Quienes cruzan el mar cambian de cielo, pero no de alma.

(Horacio)

Todo parece indicar, según ciertos reporteros de televisión, que la canción del verano toca a su fin. O lo que viene a ser lo mismo: no es, ni de lejos, lo que fue. Esos mismos periodistas, nostálgicos, evocaban recientemente antiguos éxitos en España, superventas destinados al consumo masivo. Así, no sin una gota de melancolía, nos recordaban temas tales como El chiringuito, Aserejé y Un rayo de sol… en una enumeración que iba desde los años sesenta hasta la hora presente. Una hora, la actual, en que la calma que antaño se respiraba en las playas españolas se ha visto rota por la aparición de descamisados de todo el mundo que arriban a nuestras costas. Son gentes «de color», es decir, negros como el carbón; «magrebíes», que por mor del lenguaje puesto al servicio de ocultar la realidad de no pocos sentimientos, ya no se llaman «moros»; o latinoamericanos, a quienes hasta no hace mucho se les tachaba despectivamente con el término de sudacas.

Al parecer, los diques de contención de esta ola migratoria «que nos invade» se han desmoronado ante lo masivo de la misma, y cálculos y previsiones para integrarla entre nosotros han saltado por los aires.

Ciertos sectores políticos, muy ligados a eso que da en llamarse extrema derecha y que no suponen otra cosa que un retorno del fascismo —por ahora sin «camisa vieja» ni cantos guerreros—, abogan por implantar en suelo hispano el viejo lema de ¡Santiago y cierra España!, que tan caro les resultara no hace tantos años como algunos pretenden. Otros actores de la vida parlamentaria española, en cambio, con más palabras que obras, prefieren diseñar programas de acogida; planes que, hasta cierto punto, garanticen la estabilidad de un flujo migratorio necesario, sí, pero limitado a la propia capacidad de admisión y refugio. Sin embargo, y para abatimiento de esos actores, la mayor parte de los migrantes no tiene más opción que la de huir de territorios asolados por la guerra, la represión o el hambre.

Ante este panorama, no resulta nada extraño que las felices canciones de antaño —ritmos pegadizos e inocentes a la orilla del mar— hayan desaparecido ante la presencia de esos cayucos que, en opinión de periodistas, tertulianos y demás factores de la comunicación escrita y audiovisual, resulta «amenazadora». Amenazadora porque, según ellos, esas embarcaciones o cayucos que arriban a nuestros puertos y ensenadas —atiborrados de gente extraña, sedienta, desesperada— atentan contra la esencia misma de nuestra identidad. Una identidad forjada en el crisol de una cultura y civilización ajena por completo a esa plétora miserable.

Claro que, con la capacidad que tiene el «mercado» para triturarlo todo, bien podría producir un tema a costa de cualquier desgracia, y, de este modo, no resultaría sorprendente que nos vendieran —aunque con propósito «fraternal y solidario», por supuesto— un nuevo tema para el próximo verano: La canción del cayuco. Una canción cuyo estribillo no podría ser otro que éste, a juzgar por los comentarios recogidos:

Vamos a reír,
Vamos a gozar,
A bordo de un cayuco
Echándonos al mar.

Tal parece el ánimo que se respira en el meollo de no pocos análisis y comentarios, cuando éstos nos recuerdan que quienes se lanzan a la aventura de cruzar el mar pagan a las mafias que organizan tales travesías sumas que, a todas luces, resultan desorbitantes. Sugieren, sin decirlo, que con las cantidades que pagan a las redes que organizan ese tráfico bien podrían costearse poco menos que un crucero de placer por las aguas del Mediterráneo o del Atlántico. Como si esos «condenados de la tierra» tuvieran la posibilidad de salir de sus países provistos de pasaporte y dinero, tal y como hacemos los occidentales, para disfrutar de las mieles del turismo.

La realidad, en cambio, tozuda como siempre, nos dice que emigrar legalmente en posesión de un contrato de trabajo para integrarse de la forma más adecuada en nuestras sociedades resulta cada vez más difícil. Ése es el sueño de no pocos seres humanos: conseguir un lugar bajo el sol de Occidente y hacerse con un capital susceptible de ser reinvertido en sus países de origen, y así, contribuir decisivamente al desarrollo de los mismos. Tal como hicieran, en otras épocas, españoles, italianos, portugueses o griegos; es decir, europeos desfavorecidos.

Hace falta un cinismo a prueba de bala —de bala de plata— para pervertir el dictum de Horacio y asegurar que, en efecto, «quienes cruzan el mar cambian de cielo, pero no de alma», lo cual, en esas voces, significa que quienes desembarcan de la peor manera posible en nuestras costas nunca cambiarán sus ideas y creencias por las nuestras, y que con ellos nos llega la peste del atraso y la barbarie.

A esas voces habrá que recordarles —aunque bien lo saben— que la barbarie no es patrimonio de un pueblo en particular sino de la humanidad en su conjunto. Que fueron las empresas coloniales las que hundieron a esos pueblos en una noche oscura del alma, floreciendo en el corazón de las tinieblas la esclavitud y la violencia, las enfermedades, la explotación y el hambre. Que, tras las luchas por la liberación de esos pueblos, condenados todos ellos por los «sagrados valores» de nuestra civilización, surgieron, como renovadas flores del mal, iniciativas neocoloniales que dejaron pudrir interesadamente semillas de paz, progreso y libertad cuando —como así sucediera en el Congo belga— líderes de la talla de Patricio Lumumba fueron asesinados por mercenarios al servicio de las metrópolis. O, estabilizada de alguna manera la situación en esas regiones, auparon al trono del poder a no importa qué clase de criminales con tal de que sirvieran los intereses controlados por Occidente.

Todo esto es así y todos lo sabemos. No obstante, la hipocresía empaña la verdad para facilitar que la marejada de los grandes beneficios siga aumentando en la bolsa.

Bajo la economía liberal, la única forma de seguir aumentando la plusvalía no es otra que la de explotar el trabajo asalariado. Y qué mejor margen de beneficio que el que puede aportar una mano de obra abundante y precaria, desorganizada, sin derechos ni libertades reconocidos, cuando no criminalizada por carecer de papeles y de domicilio fijo. Ellos trabajan en lo que aquí nadie quiere: en servicios de limpieza y domésticos, restauración, cuidados a la tercera edad, agricultura, construcción, etcétera.

Las ventajas de esta situación son más que evidentes para la gran masa de capital: la mayoría de trabajadores es acosada por el fantasma de la «emigración»: ellos han venido aquí para quitarnos el pan de la boca, para hacer más frágiles los planes sanitarios, de educación y vivienda, salarios y pensiones; para crear inseguridad en nuestras calles y envenenar nuestra convivencia. Sus costumbres, bárbaras por definición, debilitan nuestra cultura y fragilizan la identidad de nuestra nación… El futuro, pues, deviene impredecible y nos plantea una incógnita más que grave.

Así es como difunden y expanden el miedo, la desconfianza, el rencor. Así es como enfrentan a unas comunidades con otras en nombre de razas y culturas diferentes. Lo estamos viendo en Austria, Alemania, Países Bajos, Italia… en Francia y en los países del norte de Europa. También en España y Portugal. No somos diferentes.

En un reciente artículo aparecido en el diario El País, Iván de la Nuez, ante las complejas y difíciles transformaciones que nos aguardan, nos cuestionaba al preguntarse si el desafío que, como civilización, enfrentaremos en los próximos lustros será una tarea fácil; a lo cual, él mismo respondía: "En absoluto. Sobre todo, cuando aquí no hay quien venda ni compre un porvenir feliz, unilateral y aburrido. Será complicado y, a la vez, tendrá que ser posible. No nos queda otra como humanos, ni siquiera como seres vivos en este planeta". (Iván de la Nuez, «El fin de la poshistoria», El País, 27/09/2024)

Son, las suyas, palabras muy precisas; que no concitan sino adhesión por parte de personas que, desengañadas de identidades fijas e inamovibles, han comprendido que con cada cayuco que nos llega ya no queda sino la posibilidad de construir otra Arca de Noé que salve a la Tierra y a nosotros mismos del diluvio que provocamos para mejor destruirnos.