Todos en nuestra vida nos hemos enfrentado, en más de un momento, a la oscuridad. Ya sean los peligros del mundo exterior o los demonios que nos cazan en los rincones del alma, la oscuridad se presenta como una realidad inevitable. Y en algunas ocasiones la oscuridad es tan abrumadora que parece ser perpetua, eterna e insalvable; como dice el poeta, “cuando de nada sirve rezar”. En esos momentos, es urgente encontrar una salida. El escritor J. R. R. Tolkien nos dejó en su mitología respuestas para cuando las fuerzas del Señor Oscuro nos acechan.
Llegué a John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973) en el primer año de preparatoria. Yo era un adolescente que acababa de descubrir el placer de leer en el salón de clase, en aquellas materias que no me interesaban. Así había leído desde La Guerra de los Mundos (1898) hasta los 4 libros de Harry Potter; y poco a poco la lectura se iba haciendo parte de mi identidad. Entonces llegó al cine La Comunidad del Anillo, de Peter Jackson, y siguiendo el consejo de un amigo primero vi la película y luego leí la novela. Desde las primeras escenas, la mitología de Arda, la introducción del Anillo Único, me atrapó. Y el joven ñango y tímido que iba dejando la infancia encontró en Tolkien una guía en muchos sentidos.
En menos de un año había leído las tres partes de El Señor de los Anillos, El Hobbit y estaba intentando leer y entender El Silmarillion.
Uno de los tesoros que encontré en la Tierra Media es una idea que recorre toda la obra de Tolkien: ante la decadencia, la corrupción y la derrota, siempre tendremos la esperanza del hombre común, la fe del hombre bueno y la gracia de la eucatástrofe, propia de los cuentos de hadas, ante la certeza de la derrota final.
Arda, el nombre que recibe el mundo que ideó Tolkien, tenía al inicio la función de desarrollar una mitología para Inglaterra, ante la frustración que le daba que su país no tuviera una tradición mitológica como Grecia, Roma o los países nórdicos. Este proyecto poco a poco fue expandiéndose hasta abarcar una mitología para el mundo completo, pues las historias en la Tierra Media ocurren en nuestro mundo, solo que hace mucho tiempo. De hecho, las novelas El Hobbit y El Señor de los Anillos son en realidad parte de la obra Libro Rojo de la Frontera del Oeste, escrito por Bilbo y Frodo Bolsón para narrar sus aventuras.
Pero la intención primaria de Tolkien se conservó en la figura literaria del cuento de hadas, donde uno siempre tiene el consuelo de un final feliz. Ese consuelo es, me parece, el principal valor de toda la obra de Tolkien. Un hombre que vivió los estragos de la orfandad paterna en la infancia, el destierro religioso de su familia, al convertirse su madre y hermanos al catolicismo, la orfandad de la madre en la pubertad, la experiencia de las trincheras de la Gran Guerra (la Ciénaga de los Muertos en Tierra de Nadie, los horrores tecnológicos de la mentalidad de orcos), la angustia del surgimiento de reales señores oscuros (Hitler y Stalin) y, el mayor de los terrores, tener dos hijos alistados en el bando aliado en la II Guerra Mundial; siempre supo ver que la oscuridad es pasajera y que siempre hay algo bello por lo cual no rendirse.
La filosofía de la historia de Tolkien: The Long Defeat
Para entender a Tolkien y su obra hay que entender su filosofía de la historia. Entendemos filosofía de la historia como la rama de la filosofía que se ocupa del estudio crítico de la historia, su significado, sus métodos y sus implicaciones, para tratar de comprender cómo se desarrolla la historia, cuáles son sus patrones y qué fuerzas subyacen a los eventos históricos. En otras palabras, dicho rápido, la filosofía de la historia es cómo entendemos que es la historia, el paso de los eventos.
A finales del siglo XIX, principios y mediados del XX, la postura dominante en la academia, ciencias y cultura era la ilustrada. Para la racionalidad ilustrada, la historia humana es un proceso necesario donde la ciencia y la tecnología nos darían una mejor sociedad, más libre, próspera y justa. El progreso intelectual, científico e industrial era la clave para un mejor futuro que llegaría necesariamente. Era una cultura enamorada de la racionalidad instrumental, la técnica, los procesos y la ingeniería.
Pues Tolkien creía todo lo contrario, era opuesto al optimismo ilustrado. Para él, el desarrollo científico y técnico implica una corrupción o degradación de la sociedad y la vida humana. Él —que vivió la destrucción de la campiña inglesa por las nuevas tecnologías agrícolas, coches y carreteras, y que vio los tanques, aviones, gases y ametralladoras (orgullos de la ingeniería) destrozar vidas humanas— entendía el progreso industrial como mentalidad de orcos. Mentes de acero y engranajes. Por eso la traición de Saruman se refleja en la industrialización de Isengard.
Así que, para Tolkien, la historia es una larga derrota. Cada etapa nueva es peor, más corrupta que la anterior. La Antigua Roma es mucho más bella que todas nuestras ciudades modernas, pero palidece frente a Minas Tirith, que es apenas una sombra de Gondolin. Una sensación de nostalgia recorre toda la obra de Tolkien, la sensación de que nos encontramos en un peor momento, viviendo solo del recuerdo de una edad dorada. De hecho, durante la Segunda y Tercera Edad, cuando ocurre la Guerra del Anillo, los elfos viven una gran tragedia, el mundo es cada vez menos mágico y más mundano. Es por ello que caen en el engaño de Sauron al construir los anillos de poder, ante la promesa de mantener la magia del mundo.
Ahora, parecida a la cosmología y mitología nórdicas, la historia en Arda es cíclica. Los eventos históricos tienen armonía y rima, se repiten. Frodo pierde su dedo en la Guerra del Anillo, así como Beren pierde su mano robando el Silmaril de la corona de Morgoth. Las águilas salvan a Frodo, así como salvaron a elfos, hombres y enanos en la Batalla de los Cinco Ejércitos, del mismo modo que Eärendil, volando en su barca, guía a todas las aves para derrotar a los dragones al final de la Guerra de la Cólera.
El pesimismo y la ciclicidad de la historia hacen no solo de Tolkien un antiilustrado, sino que plantean una historia que parece una espiral decadente; la historia se repite pero cada vez un poco peor. Cada giro de la historia es menos mágico, menos grande, más podrido, más mundano, más humano. Sin embargo, para poder apelar a la confianza y esperanza en medio de la oscuridad, primero hay que reconocer a la oscuridad misma.
De allí partimos, acá vivimos, a la oscuridad nos enfrentamos.
Catolicismo velado
No hace falta ser religioso para leer, disfrutar ni interpretar a Tolkien, y su obra está lejos de ser una obra catequética o evangelizadora. Tolkien no es un autor de analogías, como su amigo C. S. Lewis. En estricto sentido es el autor de una mitología completa con múltiples fuentes y modos de interpretar. Una narración de múltiples niveles interpretativos. Uno de los niveles más profundos es la fe católica de Tolkien.
J. R. R. Tolkien fue un ferviente y devoto católico, al grado que consideró a su madre una mártir (repudiada por su familia anglicana al convertirse a los papistas). Y, si bien su obra no es una obra netamente católica, ni allí se reduce toda interpretación, sí se ve influida en su cosmología y algunas de sus figuras por la teología cristiana apostólica romana.
¿Por qué el Arda está en constante decadencia? Porque la presencia de Morgoth (Señor Oscuro original, señor de Sauron, creador de orcos y dragones) lastimó la naturaleza del mundo. Incluso derrotado, en el abismo, Morgoth ha manchado la creación, el anillo de Morgoth rodea al mundo. La teoría del mal de Tolkien no lo reduce a un constructo social o a la personificación en un Señor Oscuro (o dos); el mal es una fuerza real que influye en la naturaleza del mundo. Este anillo de Morgoth es muy parecido al pecado original, el pecado del hombre de querer ser como Dios e imponer la ley moral, pecado que corrompe la naturaleza humana. Así, tal como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “La naturaleza humana quedó debilitada en sus fuerzas, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al dominio de la muerte, e inclinada al pecado”. Tan grave es que todo el proyecto divino se corrompió y la muerte entró al mundo.
Tolkien no nos deja solos. Para él nos quedan los cuentos de hadas y el consuelo de un repentino final feliz, un momento final de gracia que salva. Fuerzas externas al cuento o al mundo, un plan divino que cuida a sus criaturas. Algunos lo llamarían Divina Providencia. Los cuentos de hadas, y en extensión el mundo, pueden contar siempre con la eucatástrofe, el repentino giro de los acontecimientos al final de una historia que garantiza que el protagonista no sea víctima de un destino terrible, inminente, prácticamente seguro.
Las águilas llegando al final de la Batalla de los Cinco Ejércitos o a salvar a Frodo y Sam al destruir el anillo. Eäreldin en su barco matando a Ancalagon el Negro y la resurrección de Gandalf, como el blanco, para guiar la última parte de la Guerra del Anillo. Ejemplos de eucatástrofe, por lo que Tolkien nos pide no abandonar nunca la esperanza y confianza, que en lenguaje élfico se conoce por estel.
Los hobbits y el hombre común
Moverse en la obra de Tolkien es un ir y venir entre distintos niveles interpretativos. Junto con la visión cristiana, tenemos un análisis sociológico, producto de la experiencia vital del autor. Uno podría argumentar que un nivel interpretativo justifica o ejemplifica a otro. No nos interesa esa discusión, sino el mencionar cómo en Tolkien encontramos una hermenéutica y aplicación amplísima, desde la secular hasta la religiosa. Es tan rica la obra de Tolkien que abarca a tantos lectores como los que existen.
Una de las figuras más importantes de la Tercera Edad y las Guerras del Anillo son el pueblo de los hobbits. Un pueblo ligado a la raza de los hombres, pero con claras diferencias físicas y culturales, los medianos son una anormalidad en la Tierra Media. No solo porque aparecen a mediados de la Tercera Edad, sino porque frente a las otras razas preocupadas por las grandes obras, héroes y batallas, los hobbits solo quieren vidas tranquilas, cotidianas, ligadas a sus tierras de cultivo, fiestas, cerveza y tabaco. Antes de Bilbo y Frodo, el más famoso de los hobbits es Bandobras Tuk, dirigente de los hobbits en una de las dos batallas libradas en la comarca, la Batalla de los Campos Verdes.
Los hobbits se le presentaron en dos momentos a Tolkien. En primer lugar, los soldados de origen popular, los Tommy al servicio de los comandantes británicos. Y después Tolkien les debe eso a sus hijos, quienes lo llevaron a crear e introducir a los hobbits en las historias que les escribía.
Y al final son dos hobbits quienes derrotan al Señor Oscuro. No son los grandes héroes, poderosos señores o líderes del mundo quienes deben o pueden destruir el Anillo del Poder. Frodo y su compañero amigo y jardinero, Sam Gamyi, son quienes hacen el viaje al corazón mismo del mal para allí derrotar a Sauron.
Son héroes sin la intención de serlo, que al principio se niegan a salir a la aventura. Frodo quiere permanecer cómodo y seguro en la comarca. Sin embargo, el destino le llama y decide ir por fe. Y no va buscando su gloria, sino que, al romper la tentación, lucha para que otros disfruten la vida bella y calmada de la comarca. Es su sencillez lo que les permite ganar en esta terrible batalla donde otros caerían.
Los hobbits simbolizan al humano sencillo, al granjero, obrero, profesionista, los héroes anónimos, aquellos que mantienen el mundo con su trabajo, con sus ganas de vivir, disfrutar y celebrar. Los inocentes. La promesa de un buen café, comida, música y aquellas pequeñas cosas dejadas entre cajones, rincones e instantes. La introducción de los hobbits en su mitología inyectó un realismo de sentido común y refuta aquel pesimismo.
Son los hobbits del mundo real, las personas sencillas, quienes introducen la eucatástrofe al mundo. Los inocentes que se sacrifican condensan el elemento progresista, liberal y católico frente a la oscuridad.