A lo largo de los siglos cada sociedad genera y construye sus propias enfermedades. Occidente, a partir del siglo XVIII, sostuvo la creencia que el progreso humano erradicaría la enfermedad. Esto no ocurrió. En los inicios del siglo XXI, la sociedad postmoderna o sociedad del rendimiento, traslada la crisis del pensamiento vigente al campo de la salud mental.
La sociedad postmoderna, urbana, técnica, digitalizada, robotizada, no integra a quienes tienen dificultades para adaptarse como “sujetos de rendimiento y productividad”. Tiene el peligroso privilegio de generar una serie de trastornos psíquicos, principalmente formas de depresión, que las sociedades tradicionales de tipo rural o industrial jamás provocaron. La historia cultural de la sociedad entra en el dominio de un “mal latente”, que la sociedad descubre en individuos que tienden a aislarse, no se quejan de nada, no luchan por nada.
Las sociedades de los siglos XIX y XX fueron disciplinarias, desde el panóptico de Bentham hasta Michel Foucault, el capataz, la vigilancia, la coacción, estaban afuera. La sociedad del siglo XXI ya no es una sociedad disciplinaria, sino una sociedad del rendimiento, donde el control pasa de los cuerpos al psiquismo. Mientras en la sociedad disciplinaria de Foucault el control social se ejercía sobre los cuerpos a través de la escuela, la fábrica, el hospital, la cárcel o el manicomio, en la sociedad digital el control se centra en el psiquismo humano para inducirlo desde el consumo de lo innecesario hasta dictarles las pautas de conducta política, a través de la psicopolítica.
Sus habitantes no son ya “sujetos de obediencia”, sino “sujetos de rendimiento y adaptación”. Estos sujetos son emprendedores de ellos mismos, han internalizado los mecanismos de poder que antes estaban afuera y practican la autoexigencia. Ello es producto de la creciente liberalización y desregulación de las normas laborales y se caracteriza por el verbo modal positivo: “Yes we can”. Yo puedo, “se puede”, convertido en consigna de las modernas campañas políticas y publicitarias.
Los “emprendedores” con sus proyectos, iniciativas y motivación, reemplazan la prohibición, el mandato y la ley. A la sociedad disciplinaria la regía el no. Ella generaba dependientes. La sociedad del rendimiento, por el contrario, produce depresivos y fracasados. En este siglo al inconsciente social se lo programa bajo el afán de maximizar la producción. A partir de cierto nivel de productividad, la técnica disciplinaria, el esquema de la prohibición, no alcanza para incrementar la productividad y alcanza pronto su límite. Con el fin de aumentar la productividad se sustituye el paradigma disciplinario por el del rendimiento, por el esquema del poder hacer. La positividad del poder es mucho más eficiente que el imperativo del deber. De este modo el inconsciente social pasa del deber al poder. El sujeto del rendimiento es más rápido y productivo que el sujeto de la obediencia.
Sin embargo, el poder no anula el deber. El sujeto del rendimiento sigue disciplinado. En relación con el objetivo central: el aumento de la productividad, no hay ninguna ruptura entre el deber y el poder, sino una continuidad.
La depresión es la epidemia de este tiempo, porque se sitúa en el paso de la sociedad disciplinaria a la del rendimiento. El éxito de la depresión comienza en el instante en que el viejo trabajador dependiente, opta por el retiro anticipado y es inducido a la iniciativa individual. Acepta el retiro voluntario e instala una verdulería o una carnicería. Se lo obliga a devenir él mismo. En un momento en que proliferan las cadenas de carnicerías, verdulerías, farmacias o los maxi-quioscos. Al fracasar, el deprimido no está a la altura de las expectativas, está cansado del esfuerzo de devenir él mismo.
Según Alain Ehrenberg, el imperativo social de pertenecerse sólo a sí mismo causa la depresión. Ésta sería la expresión patológica del fracaso del hombre posmoderno de devenir él mismo. También, el aislamiento, la carencia de vínculos, propia de la progresiva fragmentación y atomización social, conduce a la depresión. Estamos frente a una violencia sistémica inherente a la sociedad del rendimiento, que produce “infartos psíquicos”. Lo que provoca la depresión por agotamiento, es la presión por el rendimiento. Así, el síndrome de desgaste ocupacional no pone de manifiesto un sí mismo agotado, sino más bien un alma agotada, quemada (burnout). El imperativo del rendimiento es el nuevo mandato de la sociedad posmoderna.
Este cuadro se ha agravado con el trabajo domiciliario, provocado por el aislamiento a que obligó la pandemia del COVID19 y facilitó la generalización del trabajo digital, online, que acentúa el aislamiento del trabajador y debilita los vínculos sociales, sindicales y comunitarios.
El nuevo tipo de hombre, expulsado de la sociedad del bienestar en la que se educó, ese hombre indefenso, desprotegido, depresivo, se convierte en un “animal laborans” que se explota a sí mismo, a saber: voluntariamente, sin coacción externa. Él es, al mismo tiempo, verdugo y víctima. Como en la parábola de Hegel él es simultáneamente su propio amo y esclavo. El sujeto del rendimiento se encuentra en guerra consigo mismo, a través del reproche y la autoagresión. De esta forma, el depresivo se convierte en el inválido de esta guerra interiorizada. La depresión es la enfermedad de una sociedad que sufre bajo el exceso de sobre adaptación. Refleja una humanidad que dirige la guerra contra sí misma.
La supresión de un dominio externo no conduce hacia la libertad; más bien hace que libertad y coacción coincidan. Así el sujeto del rendimiento se abandona a la libertad obligada, por la obligación de maximizar el rendimiento. El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en auto explotación. El explotador es al mismo tiempo explotado. Víctima y verdugo ya no pueden diferenciarse. La depresión se convierte así, en la manifestación patológica de esa libertad paradójica.
La cuestión de la libertad
¿Qué es el fenómeno de la libertad? ¿Cómo se manifiesta? ¿Podemos hablar de una fenomenología de la libertad? Esta es una cuestión no resuelta en términos filosóficos.
Nos enseñan que el mundo natural es causal, por lo tanto, está bajo la determinación de leyes naturales. Ni los pájaros son libres. Vuelan porque sus alas los determinan a volar y cuando migran repiten rutas eternas que nunca alteran.
En esta oposición entre determinación y libertad, de donde extrae el hombre el margen de libertad que le permite diferenciarse de los animales o de las plantas, cuyo registro genético y conductual no tiene otra opción que repetirse.
No podemos afirmar que la libertad está en la indeterminación, sino en la determinación que yo elijo. Como dice Zubiri: esto es lo que se corresponde con la realidad histórica. Las limitaciones que nos impone nuestra realidad social nos colocan en una situación de libertad condicional.
La pregunta radical es: “¿En qué medida puedo tomar las riendas de mi vida, para hacer algo de lo que el mundo ha hecho conmigo?”. Jean Paul Sartre, ensayó una respuesta: “El hombre está determinado a una sola cosa: ser libre. Porque a cada instante de su vida, tiene que tomar una decisión, eso implica hacer una elección, ejercer su libertad. Pero a la vez está determinado a asumir las consecuencias de su elección. Libertad y responsabilidad son dos opuestos complementarios. Esa libertad, es lo propio de los seres humanos en cuanto tales.
Nacemos humanos, pero eso no basta. Hay que aprender a serlo. Nuestra humanidad biológica es para la humanidad social. Para los otros y con los otros. Llegamos a ser humanos aprendiendo a serlo, luego de un nuevo nacimiento, cuando logramos evolucionar hacia un “hombre nuevo”. Cada individuo aprende a convertirse en hombre cuando asimila la cultura de su tiempo. A su vez, la cultura es moldeada por los modos de producción, las bases materiales, los avances de la ciencia y los cambios acelerados de la tecnología.
Para situarnos donde comenzamos, en el Siglo XXI y sus patologías, debemos reconocer que la cultura de nuestro tiempo es la que nos constituye.
Este siglo vino precedido por una cosmovisión de un mundo sin fronteras económicas, tecnológicas ni comunicacionales: la Globalización. Esta cosmovisión fue impuesta después del colapso soviético, por el unilateralismo estadounidense, como una estrategia geopolítica basada en un trípode: 1) una doctrina económica, el neoliberalismo; 2) una receta política, el desmantelamiento del estado del bienestar, transfiriendo la gestión económica y social al mercado; 3) una visión filosófica, la postmodernidad que decretó el fin los grades relatos y de las ideologías.
La depresión como plaga de nuestro tiempo, es hija de esta cosmovisión y el trípode que la soporta. Se ha puesto en duda la existencia de la Sociedad, sólo existen los individuos, los que -a la vez- deben ser egoístas, autocentrados y narcisistas. Se inauguró la Era Digital que puede ser más destructiva que la Era Atómica en que muchos nacimos. La digitalización de los modos de producción promueve el aislamiento del hombre, debilita los lazos con la familia, la solidaridad en el trabajo alienta la competencia desenfrenada y deshumaniza la cultura. Todo es incertidumbre, precariedad, codicia, deseos de satisfacción inmediata y consumo.
Tal es el marco histórico en que vivimos. La depresión, la fatiga y el desaliento llevan a millones de seres al mundo de las drogas, a la industria del entretenimiento absurdo y a la hipnosis que alimenta el horizonte mágico de muchedumbres escapistas y enfermas. Ese es el mal metafísico de nuestro tiempo.