Con su grabado Nº 43, titulado El sueño de la razón produce monstruos, Goya aseveró una verdad inquietante sobre la condición humana. Siendo uno de los primeros pintores occidentales en mostrar la locura en sus pinturas, comprendía muy bien la naturaleza dividida del ser humano. Reconoció, al igual que Jung, que las sombras son parte fundamental de nuestra composición.

El lado oculto del ser humano ha sido históricamente negado. En lo social, en el arte y en las concepciones morales. Las perversiones, los fetiches, la locura, la pulsión de muerte y el deseo descontrolado han sido parte de prohibiciones eternas sobre aquello que se debe ocultar y enjaular hasta que ya no exista. Así, después de actuar correctamente y no demostrar el lado animal de nuestra condición humana, se espera que todo aquello desaparezca.

¿Es tan fácil? ¿Acaso negamos aquello porque nos enseñan a repudiarlo o porque nos sentimos identificados? ¿Nuestros impulsos ocultos nos llevan a deleitarnos en el horror? De no ser así, ¿por qué existen películas de terror, series sobre asesinatos brutales, libros y lienzos llenos de sangre, o noticias amarillistas? ¿Por qué los miramos? Quizá porque nos ayudan a reivindicar nuestra propia relación con la naturaleza humana.

En las tragedias griegas se presentaban los epítomes de los dramas humanos, las acciones más despreciables. El objetivo era la catarsis, que estaba directamente asociada con ese momento en el que el espectador comprende que lo que está viendo podría ocurrirle, y entonces se conecta con ello mediante una particular empatía. Esa identificación tiene que ver con lo prohibido y las normas sociales dialogando con los más profundos aspectos de la naturaleza humana.

El concepto de la belleza se modifica con el paso del tiempo. Sin embargo, es innegable que dentro de la estética humana no se puede considerar lo bello sin lo grotesco, es decir, aquello que existe en los márgenes de la sociedad aceptada, las sombras que siempre pujan por asomarse. Ambos elementos hacen una sinfonía perfecta que funciona como un sistema de representación complejo de todos los niveles del ser humano.

Lo grotesco forma parte de un código estético, que reúne en sí todos los aspectos ocultos de nuestra naturaleza: los monstruos, los instintos primitivos. Permite dar rienda suelta a todo lo que ocurre cuando duerme la razón, cuando se activa la necesidad de cerrar la jaula y esconder aquello que forma parte de nosotros.

Ni lo mostrado, ni lo prohibido pueden existir sin el otro, son partes fundamentales de nuestra constitución básica. Milán Kundera habló del peso y la levedad. Refirió al primero como un elemento necesario de la vida para poder comprender y apreciar la felicidad. La levedad sola, permanente, puede derivar en la locura si no es contrastada con los conflictos y con las sombras que se asoman por la piel.

Víctor Hugo continúa esta idea y dice que “la fealdad existe al lado de la belleza, lo deforme junto a lo gracioso, lo grotesco en el reverso de lo sublime, el mal con el bien, la sombra con la luz (…). Lo sublime sobre lo sublime difícilmente produce un contraste, y es necesario descansar de todo, hasta de lo bello. Parece, por el contrario, que lo grotesco es una pausa, un término de comparación, un punto de partida desde donde elevarse hacia lo bello con una percepción más fresca y estimulada. Mientras lo sublime ha de representar al alma tal como es, purificada por la moral cristiana, aquel [el grotesco] ha de representar el papel de la bestia humana”. Papel que, además, es inherente a la existencia y necesariamente forma parte de nuestros sistemas de representación y comprensión del mundo.

Cabría preguntarnos si, tomando en cuenta que lo que se nos permite mostrar es solo una mitad, un fragmento o, inclusive, una máscara, ¿no es el lado visible de la naturaleza humana aún más retorcido y perturbador que el que se oculta? Foucault lo resume al decir que es “una experiencia en la que la transgresión de lo prohibido libera la luz”.