, dentro y fuera de las fronteras de la remota Rusia, consolidando su fama como narrador superlativo. Chichikov es un personaje cuyo modelo e impronta lo han transformado en paradigma del funcionario venal de todos los tiempos. Bajo su vieja levita podríamos imaginar, sin demasiado vuelo surrealista, a Hermosilla, Chadwick, Longueira, Torrealba y tantos otros por ahora fuera de obituarios y catastros de fenecidos.

Según presupuestos contemporáneos, nos sentimos tentados de calificar al astuto Chichikov como un emprendedor adelantado a su época, alguien capaz de lucrar con las identidades póstumas de centenares de occisos, individuos desconocidos en sus breves trayectorias vitales, proletarios de la tierra desprovistos de salario y de eso que hoy llamamos “seguridad social”, siervos o virtuales esclavos de la tierra que morían en el anonimato, entregados a la frágil memoria de sus escasos deudos: “vida de tantos, recuerdos efímeros”, según Dostoievski.

Chichikov se transforma en un hábil estafador del estado ruso, accediendo y apropiándose de subsidios creados para incentivar la deprimida y precaria actividad agropecuaria, basada en medios de explotación anticuados e ineficientes. La mayoría de estos incentivos pecuniarios sólo servían para engrosar las faltriqueras de los terratenientes y no redundaban en el beneficio propuesto por los legisladores del zar.

Chichikov pues, aprovechaba el escaso control de este sistema de beneficios para enriquecerse, es decir, robar a ese ente que llamamos Estado o Fisco en su aparato de administrador financiero del peculio colectivo, que a menudo desvía los recursos públicos en beneficio de los poderosos, mediante variados delitos de corrupción, no siempre conocidos por la ciudadanía común. Esto es tan viejo como el ser humano, repetido a lo largo de innúmeras generaciones, presente en todas las culturas.

La especie de los Chichikov prolifera hoy en día entre nosotros los chilenos, como una gigantesca red que se mueve y articula entre las sombras, descubierta, de manera accidental y sorpresiva, por algunos de sus tejedores subalternos, resentidos, quizá, por recibir trozos menores en el reparto del botín. Así, mediante el expediente de la extorsión, trataron de ajustar cuentas con sus mandantes, sin lograrlo de palabra alzada, pero sí acudiendo a la delación, amparados por el rescate de informaciones encriptadas en folios cibernéticos.

En los lejanos tiempos de Chichikov –casi dos siglos ha– no existía el riesgo de las huellas electrónicas, esta especie de invisible pizarra donde quedan grabadas muchas de nuestras íntimas o secretas palabras.

Ese dios que todo lo escucha ha dejado de ser una amenaza del libre albedrío ante las múltiples tentaciones y el riesgo latente de transgresión pecadora del ser humano, transformándose en una suerte de conciencia colectiva y amenaza reveladora, más allá de la manipulación de sus contenidos otrora ignotos. Arma de doble filo, como la develación de las almas muertas para el funcionario de la historia de Gógol.

Nuestros Chichikov coetáneos exhiben diversas filiaciones y nombres considerados hasta ayer como “honorables”, incluso dotados del prestigio de esa otra entelequia de rasgos prevaricadores que conocemos como “servicio público”, suerte de lucro indirecto de los supuestos “recaudadores del diezmo”, es decir, de los agentes encargados de recabar la carga tributaria; alcabaleros, en vida de Miguel de Cervantes.

La diferencia en el tiempo cronológico y en su versión histórica estriba en que hoy las víctimas no son almas muertas, sino seres aún vivos, almas encarnadas que padecen incontables abusos cometidos y vejaciones infligidas por individuos desalmados, que lucran con la miseria del prójimo, escarnecedores impunes de quienes los eligen como mandatarios de la res pública.

Nicolai Gógol escribió Almas muertas como una novela humorística de entretenimiento para los ávidos lectores de ficción del siglo XIX ruso, inspirado en modelos franceses surgidos en la Ciudad Luz. Quizá como Cervantes, el tono satírico de la narración ocultaba una intencionalidad crítica acerada; tal vez una forma de eludir el gran riesgo de una censura implacable.

Su escritura tuvo, sin embargo, un efecto fundacional y precursor de los grandes novelistas rusos que le sucedieron: Dostoievski, Chéjov, Andreiev, Tolstoi, Lermontov, Gorki... Aunque estos fuesen más realistas y explícitos en sus denuncias, como testigos también veraces de su tiempo.

Tal vez surja, en esta flaca isla del último reino, algún narrador nuestro que teja una novela sobre tantas almas adormecidas ante el saqueo impune de las arcas fiscales y del erario público. Habrá que esperar, como recomendaba Borges, medio siglo más de maduración estética.