El otro día estaba frente al Monumento Nacional a la Bandera en Rosario, Argentina, esperando a que se termine un discurso del presidente con el fin de entrevistar a aquellos que fueron a verlo. El viento gélido golpeaba tajantemente mi cara mientras que mi respiración entrecortaba mis labios como vidrio roto con la mínima expresión. Mi compañero locutor, Manuel, estaba fumando un cigarrillo, el humo espeso salía de su boca; curiosamente, el frío generaba que el mismo efecto salga de la mía, aunque no fume.
Estábamos rodeados de lo que nosotros interpretamos como fieles seguidores del presidente anarcocapitalista (convertido en “destructor del estado”, según sus palabras) con fines de entrevistarlos para una nota. Allí, entre los cánticos recíprocos de “¡Viva la libertad!”, el sentimiento que nos recorría, presenciando la versión argentina de la República de Weimar, vivenciando un proto-fascismo naciente donde los seguidores estriban su fascinación a este nacionalismo efervescente, repleto de contradicciones y falsas verdades, fue uno de preocupación y asombro englobado por un pesado sentimiento de malestar.
Al terminar el discurso comenzamos nuestra labor, intentando sacar unas palabras de los asistentes. Arrancamos buscando a las personas de aspecto más tradicional, más "normal"; hombres de familia, jóvenes de rostros sanos y de aspecto sobrio, gente de la tercera edad. Ninguno quiso ser entrevistado. Nunca sabré cuál fue el inconveniente que les producía, si la molestia de nuestra presencia, o la idea de que su presencia en ese lugar quede plasmada por la eternidad en forma audiovisual. Ante este vacío demográfico no nos quedó otra alternativa que conversar con aquellos más predispuestos al espejo generado por el lente de la cámara, personas de aspecto un poco más… atípico.
Estos personajes más inusuales (o tal vez más comunes de lo que a uno le gustaría admitir) estaban impregnados por la simbología de Gadsden en sus vestiduras y esbozaban como autómatas las diatribas contra el Estado y las clases subalternas subsidiadas por el mismo, para mantener apartada su existencia de las que ellos mismos pertenecían, contradictoriamente (aunque nunca critican los capitales que comparten el mismo lujo en porcentajes considerablemente mayores, 1 a 0 para el neoliberalismo).
Pero algo nos pasó con Manuel. Como una ola fría y salada de mar nos golpeó una realización de qué cosa, efectivamente, estaba degustando en ese lugar, empastando nuestras bocas. Estas personas, a los márgenes de la sociedad civil, olvidados por sus comunidades y despojados de su sentido de pertenencia, se sentían reivindicados por un loco. Como los pastores conglomeran a los pecadores y culposos, Milei conglomera a los locos y los ignorantes (los perversos no los agrego porque abundan en todos los espacios y en todo grupo político). Pero lo que une a Milei y a los pastores es la fe, ese incondicional amigo de la creencia esotérica en lo incomprobable, o en el caso de Milei, lo comprobado que no funciona, pero hagámoslo otra vez a ver si algo sale distinto.
Pero como el hipócrita que soy, esa fe que ellos tienen allí, la tengo yo en la reconstrucción de esos lazos comunitarios. Nos trajo algo de paz esta realización. Si bien es preocupante identificar la cantidad de locos necesarios para que alguien como Milei llegue adonde está, algo fácil de reconocer es la falta de fortaleza mental, de espíritu y de conocimiento de estos individuos que, acoplados con la arrogancia obtenida por su victoria el año pasado, hará que su eventual derrota desplome el castillo de cartas en el que se encuentran.
Y allí, en las ruinas de su espectáculo, delebles y frágiles, estaremos nosotros asistiéndolos como tantas veces antes. Porque tropezón no es caída, y la sombra del individualismo no logrará tapar la enormidad de la justicia social. Como Lula en Brasil, volveremos más fuertes.