Hablar de publicidad en muchos casos es visualizar el hastío ante la interrupción constante en cualquier medio de la actividad, lúdica u ocupacional, que desarrollas, que te obliga a prestar una forzada atención a la campaña cuya finalidad no es otra que la venta de un producto a través de la persuasión. Dicho a grandes rasgos.

No obstante, cabe mencionar que no siempre produce el mismo efecto. A veces la originalidad produce efectos distintos, tarareamos la música, nos conecta con sentimientos nostálgicos, nos hace reír. Dice que si no entiendes el sentido de un anuncio es que no va dirigido a ti: es lo que siempre me digo con la exhibición de coches.

En otras ocasiones resultan tan insulsos y machacones que no quieres otra cosa que quitar el volumen para no tenerlo que escuchar, como ese señor que anuncia que vende tu coche a modo de disco rayado. Por otro lado, no siempre la repetición es igual de estomagante: allá por los noventa un chiquillo llamaba a toda su familia para felicitarles las fiestas en un alarde de facturas telefónicas ajustadas a todos los bolsillos, y aún hoy seguimos recordando que el niño se llamaba Edu.

Algo parecido a lo que una entidad financiera ha hecho más recientemente: un arriesgado paralelismo entre el vecino perfecto, reencarnado en la figura de un mozalbete pintón, que lo mismo te hace la declaración de la renta que te recoge de un concierto, y las posibilidades bancarias en cuestión.

Cabe mencionar, por otra parte, que dado que la publicidad está por todos lados, también se ha hecho su hueco en las representaciones artísticas de lo más variopinto. Los artistas (músicos, pintores, poetas), seres especialmente sensibles, son capaces de ver belleza en todas sus diversas manifestaciones, allá donde miran alcanzan a encontrar el objeto merecedor de estar en el centro de su obra, por descabellado que resulte.

Sin ir más lejos, allá por los inicios de los años ochenta, el grupo musical Alaska y los Pegamoides, con una jovencísima Olvido Gara a la cabeza, y la frescura, el desenfado y la espontaneidad que llevaban a modo de bandera, coreaban algo así como “Quiero ser un bote de Colón y salir anunciado por la televisión. Qué satisfacción, ser un bote de Colón” a lo largo de casi dos minutos de canción, con el sonido electrónico de fondo y nada más de letra. Un reconocimiento al detergente que no faltaba en los hogares con el lema de “blancura superior” y un despliegue creativo como los que se pueden ver en Arco.

No tan satisfecha se mostraba la señora, ama de casa y madre de torero, hooligan o superhéroe, que frota que te frota como si se tratase de una metáfora de la cruda sociedad, sin obtener resultado. Esto es lo que cantaban los chicos del nasal pop, Un Pingüino en mi Ascensor, denunciando los castillos de humo que intentan colarnos por televisión, con la canción “El ama de casa estafada por la publicidad”.

Más allá de estas cuestiones artísticas, siempre creativas y originales, es interesante señalar un hecho favorecido por la publicidad hace ya algunos años, y es el haber dado a conocer una obra tan grandiosa como impresionante de cuya existencia nadie sabía, pese al estar a la vuelta de la esquina.

Mejorada del Campo es una localidad al este de la Comunidad de Madrid de algo más de veinte mil habitantes. Los ríos Henares y Jarama confluyen en sus inmediaciones, donde se han encontrado los restos de colonias pertenecientes al Paleolítico, del que se remontan sus orígenes. En 1983 tuvo lugar cerca de su casco urbano un grave accidente de un avión Boeing 747, de una compañía colombiana, en el que fallecieron 181 personas, entre las cuales había varias figuras relevantes del mundo de las letras.

Es posible que haya poco más que contar de dicho municipio con relevancia significativa, sin embargo, allá por el año 2005 la campaña publicitaria de una bebida isotónica la puso en boca de todos al presentarnos a uno de sus vecinos más insignes: Justo Gallego.

Justo Gallego Martínez, de profesión agricultor, que ya entonces contaba con 80 años, presentaba ante los ojipláticos espectadores una obra que inexplicablemente había permanecido hasta entonces ajena al mundo.

Tras salir del monasterio de Santa María de Huerta (en el que había ingresado a los 27 años) por padecer tuberculosis y superar posteriormente la enfermedad, comienza en 1961 a elaborar el plan: la construcción de una catedral como forma de congraciarse con el poder divino que le había salvado. Compaginando esta misión con sus labores en el campo, fue levantando los primeros cimientos en unos terrenos familiares, valiéndose de todo tipo de materiales reciclados que le proporcionaba un amigo chatarrero.

Lo que contado así parece no tener mucho fundamento, más si se concreta que el constructor en cuestión no disponía de planos, materiales formales de obra ni conocimientos arquitectónicos, resultó ser la obra más grande creada por el hombre. Trabajo, esfuerzo y perseverancia al servicio de un sueño.

Se trata de una catedral conformada por todos los elementos arquitectónicos tradicionales, de 4.740 metros cuadrados y 35 de altura, amasada durante sesenta años por la fe y la ilusión de su autodidacta creador, que nos ha dado la mejor de las lecciones: si lo crees, lo creas.

En 2021, con 96 años, nos dejaba Justo Gallego, habiendo previamente donado la catedral a Mensajeros de la Paz, con el deseo de que fuera finalizada. Aunque no ha sido consagrada ni reconocida como templo, todos los años es visitada por miles de curiosos turistas que no solo admiran lo pintoresco de la obra en sí, sino lo asombroso de su creación.

Un legado tan humilde como ambicioso que le ha concedido la vida eterna a quien no pretendió tanto. Justo Gallego, un hombre sin recursos académicos ni materiales, pero con un potencial muy superior a todo eso, que nos ha venido a decir que los límites solo están en uno mismo. La grandeza del ser humano es infinita, pero hay que creérselo. Parafraseando a Henry Ford: “Tanto si crees que puedes hacerlo, como si no, en los dos casos tienes razón”.