El pasado setiembre tuve la muy anhelada oportunidad de visitar España, esta vez en unas vacaciones algo extensas; hace 21 años, en 2003, había ido tan solo a Barcelona, a un congreso en mi campo profesional, sin mucho tiempo para conocer sus edificaciones, su geografía y su historia. Y, mientras planeábamos el viaje y los sitios a recorrer, les dije a mi esposa, mi hija y mi yerno que, después de La Alhambra —emblemática y exquisita obra de arquitectura mudéjar—, más los alcázares de Toledo, Segovia y Sevilla, en ese periplo turístico no podía faltar una visita a Aranjuez, algo con lo que siempre soñé.

En realidad, ese deseo nació en mi adolescencia, cuando se popularizó la canción intitulada “En Aranjuez, con mi amor” o “En Aranjuez, con tu amor”, difundida en Costa Rica por las excelentes emisoras musicales Titania y Radio Mil. Recuerdo que por entonces se escuchó una versión en francés, al igual que una en español tiempo después, ambas muy románticas.

Varias letras para una misma melodía

Ahora me entero —gracias a internet— que la letra original fue escrita en su idioma natal por el cantautor francés Guy Bontempelli, que denominó “Aranjuez, mon amour”, la cual en 1967 fue grabada por el cantante Richard Anthony, nombre artístico del joven egipcio-francés Ricardo Btesh. El título de esa canción dio nombre a un disco de 12 melodías, que culminaban con dicha pieza musical, y tal fue su éxito —en una época en que los medios de propaganda y distribución no tenían ni por asomo la celeridad y la cobertura de hoy— que logró vender seis millones de ejemplares. Esa versión original dice así:

Mi amor,
en el agua de las fuentes, mi amor,
donde los lleva el viento, mi amor,
al caer la noche vemos pétalos de rosas flotar.

Mi amor,
y las paredes se están resquebrajando, mi amor,
al sol, el viento y la lluvia, y en los años que pasan,
desde la mañana de mayo en que vinieron,
y cuando escuché, de repente, escribieron en las paredes,
con la punta de sus rifles, cosas muy extrañas.

Mi amor,
el rosal sigue creciendo, mi amor, en la pared,
y abraza, mi amor, sus nombres grabados,
y cada verano de un hermoso rojo son las rosas.

Mi amor,
seca las fuentes, mi amor,
en el sol, al viento de la llanura y en los años que pasan,
desde la mañana de mayo en que vinieron,
la flor en el corazón, los pies descalzos, el paso lento,
y los ojos iluminados con una extraña sonrisa.

Y en esta pared, al caer la tarde,
parece que ves manchas de sangre,
pero son solo rosas.
Aranjuez, mi amor.

Hasta lo que sé, esta versión no ha sido grabada nunca en español. No obstante, existe una bastante diferente, atribuida al compositor español Alfredo García Segura, que fue la primera en español difundida por la radio aquí. Cantada por el propio Richard Anthony, reza así:

Junto a ti,
al pasar las horas, oh, mi amor,
hay un rumor de fuentes de cristal
que en el jardín parece hablar
en voz baja a las rosas.

Dulce amor,
esas hojas secas, sin color,
que barre el viento,
son recuerdos de romances de un ayer,
huellas de promesas hechas con amor,
en Aranjuez,
entre un hombre y una mujer,
en un atardecer que siempre se recuerda.

¡Oh, mi amor!
Mientras dos se quieran con fervor,
no dejarán las flores de brotar,
ni ha de faltar al mundo paz, ni calor a la tierra.

Yo sé bien que hay palabras huecas, sin amor,
que lleva el viento, y que nadie las oyó con atención,
pero otras palabras suenan, oh, mi amor, al corazón,
como notas de canto nupcial,
y así te quiero hablar si en Aranjuez me esperas.

Luego, al caer la tarde, se escucha un rumor:
es la fuente que allí parece hablar con las rosas.
En Aranjuez, con tu amor.

Esa fue la canción que se popularizó en el ámbito hispanoamericano, y que a lo largo del tiempo ha sido interpretada —con leves variaciones y arreglos— por el español Plácido Domingo, la griega Nana Mouskouri, la polaca Ania Brzozowska, la mexicana Guadalupe Pineda, el puertorriqueño José Feliciano y otros notables cantantes.

Sin embargo, existe una versión más, que tiene varios elementos en común con ella. Atribuida también al compositor Alfredo García Segura, ha sido entonada por cantantes de la talla de José Carreras, Andrea Bocelli y el cuarteto plurinacional Il Divo. Esta dice así:

Aranjuez,
un lugar de ensueños y de amor,
donde un rumor de fuentes de cristal,
en el jardín,
parece hablar en voz baja a las rosas.

Aranjuez,
hoy las hojas secas sin color,
que barre el viento,
son recuerdos del romance que una vez
juntos empezamos tú y yo,
y, sin razón, olvidamos.

Quizá ese amor, escondido esté
en un atardecer,
en la brisa, o en la flor,
esperando tu regreso.

Aranjuez,
hoy las hojas secas sin color,
que barre el viento,
son recuerdos del romance que una vez
juntos empezamos tú y yo,
y, sin razón, olvidamos.

En Aranjuez, amor,
tú y yo.

A estas dos canciones se suma otra, muy diferente de ambas, y cuyo compositor pareciera ser, de nuevo, Alfredo García Segura. Cantada por Paloma San Basilio, dice así:

Vuelvo aquí,
por la magia de tu música.

Tus cuerdas son caminos
que me traen el ayer.
Vuelve la vida a mis paisajes,
al oírte, guitarra.

Justo aquí,
a la orilla de un atardecer,
fue como un vendaval,
mezcla de miedo y de calor, amor,
por primera vez yo fui mujer,
sentí nacer la belleza.

Tus manos fueron mis manos
y tu mirar, mi mirada.

Junto a ti
hasta el río se llenó de amor
y un nuevo resplandor
como un torrente me cegó.
Después el tiempo lo apagó,
y hoy es solo un acorde.

Tus manos fueron mis manos
y tu mirar mi mirada.

Siempre unidos, para siempre.

Vuelvo aquí,
por la magia de tu música.
Tus cuerdas son caminos
que me traen el ayer.
Vuelve la vida a mis paisajes,
al oírte, guitarra.

Y aunque no estás aquí
todo me sabe a ti, en Aranjuez.

Para concluir lo referido a la letra de “En Aranjuez, con mi amor”, lo común en las tres versiones en español y la francesa es la alusión nostálgica a un amor frustrado o trunco, surgido en el ambiente paradisíaco de Aranjuez. Un paraje con grandes y numerosas fuentes cantarinas, en medio de bellos e inmensos jardines de rosas y otras flores de vivos colores, más la suave brisa que a la hora del crepúsculo corre por la cuenca del muy tranquilo río Tajo —el cual serpentea por los predios de Aranjuez— y arrastra consigo las hojas desprendidas de los árboles, como símbolo de lo que una vez fue, pero dejó de ser.

La génesis de una deslumbrante melodía

Ahora bien, lo que no he dicho hasta ahora —pues lo deben saber todos o casi todos los lectores— es que la partitura que da sentido a esas cuatro versiones es la misma, y corresponde a una porción del “Concierto de Aranjuez”, inspiración del célebre y prolífico compositor valenciano Joaquín Rodrigo Vidre, nacido en 1901 y fallecido hace 25 años, el 6 de julio de 1999. Esa obra, que data de 1939, fue compuesta mientras su autor residía en Francia, y estrenada en Barcelona el 9 de noviembre de 1940, con la interpretación del célebre guitarrista Regino Sainz de la Maza, acompañado por la Orquesta Filarmónica de Barcelona.

Ignorante en cuestiones musicales, por años pensé que la canción “En Aranjuez, con mi amor” y el “Concierto de Aranjuez” eran lo mismo. No obstante, después me enteré de que, en realidad, el concierto consta de una secuencia de tres partes o “movimientos”, técnicamente denominados allegro con spirito, adagio y allegro gentile, y de que la melodía de la mencionada canción se restringe al adagio del concierto. Por fortuna, en algún momento de mi vida pude conocer completo ese exquisito concierto y deleitarme con él, tras lo cual lo grabé en un casete que me acompañó por muchos años.

Desde entonces, disfruté más de la música que de su antojadiza letra. Y digo esto —lo cual no significa que no sea agradable y que también conmueva—, por cuanto esa letra no refleja ni encarna el espíritu con el que Rodrigo concibió y plasmó tan sublimes notas musicales.

Ciego desde los tres años, como consecuencia de una seria afección de difteria, sus padres lo estimularon y apoyaron para que concretara su vocación y su potencial como artista, por lo que se dedicó a aprender violín y piano, así como a estudiar composición musical. Ya en la madurez, y graduado en estas artes, a los 26 años se mudó a París, para alternar con músicos consagrados y nutrirse de ellos. Fue ahí donde conoció a la mujer que lo acompañaría por el resto de su vida, la turca Victoria Kamhi Arditti, profesora de piano.

Tras su boda en Valencia, en enero de 1933, la pareja disfrutó la luna de miel en el bucólico y mágico Aranjuez. Aunque, obviamente, la ceguera le impedía a Rodrigo percibir imágenes, de seguro que ahí su piel y su alma fueron permeadas por los sutiles y relajantes sonidos de los surtidores de las fuentes, los musicales trinos y gorjeos de las aves, las enervantes fragancias de las flores, la tibieza de los rayos solares, la vivificante brisa, y el contagiante murmullo de las aguas del Tajo.

Seis años después, la pareja se ilusionaba con el advenimiento de su primer hijo pero, al dar a luz Victoria, el niño falleció, y ella estuvo a punto de morir. Atenazado por el dolor provocado por la pérdida del tan anhelado hijo, más el riesgo de que también muriera su amada esposa —quien, además, era su lazarillo y su ángel de la guarda, calificada por él como “la luz de mis ojos”—, fue la música lo que le permitió afrontar y hasta exorcizar la tragedia familiar.

Y fue entonces cuando, en una pieza del edificio No. 159 de la calle Saint-Jacques, en el Barrio Latino, en París, una mañana Rodrigo vivió una especie de revelación, al sentir “una fuerza irresistible y sobrenatural”, como él mismo la calificó. En efecto, después de rumiar por largo tiempo lo que deseaba plasmar, esa venturosa mañana la melodía correspondiente al adagio del concierto empezó a brotar de manera espontánea y fluida en su mente, por lo que la escribió de manera ininterrumpida, dejándose llevar por lo que le dictaban sus sentimientos, sin reparar mucho en los aspectos propiamente musicales. Conforme eso ocurría, perforaba las notas en una modalidad de código braille apta para músicos ciegos, las cuales su esposa le ayudaría tiempo después a transcribir en el formato de un pentagrama convencional.

Estos y otros aspectos más, alusivos a la génesis del concierto, están narrados de manera clara y didáctica en un corto video del especialista Alberto Musitaro, que el lector interesado puede consultar en internet:

Dicho experto indica que, aunque hay varias hipótesis acerca del significado del adagio de este concierto para guitarra y orquesta, fue el propio Rodrigo quien lo esclareció, y de manera incontrovertible. Se trata de un frontal y hasta desafiante diálogo o encaramiento entre Rodrigo y Dios —representados por la guitarra y la orquesta, respectivamente—, y en el cual, con enojo y hasta rabia, desolado e impotente, él reniega de su muy lamentable situación, a la vez que le suplica a Dios por la salud de su amada esposa.

Al respecto, Musitaro explica que, después de que una y otra vez el apabullante poderío de la orquesta eclipsa el plañir de la solitaria guitarra, finalmente “Dios le contesta y le impone su voluntad, por encima de los hombres”, de modo que el adagio “culmina en calma y aceptación” de parte de Rodrigo. Asimismo, en el clímax de ese movimiento, las sutiles notas musicales denotan que el alma de su hijo asciende al cielo, y es entonces cuando Rodrigo “queda en paz con Dios”.

En síntesis, por confesión de su propio autor, esta conmovedora melodía, que toca las más recónditas fibras del alma, fue inspirada no por un amor romántico o erótico —con todo lo mágico que ello tiene, y que varias de sus letras han enfatizado—, sino por el amor puramente filial, surgido de la irreparable pérdida de su primogénito. Eso sí, está enmarcada e inspirada en el inefable y muy romántico entorno de Aranjuez, donde Rodrigo y su amadísima Victoria habían vivido su luna de miel pocos años antes.

Yo, en Aranjuez

Ahora bien, para retornar a mi reciente viaje a España, pude concretar mi sueño de conocer Aranjuez. Y, aunque con varias semanas de anticipación habíamos concertado una visita guiada con una agencia turística, para así conocer en detalle la historia, la arquitectura y las joyas artísticas del majestuoso Palacio Real que ahí existe —construido en el siglo XVI—, lo cierto es que yo también deseaba tiempo libre, y lejos de los turistas, para disfrutar a solas de los bellos jardines y alamedas que adornan ese ambiente magnífico.

Asimismo, antes de salir de Costa Rica, recibí una linda sorpresa. Dada la cercanía de mi cumpleaños, y para que me entretuviera —junto con mi infaltable lectura— durante los muy largos viajes que nos esperaban en avión y en tren, mi hija Darinka me regaló unos audífonos muy finos, para conectarlos a mi teléfono celular y así poder escuchar música previamente seleccionada. Fue en ese mismo instante cuando pensé que me gustaría llevar conmigo la banda sonora del “Concierto de Aranjuez” ejecutado magistralmente por el célebre guitarrista Pepe Romero —quien fuera cercano amigo de Rodrigo—, junto con la Orquesta Sinfónica Nacional de Dinamarca, conducido por el maestro español Rafael Frühbeck de Burgos. Mi yerno Daniel lo hizo de inmediato, y así quede bien provisto para lo que deseaba.

Ya instalados en Madrid, y tras visitar varias ciudades a cuál más de hermosa, llegó el esperado día de ir a Aranjuez. Le dije a Elsa, mi esposa, que nos fuéramos lo más temprano posible, para llegar antes de la hora pactada para la visita guiada, con el fin de recorrer por cuenta nuestra algunas partes del lugar. Y fue así como, durante los 42 kilómetros que separan Madrid de ese emblemático sitio, mi corazón palpitaba de emoción, sabiendo que estaba a punto de concretar un sueño largamente ansiado.

En efecto, llegados allá, y sin que hubiera casi nadie en los alrededores, tomamos un leve desayuno en un restaurante ubicado a unos 50 metros del palacio, frente a una sobria baranda que delimita al Jardín del Parterre, donde están las bellas fuentes de las Nereidas, de Ceres, y de Hércules y Anteo. Después crucé la calzada para ingresar a dicho jardín y, ya sentado en un poyo de madera y sin nadie alrededor, activé el teléfono y los audífonos para escuchar tan anhelada pieza musical.

Lamentablemente, debido a la cercanía del otoño —era 5 de setiembre—, aunque cuidados con envidiable esmero, los jardines no tenían el esplendor que les confiere la primavera, y las fuentes estaban sin agua, quizás por economía o racionamiento. La verdad es que eso no me importó. Sin embargo, no había transcurrido siquiera la mitad de los casi 12 minutos que dura el adagio, cuando, a pocos metros, la deslumbrante melodía fue estropeada por el ruidoso motor de un tractor que ingresó al jardín más cercano. ¡Puede imaginar el lector la clase de imprecación que salió de mi boca, y que me tuve que tragar!

No obstante, no me iba a ir de ahí sin haber logrado mi propósito. Por tanto, concluida la visita guiada —de un par de horas—, caminamos entre vergeles, rosaledas y fuentes, para después ingresar en los hermosos predios del Jardín del Príncipe. Ya ahí, en soledad casi total, en la ribera del plácido río Tajo y sentado en un poyo protegido por la benévola sombra de varios árboles frondosos y con follaje todavía verde —reacio a aceptar las imposiciones del otoño—, por fin pude cerrar los ojos, abrir mis oídos y mi alma, para comulgar con esa melodía en tan idílico entorno.

Música intimista, a la vez que extasiante y embriagadora, en la que los requiebres, arpegios y rasgueos de la apasionada e impetuosa guitarra flamenca emiten trepidantes y hechizantes gemidos, frente a la contrastante solemnidad y apacibilidad de un armonioso, perfecto y envolvente conjunto de violines, violonchelos, fagots, oboes, cornos, clarinetes y flautas, de connotación realmente celestial.

En síntesis, una experiencia casi mística, de esas que se viven una sola vez. Y la pude sentir a plenitud ahí, en el propio Aranjuez.