Y es que me gusta la vida que tienen los libros prestados, esos que se dejan querer, que pasan de mano en mano, así amontono los infiernos que para mí son el cielo y colecciono amarguras a veces con forma de beso1.
I
Entre sus manos, delicadas como pétalos de rosa, reposaba un tesoro encuadernado en piel, cuya suavidad era el eco de un tacto de seda. Ella acariciaba el libro con una devoción casi sagrada, como si cada roce despertara los susurros íntimos contenidos en sus páginas. El aroma a tinta impregnaba el aire, embriagándola con la esencia del papel y la piel. Cada letra impresa cobraba vida ante sus ojos, transformándose en los sueños que anhelaba.
Sus dedos exploraban las texturas, como quien acaricia el rostro amado en la penumbra de la noche. La tersura de sus páginas aumentaba la sensación de suavidad de la piel que envolvía el libro, creando una sinfonía táctil que hacía palpitar su corazón con emoción. Cada página volteada era un viaje, una aventura hacia lo desconocido, donde el pasado y el presente se entrelazaban en un abrazo eterno. Sus ojos, brillantes de admiración, recorrían las palabras con la misma delicadeza con la que se desliza una pluma sobre un pergamino, absorbiendo cada línea con avidez.
Pensaba, ¡que libro más hermoso!, mientras lo recorría de arriba a abajo con sus dedos, lentamente, posando al final la palma de su mano delicadamente queriendo abarcarlo todo, engullirlo, devorarlo. En ese momento, ella se fundía con el libro, como si fueran uno solo, compartiendo sus secretos más íntimos y sus sueños más profundos. Y en esa comunión, descubría el placer infinito de perderse en un mundo de letras, donde el tiempo se detenía y solo existía la magia de la literatura, envolviéndola en un abrazo cálido y eterno.
Y así entre el tacto de la piel y los susurros de papel, la línea entre la caricia y el deseo se difuminaba, fundiendo lo tangible y su acto en una danza sin fin. En ese éxtasis de sensaciones, se entregaba al placer más profundo, donde la inquietud y la pasión se confundían con el tacto de la piel, convirtiéndose, en plenitud, en el mayor acto existente de comunión y entrega.
Solía sentarme a esperar a que el mago
hiciera aparecer el sol.
Un día, mientras pasaras a mi lado,
el mago haría salir el sol.
Sólo un rayo, por favor...
señor mago,
que salga el sol entre ella y yo,
que parezca que he sido yo2.
II
¡Ya no se editan libros así! Lo dejo sobre la mesa. Bajo las escaleras de la librería haciendo crujir la madera ajada de los viejos escalones y abandonó el lugar. Caminó, como todos los días, para llegar a la Plaza Mayor, atravesarla y, una vez sobrepasada, seguir hasta su destino. Pero desde ese día todo iba a ser diferente, ya venía siendo diferente desde días atrás. Ella hacía que lo ignoraba, pero un hombre, de una edad similar a la suya, la seguía con su mirada todos los días desde una de las terrazas de una cafetería del Corrillo. No era casual, la admiraba con su mirada y, ella, no era casual, mostraba una insinuada sonrisa que parecía pensar. No era una sonrisa fría, no era una sonrisa impostada, era su gesto natural de siempre que incluso se acusaba cuando sabía que el la miraba admiradamente. Los dos lo sabían. Y nada más, pues su mirada, que seguramente podía dar pistas de alguna sensación o pensamiento, estaba cubierta por unas gafas de aviador. Ambos sabían que había conexión porque la sonrisa pensaba.
Ella sabía de su existencia ignorada y no le era indiferente, algo le decía que no era una simple coincidencia que ella pasase todos los días a la misma hora que él se tomaba una cerveza negra mirando hacía el espacio que, de forma cartesiana, ella ocupaba cada vez que pasaba.
¿Qué pensaba su sonrisa? Esa sonrisa que era casi lo único expresivo que mostraba el marco de su cara. A pesar de estar inmersa en sus pensamientos, podía sentir su mirada posada sobre ella, como un suave roce de viento que le erizaba la piel. Su corazón latía con fuerza ante la idea de que alguien la mirara de esa manera, pero a la vez, la incertidumbre la invadía como una sombra que amenazaba con oscurecer su alegría. ¿Qué significaba aquel gesto silencioso? ¿Acaso había algo más entre ellos que el simple cruce de miradas?
Ella se sumergía en reflexiones profundas sobre el significado de aquel encuentro diario. ¿Sería posible que el destino hubiera tejido hilos invisibles para unir sus vidas de alguna manera? ¿O acaso todo era fruto de su imaginación, alimentada por el deseo de encontrar algo que traspasara los límites del espacio-tiempo? Cierto es que anhelaba sentir el calor reconfortante de unos brazos que la envolvieran con ternura, que le susurraran al oído palabras cómplices, pero, ¿no estaba yendo demasiado lejos?
Entre dudas y esperanzas, continuaba su camino, con el corazón dividido entre el misterio y la posibilidad de algo que traspasara las barreras del desconocido. ¡Se acabo!, hasta aquí hemos llegado, no me voy a dejar nada en el tintero, y, mientras esto pensaba, su sonrisa se agrandó. Súbitamente cambio su dirección y le interpeló:
-¿Te puedo hacer una pregunta?
-Por supuesto, -dijo él-. Soy transparente, de hecho, sabía que este día iba a llegar.
-¿Qué haces aquí todos los días? Y el, respondió:
-Completarte.
Se dio por satisfecha. Puede ser que la respuesta le agradase, porque volvió a sonreír pensando. Retomó su camino recordando sus años de colegio, cuando, en el recreo, observaba todos los días a aquel chico del octavo curso, ¡le gustaba tanto!, pero nunca supo nada de él, sólo que siempre sonreía cuando se sentía admiradamente mirado, ¡que recuerdos! Pero ella nunca dijo nada, ¿por qué?, ni ella lo sabe. Le admiraba siempre hasta que sonaba la campana que indicaba que había que regresar a clase. Ella tampoco anhelaba demasiado, le gustaba imaginarse que, mientras él la abrazaba, le besaba el cuello. Bueno, no, quizás sí fuese mucho. Demasiado.
Iba por tu piel escribiendo mi futuro,
garabateé mi cuaderno blanco en crudo,
y la revolución que nos trajo el peligro crudo.
Son las fases del amor: la confusión de los sentidos3.
III
Amaneció un nuevo día y, a la hora convenida, ella llegaba de nuevo al Corrillo sabiendo que el estaría allí, con su cerveza negra y su gesto de expectación. Y así era. Al igual que los días anteriores, decidió encararle de nuevo para inquirir una nueva pregunta a modo de juego, pero en realidad, en sus preguntas intentaba trascender el conocimiento:
-¿Qué quieres de mí? -pregunto ella con rictus serio pero cálido-.
-Quiero tu piel. -afirmó tajante y mirándola inquisitivamente, y añadió:
-¿Te has dado cuenta que siempre que pasas hace un sol inmenso? Yo creo que hace como yo y se para a mirarte.
Ella ignoro el comentario y añadió:
-¿Sabes que hoy es mi cumpleaños?, ¿no me vas a regalar nada?
Y el, sin dejar de mirarla, respondió:
-¿Qué quieres?, ¿un beso?
Tras una carcajada ella repuso:
-No nos conocemos.
Y el sentenció:
-Jamás te regalaré besos. No quiero regalarte besos, quiero dártelos sin que me los pidas. La pasión se alimenta de sorpresas súbitas.
A ella le gusto la respuesta, dio media vuelta y siguió su camino. Ese día dio más vueltas hasta llegar a su casa, se perdió por la ciudad y el amago de conversación con su desconocido le hizo retrotraerse de nuevo a sus tiempos de la escuela, cuando era ella la que admiraba en secreto al chico de octavo que tanto le gustaba y no podía dejar de mirarle en el recreo de la misma forma que ahora el desconocido la observaba diariamente desde su privilegiado lugar y desde donde, rompiendo su rutina, le dirigía preguntas para conocerle. ¿Conocerle? Sí, en realidad es lo que estaba haciendo. Ella misma se lo preguntó, ¿por qué me dirijo a ese tipo?, ummm, claramente me atrae, pero no lo conozco. Soy imbécil, no, no lo soy, ahora no lo estoy siendo, lo fui en la escuela, cuando nunca osé a dirigir palabra al de octavo. Que tonta, pero ahora, no.
Estaba contenta, sabía que no es que haya trenes que pasan y no se cojan, es que hay trenes que no paran en la estación correcta, que están repletos de viajeros o que van a un destino incorrecto en ese momento. Pero la vida cambia… y las personas… y los destinos. Ella estaba en plenitud, hacía tiempo que ella era la que elegía, ya no tenía que esperar a que sucediera algo inesperado o casual, o a que decidieran otros, o un accidente quizás, para que el chico de octavo se dirigiera a ella. Ahora era ella la que, aunque era el objeto de la observación, la admirada, la deseada, estaba teniendo el coraje para romper su viaje rutinario con un escorzo de preguntas, interpelando a su atractivo observador. Era la pasivamente admirada, pero es la que estaba haciendo, ahora sí, cambiar la historia, su historia.
Y llego una mañana más. El día estaba cerrado, gris, lluvioso… en la librería daba igual, para ella era el paraíso, rodeada de palabras de otros, de aventuras, de romances, de belleza, de desdichas, de tragedias, de desencuentros…
¡Como le gustaba el contacto con la piel!, los libros editados en piel trascienden su apariencia de objeto para ser algo más, para ser un objeto acariciable, pasando de ser un objeto inerte a casi un ser con alma, conmovedor y sentible. Pero ese día no le costó dejar sus amados libros y, a pesar de la lluvia, la ilusión la hizo echar a andar a pesar de que no había querido ese día llevar paraguas.
Pero esta vez algo trastocó sus planes. Se dirigió ritualmente a su admirador y, justo antes de dirigirse a él, como los días anteriores, el afirmo tiernamente:
-Estas guapísima con ese vestido, más guapa que ningún día.
Fue respondido abruptamente:
-¿Eres siempre así de halagador?, ¿eres un conquistador de pacotilla o qué eres?
Que él se hubiera adelantado, de alguna forma, trastocó su tono y se sintió desarmada.
-No, deseo algo más sutil, natural y trascender las palabras. Te deseo a ti. Vámonos a la Plaza Mayor, ¡estas empapada! -Inquirió el tajantemente-.
Caminaron juntos mientras él la cubría los hombros con su chaqueta. De repente, él dijo:
-Vamos a plaza, tengo que elegir bien donde besarte.
-Ella afirmó carcajeándose: Pues donde todos, en los soportales, debajo de los arcos.
-Te besaré en el cuello -concluyó él-
Escribiendo cuentos de aventuras,
dibujando círculos concéntricos,
recorriendo el monte de Venus,
a través de tu cuerpo.
Conversando con un sol ardiente,
olvidando todas las batallas,
preguntando por la estrella errante,
a través de tu cuerpo.
Orgullo por viajar, orgullo por poder viajar.
Viajero en este mundo a través de tu cuerpo4.
IV
Entre sus manos, delicadas como pétalos de rosa, reposaba un tesoro encuadernado en piel, cuya suavidad era el eco de un tacto de seda. El la acariciaba con una devoción casi sagrada, como si cada roce despertara los susurros íntimos contenidos en su cuerpo. El aroma de ella impregnaba el aire, embriagándole con la esencia de la carne y la piel. Cada lunar impreso cobraba vida ante sus ojos, transformándose en los sueños que anhelaba.
Sus dedos exploraban las texturas, acariciando el rostro amado en la penumbra de la noche. La tersura de carne aumentaba la sensación de suavidad de la piel que la envolvía, creando una sinfonía táctil que hacía palpitar su corazón con emoción. Cada caricia consumada era un viaje, una aventura hacia lo desconocido, donde el pasado y el presente se entrelazaban en un abrazo eterno. Sus ojos, brillantes de admiración, recorrían sus facciones con la misma delicadeza con la que se desliza una pluma sobre un pergamino, absorbiendo cada línea con avidez.
Pensaba, ¡que cuerpo más hermoso!, mientras lo recorría de arriba abajo con sus dedos, lentamente, posando al final la palma de su mano delicadamente queriendo abarcarlo todo, engullirlo, devorarlo.
En ese momento, el la fundía como si fueran uno solo, compartiendo sus secretos más íntimos y sus sueños más profundos. Y en esa comunión, descubría el placer infinito de perderse en un mundo de pasiones, donde el tiempo se detenía y solo existía la magia de la pasión, envolviéndola en un abrazo cálido y eterno.
Y así entre el tacto de la piel y los susurros del ser, la línea entre la caricia y el deseo se difuminaba, fundiendo lo tangible y su acto en una danza sin fin. En ese éxtasis de sensaciones, se entregaban al placer más profundo, donde la inquietud y la pasión se confundían con el tacto de la piel, convirtiéndose, en plenitud, en el mayor acto existente de comunión y entrega.
Notas
1 Sin reverencias. El Drogas, del álbum “Demasiado tonto en la corteza”. 2013.
2 Mierda de mago. Josele Santiago, del álbum “Las golondrinas etcétera”. 2004.
3 Revolución (el nuevo ataque del amor). Chucho, del álbum “Tejido de felicidad”. 1999.
4 A través de tu cuerpo. La Dama se esconde, del álbum “Hoy”. 1993.