Una de las novelas más celebradas de Manuel Vázquez Montalbán (MVM), Tatuaje, fue el resultado de una apuesta entre amigos: José Batlló, su editor, retó al conocido escritor a cumplir con el encargo en el plazo de quince días, y éste, recogiendo el guante, logró culminar la experiencia con éxito más que notable. De esa narración, Bigas Luna extrajo una película con el mismo título que fue su opera prima, siendo uno de sus aciertos más logrados el de mostrar la Barcelona que Pepe Carvalho, el personaje creado por MVM, recorrería a lo largo de tantas cuantas entregas nos regalara su autor.

El relato, que tiene su punto de misterio «con dolor de corazón y acompañamiento de cachondeo» (expresión esta última de Camilo José Cela en Izas, rabizas y colipoterras), nos sitúa en primer plano ante un cadáver hallado en una playa cuyo rostro, desfigurado, no permite su identificación inmediata. Al principio, el lector sólo sabrá de él que una leyenda, estampada en un tatuaje, removerá su cómoda quietud con la fuerza propia de un puñetazo: He nacido para revolucionar el infierno.

En esos años setenta, cuando MVM crea a su personaje más famoso, los tatuajes eran propios de seres marginales, surgidos mayoritariamente en ambientes del lumpen. Barcelona, durante ese decenio, vio desfilar en sus bajos fondos a no pocos desarraigados, auténticos desheredados de la tierra cuya existencia la resumía un tatuaje breve y contundente, rotundo como la descarga de una picana eléctrica o un pistoletazo.

Bien lo sabía MVM, quien, en Crónica sentimental de España, otro de sus grandes éxitos, homenajea como es debido a doña Concha Piquer, de quien toma el título de su famosa canción, Tatuaje, para ilustrar ese descenso a las tinieblas de Pepe Carvalho, quien, no en vano, nos recuerda algunas estrofas de su letra:

Mira mi brazo tatuado
Con este nombre de mujer
Es el recuerdo del pasado
Que nunca más ha de volver
Ella me quiso y me ha olvidado
En cambio, yo, no la olvidé
Y para siempre voy marcado
Con este nombre de mujer

El tatuaje, pues, como marca indeleble, signo imborrable de una experiencia terrible: ascensión y caída inscritas a fuego lento en la piel. Esa piel que, para algunos, constituye el órgano más profundo de nuestro cuerpo.

Sin embargo, con el correr de los años, aquello que fuera único, propio de la región más recóndita del ser y que brotaba hacia el exterior con la fuerza torrencial de un grito ahogado, se ha convertido en mera mercancía que toma la superficie de nuestro cuerpo por un escenario en el que representar lo fútil y banal de la existencia humana. Desde lo más íntimo y privado hasta la actividad pública más necesaria, nuestra imagen del mundo se resume y fundamenta en esta verdad: «la conversión a dinero de todo pálpito humano» (Marx).

Si por uno de esos milagros de la industria editorial, Pepe Carvalho volviera a recorrer las calles de la actual Barcelona, su primera sorpresa no sería otra que la de constatar la profusión de negocios y establecimientos dedicados, entre otros fines, al tatuaje. Se asombraría al observar ese río de cuerpos, de hombres y mujeres que pasean por las calles de la ciudad mostrando los muchos grabados que, íntegra o parcialmente, cubren su cuerpo. Entregados a la moda e indiferentes a su devenir, esa práctica, para las nuevas generaciones, se ha convertido en un elemento más de consumo.

Signo que da un sentido único al deseo, el tatuaje, además de obturar la respiración que da luz y belleza a nuestra piel, impide la polisemia de su tejido significante: esa capacidad inherente a cada una de sus células para emitir una infinita multiplicidad de mensajes que sólo una mirada, amorosa y atenta, podrá descifrar entre la aspereza hostil de una vida estéril. Hábito, entonces, que impide tanto la formulación de nuestra necesidad como la función deseante del correr de nuestra sangre en el aire que "exigimos trece veces por minuto, para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica".(Gabriel Celaya).

El tatuaje, sin embargo, para la ideología dominante, que no es otra que la del poder que nos gobierna, posee, cuando menos, una ventaja: la de ofrecer una identidad que nos provea de cierto equilibrio interno en tiempos de extrema incertidumbre. Cuando la insaciable acumulación de capital se ceba con la inmensa mayoría de la población en ámbitos tan sensibles como son los del trabajo, la educación, el medio ambiente, las pensiones, la sanidad, la vivienda y un largo etcétera, esa marca que luce no importa qué piel aporta un sentimiento de pertenencia a algo: a una comunidad, tribu urbana o familia con la que, aun cuando sólo se mantenga una relación estrictamente imaginaria, da seguridad y mantiene vivo un hilo de esperanza.

La esperanza de que el mundo no se transforme en ese conjunto de símbolos, la mayoría de ellos de carácter ctónico y funerario, que asoma en figuras tales como serpientes venenosas, cucarachas, alacranes, calaveras y demás criaturas que pueblan el fantástico subsuelo del inconsciente humano. O, en el polo opuesto, la aspiración de que nuestro futuro como especie entronque con los sueños que, desde nuestra más tierna infancia, se proyectan en imágenes de hadas, flores mágicas, mandalas, hojas de hierba y demás distintivos pertenecientes al régimen solar, diurno, de nuestro particular sistema de representaciones.

En cualquier caso, el tatuaje, bien como conjuro de los peores augurios que planean sobre nuestras cabezas, o como perspectiva ilusoria en la progresión hacia un mundo feliz, es un mercado (otro más) del que se nutre el establishment dentro del cual nuestra existencia se desenvuelve como puede. Espejismo cuyo crecimiento sólo sirve para disimular el estado de postración al que hemos llegado socialmente; síntoma que delata la falta de un proyecto estimulante en la consecución de una sociedad más solidaria, justa e integradora.

Resulta lamentable tener que decirlo, pero en el fondo de todo esto, como si se tratara de un ligero destello de nuestra condición, o un débil resplandor del inframundo en que hemos caído, constatamos que ya nadie en nuestros días desea revolucionar ningún infierno. A lo sumo, y como inútil consuelo, las grandes masas que en otro tiempo habían sido convocadas para cambiar el rumbo de la historia y el destino de la humanidad, se adaptan a la vida que nos han diseñado con la mansedumbre y sumisión propias de…

…un inmenso rebaño de atontados ruidosos en un estercolero químico, farmacéutico y radiactivo1.

Nota

1 La cita procede del editorial del primer número de la revista mientras tanto, noviembre de 1979, y cuyo autor fue Manuel Sacristán Luzón.