Cuando se indaga acerca del aporte de los inmigrantes alemanes a la sociedad costarricense en el siglo XIX, una de las figuras que emergen con mayor nitidez, fuerza y omnipresencia es la de Franz Kurtze, quien solía firmar como Francisco Kurtze.
Este excepcional ingeniero vino al mundo cerca de 1811 en el hogar de Karl Heinrich Kurtze y Christiane Friederike Krumbhaar, en la ciudad de Gera, en el estado de Turingia; no fue en Jena, como algunos autores indican, también ciudad de dicho estado. Se ignora lo ocurrido hasta 1852 —año de su arribo a Costa Rica—, excepto que su madre murió de un derrame cerebral el 21 de abril de 1849 en Gera, a punto de cumplir 75 años de edad; al parecer, para entonces su padre ya había fallecido.
Para entender su presencia en nuestro país, es preciso indicar que Kurtze llegó en marzo o abril de 1852, contratado como ingeniero de la Sociedad Berlinesa de Colonización para Centroamérica. Fundada el 7 de enero de 1852, esta entidad público-privada se proponía establecer colonias agrícolas en nuestro istmo, para acoger a miles de alemanes empobrecidos tras la fallida Revolución de 1848 contra la monarquía absolutista. Impulsada con vigor por el barón Alexander von Bülow —ingeniero y economista—, después de sendos fracasos en Guatemala y Nicaragua, deseaban instalar un asentamiento en Angostura, Turrialba, en alianza con la Sociedad Itineraria del Norte —asociación privada nacional, pero de interés público—, cuyo principal objetivo era construir un camino hacia Limón, a partir de Turrialba.
La colonia que no fue
Al arribar Kurtze, ya residían en el país Von Bülow y Fernando Luis Streber Goldschmidt, poco antes avecindado en Granada, Nicaragua, quien llegó en el primer trimestre de 1852, como abogado de la sociedad. A estos tres jerarcas se sumaron dos empleados radicados en la sede de la futura colonia en Angostura. Uno era el maestro Franz Karl Lammich y su esposa, María Teresa Langer, mientras que la otra era la cocinera Catalina Augusta Gunther —viuda de Benjamín Wepold Traugott—, a quien acompañaba su hija Berta, entonces adolescente.
Kurtze no permanecería mucho tiempo solo, pues al año siguiente, el 6 de mayo de 1853, contrajo nupcias con la joven cartaginesa María Francisca Bedoya Elizondo, él ya bastante sazón, con 41 años a cuestas, y ella con apenas 16 años. María era hija del puertorriqueño Manuel Bedoya Pimentel y la costarricense Sinforosa Elizondo. Asimismo, por solicitud suya, el 5 de julio de 1854 le sería conferida la nacionalidad costarricense, lo cual revela que deseaba establecerse para siempre en el país; por cierto, Streber la había obtenido el 2 de enero de ese año.
Desde su llegada, Kurtze dio abundantes y convincentes muestras de coraje y temple, así como de sus destrezas profesionales.
En efecto, poco tiempo después de haber arribado, ya a mediados en junio de 1852, penetraba con Von Bülow en las densas, desconocidas y temidas selvas del Caribe, en un viaje que dilató cerca de mes y medio, para efectuar un estudio de las condiciones para construir un camino que uniera Turrialba con la costa. Y repetiría tan extenuante viaje un año después, en una expedición de 32 personas, al punto de que esta vez él enfermó, lo cual puso en riesgo la excursión. Después se dedicó de lleno a dirigir la apertura del camino proyectado, en lo cual, lamentablemente, los avances fueron erráticos y dispares.
Al fin de cuentas, el proyecto de la colonia y el camino abortó, debido a innumerables dificultades, las cuales aparecen pormenorizadas en nuestro libro La bandera prusiana ondeó en Angostura; quizás las principales fueron la subestimación de los costos y el menosprecio de las innumerables dificultades asociadas con el entorno montañoso del Caribe, yerro compartido por Von Bülow y Kurtze. Sin embargo, de esa etapa de la vida profesional de Kurtze, concluida a fines de 1853, quedaron tres valiosos proyectos como legado: el primer plano de la ciudad portuaria de Limón, el dibujo del muelle para que atracaran los barcos ahí —boceto que se perdió— y el diseño del puente sobre el río Reventazón, en Angostura.
Sus actividades en la capital
A mediados del siglo XIX, las edificaciones en la capital eran muy modestas. En palabras de los viajeros Moritz Wagner y Carl Scherzer, que visitaron el país en 1853:
No hay ningún edificio que llame la atención del europeo, por su belleza o su tamaño. Los edificios de gobierno, el cuartel con su galería de madera y una alta asta de bandera, la universidad [de Santo Tomás] y el teatro [Mora] son construcciones por completo insignificantes; pasarían incluso como casas particulares de habitación en cualquier capital europea, por lo pequeñas y miserables.
Lo mismo decían de la Catedral Metropolitana y otras iglesias.
Sin embargo, durante esa época, en la administración del presidente Juan Rafael (Juanito) Mora Porras, se disfrutaba de gran bonanza económica, gracias a las divisas recibidas por la exportación de café hacia Europa. Aunque criticados por Wagner y Scherzer, los inmuebles más sobresalientes eran los de la Universidad de Santo Tomás y el Teatro Mora, construidos por Mariano Montealegre Fernández y Alejandro Escalante Nava, respectivamente. Impulsados ambos por iniciativa de don Juanito, él deseaba continuar construyendo otros edificios que urgían, pero que fueran de gran factura arquitectónica. Ello lo llevó a pensar en Kurtze.
Es de suponer que este podía realizar trabajos en su tiempo libre, ya que no tenía dedicación exclusiva con la Sociedad Berlinesa, si es que se le trató igual que a Streber, como es lógico pensarlo. Al respecto, Streber devengaba un salario de 600 pesos anuales, y podía redondearse sus ingresos con trabajos particulares, siempre que no riñeran con los intereses de la citada sociedad.
Por ejemplo, en mayo de 1852 —recién llegado al país—, la prensa anunciaba la confección de los planos “para la nueva iglesia que se piensa edificar con el destino de Santo Calvario”, surgidos de la mente y la mano de Kurtze (La Gaceta, 12-V-1852, p. 1). Para entonces, en realidad se pretendía erigir una ermita, convertida después en la actual iglesia de La Soledad, en el casco capitalino, según la experta Ana Isabel Herrera Sotillo.
Conviene indicar que, ante la ausencia de una oficina presidencial, don Juanito decidió que se erigiera el Palacio Nacional, donde hoy se yergue el edificio del Banco Central. Esto lo investigué en detalle para el artículo “Del antiguo Palacio Nacional” (Informa-tico, 18-XI-08), y pude detectar que la labor inicial la emprendió Ludwig von Chamier von Schwieder, ingeniero alemán que era cuñado de Francisco Rohrmoser Harder, patriarca de dicha familia en Costa Rica. Y, aunque para marzo de 1853 el edificio estaba avanzado, hubo insatisfacción de parte del gobierno en cuanto a algunos aspectos estéticos, antisísmicos y económicos, por lo que se asignó la obra a Kurtze, por entonces empleado de la Sociedad Berlinesa. Si bien “la construcción progresa muy lentamente, por falta de albañiles y carpinteros competentes” —en palabras de Wagner y Scherzer—, Kurtze la culminó de manera espléndida, al conferirle un aspecto majestuoso, que llamaba la atención de cuanto viajero llegaba a la San José de entonces. Fue inaugurado con gran fastuosidad el 24 de junio de 1855.
Es oportuno señalar que, puesto que gran parte de los ingresos del gobierno provenían del monopolio de la elaboración de licor —más el de los productos del tabaco—, era prioritario edificar las instalaciones de la Fábrica Nacional de Licores. Según el arquitecto e historiador Andrés Fernández en su libro Los muros cuentan, hay dudas acerca de si fue Kurtze o Mariano Montealegre quien construyó el núcleo inicial de la obra, que incluía las principales estructuras, entre las que sobresalía el sobrio y hermoso frontispicio, que aún está en pie. Comenzada la obra en 1853, se concluyó en 1856, de lo cual resultó un bello edificio y de tan firme construcción —aunque en el siglo XX se le harían otras ampliaciones y modificaciones—, que hoy es utilizado como la sede central del Ministerio de Cultura y Juventud.
Siempre activo, Kurtze comenzaba la construcción del Seminario Tridentino, concebido e iniciado por él en mayo de 1854, según el recién mencionado Fernández. Asimismo, para enero de 1855 ya había preparado los planos de la capilla de El Sagrario, como lo revela la ya mencionada experta Herrera en su reciente libro Descubriendo la catedral de San José. Interrumpida la continuidad de ambas por la Campaña Nacional contra el ejército filibustero (1856-1857), que afectó seriamente la economía del país, así como por otras vicisitudes, esos dos proyectos arquitectónicos no serían concluidos sino hasta 1866 y 1872, respectivamente.
Asimismo, Kurtze participó en otra obra importante, esta vez fuera de la capital. Efectivamente, como consecuencia de un terremoto ocurrido el 18 de marzo de 1851, el edificio de la parroquia de la Inmaculada Concepción —localizado frente al Parque Central de la ciudad de Heredia— resultó cuarteado. Fue por ello que se recurrió a Kurtze, quien “con muy buen gusto arquitectónico” reconstruyó su fachada; así lo detalla el médico y naturalista Karl Hoffmann en el relato de su ascenso al volcán Barva, el cual terminó de pulir a mediados de 1858 y lo publicó ese año. En realidad, el nuevo frontispicio data de 1856, como lo consigna el célebre historiador Carlos Meléndez Chaverri en el capítulo “Heredia y sus templos parroquiales”, de su libro Añoranzas de Heredia. Yo, que ahora vivo no muy lejos de ahí, cada vez que paso al frente no dejo de agradecer a Kurtze esa bella fachada, de líneas sencillas, pero elegante, y que ha soportado innumerables sismos a lo largo de casi 170 años.
Cabe hacer una digresión para indicar que, aunque algunos historiadores han afirmado que Kurtze diseñó y realizó estas y otras labores como director general de Obras Públicas, eso es incorrecto, como se verá después.
Ahora bien, Kurtze incursionó en otra importante obra de infraestructura. En efecto, a inicios de 1858 el gobierno se propuso dotar de una cañería de hierro a la capital, pues lo que había hasta entonces era una red de acequias expuestas. Sin duda, esta situación contribuyó a la epidemia del cólera que dos años antes asoló a la población capitalina, cuando nuestras tropas trasladaron el bacilo causante de dicha enfermedad desde Rivas, Nicaragua, y lo diseminaron.
En respuesta, Kurtze concibió un sesudo proyecto, que fue sustentado con un amplio documento técnico elaborado junto con sus compatriotas Guillermo Witting Scheuch y Guillermo Nanne Meyer; se intitulaba Informe vertido por la comisión que el Supremo Gobierno consultó para averiguar cuál sea el mejor modo de construir la cañería que debe conducir el agua al interior de esta capital. Y, puesto que se dispondría de agua limpia en las casas, de manera complementaria al proyecto del gobierno —pero ya como un negocio personal—, Kurtze y Nanne ofrecían vender dispositivos para que el agua pudiera aprovecharse de la mejor manera en la cocina, los baños y los patios de las viviendas. El gobierno acogió con mucho interés ambos proyectos, pero después no pudo conseguir los fondos necesarios, por lo que las dos iniciativas abortaron.
Para concluir esta sección, no deben omitirse otras actividades de Kurtze que, aunque ajenas a su campo profesional, no fueron menos importantes.
En primer lugar, al iniciarse la Campaña Nacional, don Juanito llamó a las armas a la población, el 1 de marzo de 1856. Ese mismo día recibió una carta suscrita por 35 alemanes residentes en la capital, ofreciéndose a defender a Costa Rica, y entre ellos figuraba Kurtze. Asimismo, ya la víspera el gobierno había emitido un comunicado en el que se detallaba la conformación de Estado Mayor del Ejército Expedicionario, en el cual aparecía Kurtze como segundo ingeniero, lo cual denota que tenía conocimientos militares de alto nivel; a él se sumaban sus compatriotas Von Bülow, Hoffmann, Rodolfo Quehl, Pablo von Stiepnagel y Teodoro Schäfer. En realidad, al final Kurtze no fue al frente de batalla, lo cual se explicaría porque para entonces ya habían nacido sus hijos Manuel Francisco y Francisco Julián, de dos años y tres meses de edad, respectivamente. Puesto que se eximía de su deber a quienes tenían hijos por los cuales velar, es posible que lo nombraran de manera simbólica, enterados de que él estaba deseoso de unirse a nuestros combatientes.
En segundo lugar, una vez concluida la primera etapa de la Campaña Nacional, bajo la dirección del ya citado Hoffmann —quien sí fue a la guerra—, y junto con su amigo Streber, conformaron el consejo de redacción del Periódico Alemán de Costa Rica (Costa Rica Deutsche Zeitung), el cual se publicaba en alemán. Este medio fue concebido para difundir aspectos de la vida cotidiana de los alemanes residentes fuera de su patria, y contaba con una red de corresponsales en varios países. Hasta lo que pudimos detectar, se publicó apenas una vez, el 19 de octubre de 1856, poco antes del inicio de la segunda etapa de la Campaña Nacional.
En tercer lugar, además de que en un tiempo registró datos climáticos para la capital, Kurtze era un entusiasta explorador, por lo que acompañó a sus amigos Hoffmann y Alexander von Frantzius en sus respectivas excursiones al volcán Irazú, en 1855 y 1859. Es posible que la interacción con estos naturalistas, tanto en dichas giras como en momentos de tertulia, lo sensibilizara para captar cuán importantes eran para el país las ciencias naturales.
Finalmente, hay una faceta bastante desconocida en la vida de Kurtze, y es de tipo político. En efecto, cuando en agosto de 1859 don Juanito fue derrocado, fue extraditado a El Salvador. Sin embargo, regresó a Puntarenas en setiembre de 1860 junto con un grupo de partidarios, para recuperar la presidencia, cuando algunos de sus seguidores ya habían tomado dicho puerto. A partir de entonces hubo enfrentamientos con el poderoso ejército, que los desalojó del río Barranca y los derrotó en la batalla de La Angostura, tras lo cual serían fusilados don Juanito, el chileno Ignacio Arancibia Pino y el general José María Cañas Escamilla.
Para justificar sus acciones, de la Imprenta del Gobierno emergió un documento intitulado Exposición histórica de la revolución del 15 de setiembre de 1860, suscrito por “Unos costarricenses”, aunque en realidad su compilador y editor fue el abogado colombiano Uladislao Durán Martínez, como lo demostramos en el artículo “El misterio de un opúsculo” (Meer, 28-IX-17). Ahora bien, como un anexo, se publicó un gran mapa de Puntarenas, de 48 x 80 cm, para ubicar dónde ocurrieron los acontecimientos bélicos. Impreso en colores y con notable calidad técnica por la casa litográfica neoyorquina Sarony, Major & Knapp, su autor fue Kurtze. Es de suponer que lo hizo como empleado del gobierno, como se verá muy pronto.
Es pertinente indicar que en tan aciaga coyuntura, la cual laceró hasta lo más profundo el alma de la patria, la comunidad alemana se polarizó y se formaron bandos, liderados por dos cercanos amigos suyos: Streber encabezaba a los adeptos al gobierno golpista y Nanne, a los moristas, al punto de que este fue condenado a muerte —pena que después se le conmutó— por un tribunal de guerra presidido por el propio Streber. El lector interesado puede hallar más información al respecto en nuestro artículo “Luctuoso setiembre: el informe del Dr. Alexander von Frantzius sobre los sucesos de 1860 en Puntarenas” (Herencia, 2011, 24: 79-97).
Kurtze, director de Obras Públicas
Además de la fachada de la parroquia de Heredia, otra obra diseñada por Kurtze en dicha ciudad fue la iglesia del Carmen —la cual aún está en pie, tal y como quedó restaurada en 1945—, según consta en el artículo “Templo de Nuestra Señora del Carmen”, del mencionado historiador Meléndez, en su libro Añoranzas de Heredia. Dicho autor indica que un primer templo, rústico, fue destruido por el terremoto de 1851, por lo que a Kurtze se le encargó el trazado de los planos para una nueva iglesia. Hecho esto, su construcción se inició en 1861 y la iglesia fue inaugurada 13 años después, el 16 de julio de 1874, cuando Kurtze ya había fallecido, según se verá posteriormente.
Asimismo, también fuera de San José, él tuvo a su cargo el diseño del primer edificio que albergó al Colegio San Luis Gonzaga, en Cartago. Concluido e inaugurado en 1870 —al año siguiente de la muerte de Kurtze—, aunque era “de calicanto [y] gruesas paredes, capaz de resistir los más fuertes temblores”, en palabras de Jesús Mata Gamboa en su libro Historias de Cartago y los dos colegios, sucumbió ante el devastador terremoto de mayo de 1910, que dejó pocas edificaciones incólumes; cabe aclarar que, por un lapsus calami, Mata menciona como diseñador a su hijo Jesús Kurtze, quien para entonces era apenas un niño.
Estas dos últimas construcciones, al igual que numerosos puentes, caminos, edificaciones de menor cuantía y algunos avalúos de propiedades, no fueron efectuadas como contratos profesionales, sino en su condición de director general de Obras Públicas, puesto instituido mediante el decreto LI, del 20 de octubre de 1860, en el gobierno de José María Montealegre Fernández (1859-1863), después de fungir por un tiempo como intendente general, en fechas que no pudimos determinar. No obstante, en realidad fue durante el primer mandato de Jesús Jiménez Zamora (1863-1866) cuando realizó sus obras más relevantes.
Antes de continuar, es oportuna una aclaración acerca del Hospital San Juan de Dios. En su libro Del Protomedicato al Colegio de Médicos y Cirujanos de Costa Rica; 145 años de historia, el amigo historiador Raúl Arias Sánchez asevera que “la construcción del hospital, con solo una planta y dirigida por el ingeniero Kurtze, se levantó entre 1853 y 1856”, por lo que así lo he afirmado en varias de mis publicaciones. Sin embargo, esto es erróneo.
En efecto, al indagar más al respecto, se percibe que Kurtze más bien objetó dicha construcción, como lo documentó la historiadora Eugenia Incera Olivas en su tesis El Hospital San Juan de Dios: sus antecedentes y su evolución histórica (1845-1900). De hecho, en 1861 y 1862 él señaló que:
Este edificio se construyó con multitudes de errores, tanto por haberse escogido un mal punto, como porque se construyó sin ninguna de las reglas que demanda esta clase de establecimientos […] las habitaciones estaban mal colocadas y divididas; las ventanas muy pequeñas y a una altura que no proporcionaban la luz y ventilación necesarias, siendo verdaderos calabozos.
No obstante, a pesar de esto, por fortuna ese inmueble estuvo casi terminado a mediados de 1856, y en él fue posible albergar a muchos de los heridos que retornaban de Nicaragua, tras la batalla del 11 de abril en Rivas contra el ejército filibustero de William Walker, así como a los enfermos del cólera morbus, que ya se había manifestado como una epidemia en la capital.
Asimismo, en varias referencias provenientes de internet se indica que hay inmuebles en Cartago cuyo diseño —y su construcción, en algunos casos— se le atribuye a Kurtze, pero no son ciertas. Tal es el caso de la antigua iglesia del Carmen, la actual catedral Nuestra Señora del Carmen —antiguo templo de San Nicolás de Tolentino— y la parroquia de Santiago Apóstol, en ruinas hasta hoy. Para disipar cualquier duda al respecto, basta con consultar el recién mencionado libro de Mata, así como su voluminoso texto Monografía de Cartago, en los cuales dicho autor abunda en detalles en cuanto a la construcción de dichos edificios. Además, se le atribuye a Kurtze el diseño o la construcción de la pequeña iglesia del barrio San José, en Alajuela, así como de otras iglesias y edificios en dicha provincia, al igual que en San José, Heredia, Cartago, Puntarenas y Guanacaste, pero verificar esto demanda un esfuerzo de indagación que excede los fines del presente artículo, que no es académico, sino divulgativo.
Ahora bien, para cambiar de escenario, del mundo urbano al rural, cabe destacar que, en cierto momento, el gobierno de Jiménez decidió impulsar con determinación la apertura del anhelado camino hacia Limón. Ante ello, con gran celeridad Kurtze desempolvó el plano del puente sobre el río Reventazón trazado por él en 1852. Esta vez, por fin pudo llevarlo a ejecución, gracias a la ayuda del maestro de obras suizo Rocco Adamini, y con tan buen suceso, que se inauguró el 27 de marzo de 1865, en una hermosa ceremonia, cuyos detalles aparecen en el artículo “Los puentes en Angostura, Turrialba” (Revista Comunicación, 2017, 26: 97-127). La belleza de ese puente de madera, que tenía la forma de un arco aéreo y estaba cubierto por un techo de tejamanil —tablitas de madera de pejibaye, parecidas a tejas—, fue alabada por algunos viajeros europeos que transitaron por ahí en años posteriores; asimismo, sus bastiones eran tan sólidos, que han soportado el paso del tiempo y de las correntadas de otrora, y aún están ahí.
Merece destacarse aquí que hubo un asunto insólito en Kurtze, ya no como constructor de edificios o puentes, sino de una entidad científica. Efectivamente, en 1861 nuestro país fue invitado a participar en la Exhibición Universal de Londres, efectuada en mayo de 1862. Por tanto, se nombró un comité local, presidido por el ya citado Von Frantzius, para recolectar “los productos y las riquezas de este país”. Tanto éxito se tuvo en el acopio de muestras, que sobraron muchos especímenes de plantas y animales, así como de otros objetos.
Quizás estimulado por su cercana relación con Hoffmann y von Frantzius, en esta coyuntura emergió Kurtze con la siguiente propuesta:
Para no perder este precioso material, sería muy conveniente formar un Museo Nacional y colectar poco a poco todas las cosas del país que suelen figurar en tales establecimientos. Para la colocación de ellas ha brindado el señor rector de la universidad una pieza del edificio; y para formar estantes, armarios, etc., pagar pequeños premios a las personas pobres que ayudan con alguna cosa a este instituto, [para lo que] figuran en el presupuesto general No. 3 $ 500 [pesos]. En el principio de su creación será muy insignificante tal empresa. Ella se formará con el tiempo, como ha sucedido en todos los otros países, y algún día se presentará una colección completa.
Es decir, ejecutivo como era, pronto pudo conseguir un espacio y un capital que, aunque modestos, permitirían empezar a gestar un museo. Se ignora si esta iniciativa cuajó, y si funcionó al menos por un tiempo. En realidad, no sería sino hasta 1887 que se fundaría el Museo Nacional.
Para cambiar de asunto, por si no bastara con lo que había hecho, en 1866 Kurtze desarrolló su proyecto más ambicioso, cuya preparación fue realmente titánica. Acerca de su génesis y vicisitudes posteriores, hay más información en el artículo “Un ferrocarril interoceánico para Costa Rica, en la opinión de Alexander von Frantzius” (Herencia, 2022, 35:181-211).
En efecto, por muchos años se había anhelado construir una ruta ferroviaria interoceánica —como lo había hecho Panamá desde 1855—, entre los puertos de Limón y Caldera. Y, por fin, cuando ya casi terminaba su mandato, el presidente Jiménez se propuso concretar este sueño, para lo cual encargó a Kurtze la preparación de una propuesta. ¡Menuda tarea! Sin embargo, eficiente y solícito, este se dedicó de lleno a concebir el proyecto, el cual plasmó en el documento La ruta ferroviaria interoceánica a través de la República de Costa Rica, que fue redactado en inglés, para poder negociarlo en el exterior; por cierto, en él aparece el plano de la ciudad de Limón citado al principio de este artículo. De hecho, ya en el segundo mandato de José María Castro Madriz, Kurtze fue enviado en misión oficial a Nueva York, para gestionar el proyecto a nombre de nuestro gobierno. Logró su cometido, pues el 31 de julio se firmó un contrato con la empresa Costa Rica Railroad Company, dirigida por el general y político John Charles Frémont, que se comprometía a construir la obra en seis años.
Aunque en enero de 1867 nuestro Congreso aprobó el contrato, con algunas enmiendas, la iniciativa tuvo siempre fuertes opositores en el país, a lo cual se sumó el hecho de que, en realidad, Frémont y sus socios carecían del financiamiento para la obra. Eso sí, estas contingencias no deben eclipsar la calidad propiamente técnica del proyecto de Kurtze, pues, gracias al detallado conocimiento que tenía del entorno, el trazado de la ruta ferroviaria que él concibió fue aprovechado años después por la Northern Railway Company para construir el ferrocarril al Atlántico. Así consta en el libro conmemorativo Costa Rica Railway Company Ltd. and Northern Railway Company, publicado en 1953 por dicha empresa, en el cual se acota que “la localización propuesta por el Sr. Kurtze en términos generales fue la misma seguida por el Ferrocarril de Costa Rica [del Atlántico] y, más tarde, por la del Ferrocarril [Eléctrico] al Pacífico”. ¡Casi nada!
A propósito del documento que Kurtze negoció en Nueva York, permaneció sin traducir por varios decenios, hasta que esto fue hecho en 1928 por el expresidente Ricardo Jiménez Oreamuno, abogado cartaginés. De esta manera, honró el espíritu visionario de su padre —el ya citado expresidente Jesús Jiménez—, pero también a Kurtze, de quien acota lo siguiente en la introducción del folleto que él tradujo: “De niño sentí en mi cabeza la mano acariciadora de don Francisco; de viejo, me es grato pagar aquel afecto siquiera con el óbolo de estas palabras y la presente traducción”.
Para concluir esta sección, es importante mencionar que, a pesar de su innegable talento y de sus logros, Kurtze tuvo detractores. Esto explica que, como lo indica la recordada historiadora Clotilde Obregón Quesada en su libro Historia de la ingeniería en Costa Rica, en 1866 fuera destituido por el presidente Castro Madriz, y reemplazado por el arquitecto e ingeniero mexicano Ángel Miguel Velázquez Rigoni —yerno del presidente desde septiembre del año anterior—, aspecto que no tuve tiempo de investigar. No obstante, sí hallé un voluminoso expediente en el Archivo Nacional (Secretaría de Fomento - 765), en el que Velázquez le hizo acerbas críticas a Kurtze, tras realizar un reconocimiento de los avances del camino al Caribe, efectuado en 1866, ante lo cual Kurtze replicó con firmeza.
Sobre su vida privada
Todo lo narrado hasta aquí corresponde a las actividades y labores públicas de Kurtze. En realidad, es muy poco lo que se conoce de su vida privada. Por ejemplo, se sabe que tuvo varias propiedades en Turrialba, junto con su cuñado Manuel Bedoya, entre las que sobresalían una en la localidad de Azul, y la otra en la futura hacienda Guayabo, donde hoy está el Monumento Nacional Guayabo. Asimismo, se ignora el sitio de su morada cuando vivió en Cartago. Eso sí, al mudarse a la capital, residió al sur de la Plaza Principal —actual Parque Central—, aunque se desconoce exactamente dónde.
En cuanto a su vida familiar, con su esposa procreó siete hijos: Manuel Francisco (1854), Francisco Julián (1856), Domingo de Jesús (1857), Ana Francisca María Nicolasa de Jesús (1858), Josefa Francisca de Jesús (1861), Rafael Francisco de las Mercedes (1862) y Juan Manuel Rafael de Jesús (1864); las dos mujeres fallecieron en la infancia. Así consta en el libro La inmigración alemana a Costa Rica en el siglo XIX (1840-1900), escrito por mi hermana Brunilda y su colega historiadora Margarita Torres, en el cual hay valiosa información adicional sobre la relación de Kurtze con varios de sus compatriotas.
El único hijo del que se tiene alguna información —lo cual sugiere que los demás varones murieron jóvenes— es el menor, a quien se le conocía como Jesús Kurtze y fue profesor en el Colegio San Luis Gonzaga, en Cartago. Nació el 12 de julio de 1864, sus padrinos fueron el cónsul francés, Juan Jacobo Bonnefil, y su esposa, Feliciana Concepción Quirós Solano, y moriría en Alajuela el 31 de octubre de 1971. Puesto que permaneció soltero, el apellido Kurtze desapareció en Costa Rica; no debe confundírsele con Korte o Kruse —presentes hoy en el país—, ni tampoco con el apellido del reputado botánico Carl Ernst Otto Kuntze, quien recorrió gran parte de Costa Rica en 1874.
Para retornar al viejo Kurtze, es pertinente indicar que, al revisar la prensa de la época, se capta que él y su esposa partieron de Puntarenas hacia Panamá el 16 de marzo de 1869, a bordo del vapor Guatemala, y retornaron el 27 de mayo en ese mismo navío, comandado en ambas ocasiones por el capitán A. J. Douglas. Se desconoce hacia dónde emprendieron un viaje tan prolongado, de más de dos meses, aunque la travesía marítima también debió haberles consumido mucho tiempo; en todo caso, es de suponer que fueron a Europa, EE. UU. o Suramérica, y tal vez con fines médicos.
Lo cierto es que él murió pocos días después del regreso, y en Puntarenas, según se especifica en el libro de defunciones No. 15 de San José; los santos óleos le fueron administrados en la parroquia de dicho puerto. Así consta en el libro de Hilje y Torres, en el cual además se indica que “el 6 de junio de 1869 se dio sepultura a Francisco Kurtze, esposo que fue de doña María Bedoya. Falleció de resultas de un lobanillo canceroso a la edad de 58 años poco más o menos”; cabe acotar que un lobanillo es un tumor formado debajo de la piel, no siempre maligno, pero que sí lo fue en el caso de Kurtze.
Es de suponer que su cadáver fue trasladado en carreta hasta la capital —el único medio de transporte entonces para un ataúd—, pues su funeral se efectuó en la iglesia de La Merced, la cual por entonces estaba a la par del Palacio Nacional, regio edificio que él construyera, como se indicó previamente. Para haber sido enterrado el 6 de junio, es muy posible que falleciera el 4, o muy temprano el día 5, y que su cadáver fuera embalsamado o acondicionado para soportar tan larga travesía, dado que el trayecto desde Puntarenas equivalía a unos 120 km por el muy sinuoso y empedrado Camino Nacional, que atravesaba los escarpados montes del Aguacate.
Tres semanas después de su deceso, se le honró con un sentido obituario, de autor anónimo. Aparecido en la prensa con el título “Rasgo necrológico” (La Gaceta, 26-VI-1869, p. 3), se transcribe a continuación.
Las honras fúnebres del Director General de Obras Públicas de esta República, Señor Don Francisco Kurtze, se celebraron en la Iglesia de la Merced el día 6 del corriente, con asistencia de un numeroso concurso de personas de todas las clases de la sociedad, que quisieron comprobar con su presencia, el pesar que generalmente había producido la muerte del estimado Ingeniero.
Si hemos esperado hasta hoy para pagar a nuestro amigo la deuda de gratitud a que se hizo acreedor, fue porque suponíamos que no faltarían plumas más obligatorias; pero no queremos dejar pasar ni un solo día más, sin dar al Señor Kurtze la última y más pública demostración de nuestro afecto.
Don Francisco Kurtze ha desaparecido de nuestro lado, después de diez y ocho años, que contienen indestructibles recuerdos, por estar íntimamente ligados con el engrandecimiento de nuestro país; así es que con mucha justicia, nuestro amigo representará en la historia de Costa Rica, uno de esos tipos de constancia que están convencidos de la necesidad de no dejarse vencer por las contrariedades ni los peligros. Su nombre permanecerá grabado con indelebles rasgos en nuestras vírgenes selvas. En su vida de Ingeniero no solo nos deja el recuerdo de un hombre que tenía conciencia del cumplimiento de sus deberes, sino que nos ha probado que mantenía en su alma la pura y noble ambición de unir a toda costa su nombre a la grandiosa obra que, a su modo de ver, era la única que puede conducir a Costa Rica por el camino de una transformación feliz e indispensable.
Este gran pensamiento lo ocupó desde su llegada al país, y para realizarlo lo vimos luchar constantemente contra la intemperie y todas las malas voluntades de egoístas y ambiciosos.
Sí, nuestro querido Don Francisco ha sucumbido, luchando como un héroe: su muerte es la de un valiente soldado que recibe mortal herida sobre el mismo campo de batalla.
Ha muerto con esa idea continuamente fija; lamentando dejar su patria adoptiva solo con una lejana esperanza de la realización de su más íntimo deseo.
Al describir al Señor Kurtze como hombre público, no es posible olvidarlo como miembro de la sociedad y hombre privado.
Unido a una virtuosa y apreciable Señora de Cartago, su vida fue un ejemplo viviente de lo que es la sociedad doméstica, basada en los rectos principios del honor, del decoro y del respeto que exige la misma sociedad. Las lágrimas que derrama cada día, cada hora, una esposa inconsolable, prueban más que nuestro dicho, si era digno de estimación el amigo que acabamos de perder.
Pero no lo hemos perdido. Lo conservaremos en nuestra memoria por toda la vida; y para que las generaciones venideras no sean ingratas, recordémoslo a nuestros hijos como digno ejemplo de patriotismo, mucho más de considerarse en un extranjero en quien el entusiasmo por Costa Rica no había sido cimentado en él por el amor al oro, ni por la ambición de los altos puestos, ni por el egoísmo de su inteligencia y de su saber. Hagamos alguna vez cumplida y recta justicia, rindiendo nuestro homenaje al hombre público que deploramos y por cuya pérdida debemos todos exclamar: ¡A Dios, Kurtze; tu muerte es una desgracia nacional!
En plena congruencia con estos juicios, en un pasaje de su libro Viajes por Centroamérica, el célebre viajero y escritor alemán Wilhelm Marr relata que en 1853, de manera sorpresiva se encontró a Kurtze en nuestra capital. Tras ser víctima de una infestación de las temibles niguas (Tunga penetrans), expresa:
En mi lecho de dolor adquirí nuevas relaciones y renové una antigua amistad con la persona que menos hubiera creído encontrar en San José. Este amigo era Franz Kurtze, el cual había residido largo tiempo en Hamburgo y ocupaba aún un lugar en mis recuerdos del tiempo de la mesa redonda del Hotel de la Bolsa. Si algún extranjero se ha familiarizado rápida, práctica y fundamentalmente con el modo de ser el país, ha sido don Francisco. De una honradez perfecta en su manera de pensar, sumamente práctico y sobrio, gozaba con justicia de la estimación de todos, y para todo aquello que requiriese resolución, calma y clara inteligencia era Kurtze el hombre necesario.
¿Cómo era Kurtze en persona?
Por carecerse de fotografías suyas —que quizás su hijo Jesús atesoraba, pero se perdieron, por no haber dejado descendencia que las preservara—, no se conoce nada de la fisonomía ni de la complexión de Kurtze. Tampoco de su carácter, ni de su sentido del humor.
La única excepción, que reúne algo de ambos aspectos, es un simpático diálogo entre Kurtze y el recién citado Marr, como resultado de una visita que hicieran juntos al campamento donde se proyectaba establecer la colonia alemana en Turrialba. En efecto, a punto de hacer una incursión en la montaña, Marr lo interpeló así:
—Señor Kurtze —le dije a este echando una mirada compasiva a sus piernas flacas, que a la sazón se deslizaban dentro de las botas impermeables, y haciendo alarde, satisfecho, de mis pantorrillas—, señor Kurtze, ¿usted va a atreverse de verdad a penetrar en la selva virgen con esas piernas? Es usted un hombre de rompe y rasga.
—Señor Marr de Hamburgo —me replicó mi amigo el ingeniero—, tengo que arrastrar menos lastre que usted, y puede ser que me toque también remolcar sus carnosas pantorrillas.
Más adelante en su relato, que está incluido en su libro Viaje a Centroamérica, Marr narra lo siguiente:
Yo tenía hambre y cometí la tontería de comer algunas frutas, una especie de nueces que encontré en el camino, y de beber mucha agua de un arroyo inmediatamente después, en un recipiente fabricado con una hoja. En cuanto nos pusimos de nuevo en movimiento sentí vértigo. Toda la selva parecía danzar a mi alrededor.
—¿Qué tal van las piernas gordas? —exclamó Kurtze.
Pero al ver que se me había declarado un vómito violento, suspendió sus amistosas bromas.
Ahora bien, sin imaginar que pudiera existir una imagen suya, hace poco tiempo, con la ayuda del diligente personal del Archivo Nacional, me fue posible hallar un dibujo trazado por su amigo José María Figueroa Oreamuno, e incluido en el célebre Álbum de Figueroa. Es una imagen algo extraña, pues se le ve extendiendo un gran mapa sobre una pequeña mesa, con su brazo derecho anormalmente corto o encogido, y ataviado Kurtze con un traje y un gorro que pareciera de origen mongol. Esto hace pensar que se trataba de una broma, pues Figueroa era muy sarcástico.
No obstante, gracias a que los rasgos de su rostro son bastante claros, y que Figueroa no era un mal dibujante, le solicité a ese extraordinario artista que es Carlos Aguilar Durán —entrañable amigo alajuelense—, que reconstruyera la fisonomía de Kurtze. Gran conocedor de los rasgos anatómicos del ser humano, Carlos lo hizo, con la habilidad y destreza que lo caracterizan. Ello me permitió incluirlo en mi reciente libro Karl Hoffmann: médico y héroe en la Campaña Nacional, dado que, como lo indiqué al principio de este artículo, Kurtze fue uno de los más prominentes inmigrantes alemanes en la sociedad costarricense del siglo XIX.
Palabras finales
He escrito esta semblanza de Kurtze a raíz de la revelación de su apariencia física, materializada en la imagen de su rostro, que fue hábilmente plasmada por el amigo dibujante y pintor Carlos Aguilar. De algún modo, esto representa una especie de resurrección ante la historia, pues así se ha podido complementar y completar su travesía vital con sus rasgos estrictamente anatómicos, de manera integral.
Hecho esto, confiamos en que este recorrido por su vida y su obra —bastante incompleto aún— sirva de estímulo para que alguien acometa la labor de rescatar y analizar a fondo sus aportes, y que los reúna en un libro, pues hay abundante material para ello —e incluso para una novela histórica—, además de que quedan muchas cuestiones por investigar y esclarecer.
Cuando se haga esto, la ponderación de las contribuciones de Kurtze al desarrollo de Costa Rica, en una época clave desde el punto de vista histórico, obviamente que se centrarán en aquellas de carácter ingenieril y arquitectónico. No obstante, no deberán ignorarse otras dimensiones de su privilegiado intelecto, pues no hay duda de que este eximio inmigrante —convertido en costarricense por decisión propia— construyó mucho más que edificios y puentes.