La única certeza que tenemos desde que nacemos es que un día vamos a morir. No sabemos cuándo ni cómo sucederá, solo que es la una cita única que en algún momento vamos a cumplir como una verdad asociada a la vida misma.
A pesar de la inevitable realidad de la muerte, evitamos mencionarla como si el silencio la alejara de nuestra presencia. Tenemos miedo a morir sin darnos cuenta que ese temor limita la posibilidad de vivir a la máxima plenitud de la vida, hasta que llegue el momento de la última respiración o exhalación.
Tal vez la finitud de la vida y la ansiedad o el deseo de querer vivir eternamente, ha puesto un velo para intentar cubrir la verdad más verídica de la existencia que es la muerte. No obstante, la dualidad vida-muerte es una convivencia que ha dado origen a tratados sobre la relación entre una y otra, para explicar la existencia y comprender el breve paso de los seres humanos por la experiencia de vivir en el planeta tierra.
Desde tiempos inmemoriales la convivencia con la muerte ha derivado en celebraciones, rituales, aprendizajes y experimentaciones que sustentan la vida e incluso le dan sentido a lo que se ha vivido. La muerte ha sido tratada como algo sagrado, en el sentido del profundo respeto que merece el final de la vida, tanto que en diversas culturas hay rituales de despedida y lugares destinados para el descanso final de los cuerpos físicos de quienes fueron alguien durante su existencia.
El entierro o la cremación se repite como la forma de tratar el cuerpo físico que inevitablemente volverá a la tierra, bien sea porque allí se le deposita o porque se liberan las cenizas al viento o al agua como ritual simbólico del retorno a los elementos que mantienen la vida en el planeta.
Para los pueblos, culturas y civilizaciones en los que la muerte está presente se mantienen las celebraciones que la honran y celebran, como en la famosa festividad mesoamericana del día de los muertos del 1 y 2 de noviembre. Ese día, con su respectiva noche, la vida se encuentra con la dualidad de la muerte para celebrar el reencuentro con los seres queridos que han fallecido para agradecerles y festejar su paso por la tierra. En el caso de los ancestros es un reconocimiento a la vida que dejaron a través de hijos, nietos y parientes que portan en su genética las huellas de su existencia.
También el Halloween coincide con esas fechas, sin embargo su origen tiene que ver con la celebración celta que despide el verano con la fiesta del Samhain, en la que se agradece al Sol la luz y el calor, a la par que en el hemisferio norte se da la bienvenida al otoño con la caída de las hojas y el inicio del frío con una mayor oscuridad. Se trata de otra dualidad similar a la de la vida y la muerte, relacionada con los ciclos de la naturaleza que en muchos lugares se ha distorsionando por la comercialización de un sistema que nos enajena del sentido profundo de nuestra conexión con los ritmos de la existencia, que trascienden el materialismo con su enfoque productivista.
Desafortunadamente muchos de los conocimientos ancestrales sobre la muerte y su relación con la vida se han perdido en el laberinto de un ser humano enajenado de la realidad de su existencia finita. Quizás habernos creído el centro del universo y transformadores de la naturaleza, ha generado el vacío de la ausencia de la muerte como referente de la vida.
Además del antropocentrismo que nos aleja de la naturaleza de los ciclos de la vida, pueden ser muchas las razones por las que la muerte se observa con temor; quizás más por el miedo no saber cómo vamos a morir, que por asumir la realidad de que moriremos. Tenemos miedo al dolor, al sufrimiento, a la partida, la ausencia y al desconocimiento de lo que sucederá después, si es que consideramos la posibilidad de que existe algo más allá de la muerte.
El miedo a morir puede llegar a ser temor de vivir. Esto contrasta con los aprendizajes después del confinamiento, como una forma de evitar la muerte durante un periodo de claridad sobre la finitud de la existencia que debía permitirnos hablar con sinceridad de la muerte, pero en muchos casos alimentó más el aislamiento de nosotros mismos como forma de cuidar la vida.
Al contrario de tener miedos, la dualidad de vida muerte y viceversa debe permitirnos vivir con intensidad sabiendo que la existencia es finita. Si viviéramos cada día como si fuera el último, seguramente dejaríamos de lado dudas y temores para seguir los latidos del corazón, las intuiciones y los deseos profundos que muchas veces contenemos o aplazamos pensando en un deber ser que tal vez no se concretará.
La muerte tiene distintos nombres o apodos, quizás para evitar citarla aunque se reconozca su presencia como realidad de la vida. La flaca o la huesuda son algunos de los apelativos con los que reconocen su existencia, aludiendo a la pérdida de la carne como señal de la proximidad del final de la vida manifestada en el esqueleto o en las calaveras, símbolos inequívocos y universales de la muerte.
Desde la bandera pirata que anuncia el peligro de la muerte hasta la Calaca y la Catrina, los esqueletos representan la finitud de la vida. Por fortuna las huesudas mexicanas embellecen la imagen esquelética de los fallecidos con flores y coloridos adornos que celebran la muerte, como realidad de la existencia.
Es que los conocimientos antiguos de distintas culturas permiten la convivencia con la muerte con normalidad. Desde la agonía, pasando por el funeral, hasta el entierro o la cremación, las personas participan activamente en el proceso del final de los días del ser querido o conocido, que es despedido. Así existen prácticas que facilitan el desprendimiento del nexo vital, emocional, energético, personal y colectivo de aquel que culmina su ciclo vital con la muerte física.
Aunque la agonía puede ser dolorosa en términos físicos y emocionales, es una oportunidad para mitigar el dolor con la despedida consciente y el apoyo a quien está muriendo. El miedo y la negación nos limita la posibilidad de hablar, mimar, amar, perdonar y perdonarse dejando de lado las banalidades de la vida para celebrarla con afecto y respeto. Incluso cuando hay anestesia que matiza el dolor o se entra en estados de inconsciencia, se puede conversar para conectar con el alma de quien está partiendo para acompañarle a transitar el desenlace final.
La distancia con la muerte nos aleja de uno de los momentos más importantes de la vida. Igual que el nacimiento, en el que se celebra la vida, se corta el cordón umbilical y se prepara la ropa para adaptarse al nuevo espacio que se habita al salir del útero materno, en la muerte se pueden cortar los cordones que nos unen con el cuerpo físico que dejó de tener vida en la experiencia humana.También es un momento para conversar con el fallecido para despedirlo, sabiendo que siempre habitará en el corazón de quienes se quedan recordando lo vivido.
Pero esto no sucede cuando evitamos mencionarla, guardamos silencio y mantenemos la aparente normalidad que oculta la realidad, sin darnos cuenta que nos perdemos del cierre del ciclo existencial de quien se va. Cuando miramos a la muerte con el cariño de la aceptación, las emociones del dolor se transforman en la magia de acompañar y ser acompañados, tornando las lágrimas en expresiones de amor consciente sobre el instante que se hace eterno en la memoria e inolvidable de la despedida final.
Acompañar el cierre de la existencia es un proceso bello e incluso puede ser festivo, pero se ha enfriado, nunca mejor dicho, por el tratamiento aséptico de la muerte carente de rituales que permiten la celebración de la vida como forma de honrar la pérdida. En pocas décadas de la historia reciente, pasamos de los funerales o rituales de varios días con sus respectivas noches, con abundante comida, bebidas, música y cantos, a espacios impersonales con horarios de cierre y apertura en lugares impersonales que hacen distante y sombría la despedida.
Temer a la muerte nos aleja de la posibilidad de acompañar el proceso de morir, no sólo en términos físicos, sino también emocionales, afectivos, energéticos o espirituales que dejan de ser un mito cuando se observan desde la consciencia y la ciencia posmaterial que cada día avanza en conocimiento de la existencia de la vida después de la vida. Recordemos que somos energía y la energía no muere, se transforma.
Es tal la realidad de su existencia que se estudia la muerte desde una perspectiva médica y científica, a través de las experiencias del más allá. Es decir, desde las experiencias de quienes han pasado por ECM, Experiencias Cercanas a la Muerte, ECM cuyos relatos coinciden en describir tránsitos a otros planos o niveles de existencia que no solo son objeto de estudio, sino que han cambiado la vida de quienes los han transitado.
Y como somos energía, cuando yo me muera quiero llevarme “cantos, risas y fiestón” como lo canta la letra de Candela, canción del colombiano Cesar Mora que honra la muerte con “adiós de carnaval”. Pero antes, me gustaría haber hablado sin tapujos sobre la partida, como lo hizo mi padre antes de partir y como lo siguen haciendo muchos de quienes me consultan sobre sus pérdidas. Hacer de la muerte algo normal nos permitirá vivir con intensidad y tener un carnaval para la partida final de la vida, en el que celebremos la fortuna de haber sido por un instante habitantes de esta amada tierra.