No tiene este artículo intención de llegar a ser siquiera un esbozo de ensayo teórico, sino más bien un reflejo de esas sensaciones que un arquitecto experimenta en el enfrentamiento directo con las arquitecturas que siempre ha creído conocer por los libros, las publicaciones, las imágenes que nos inundan. El contacto real con un espacio mueve siempre algo inesperado, a veces latente en el inconsciente, y siempre sorpresivo, auténtico y motivador.
Y algo así es lo que he sentido en una reciente visita a la Alhambra de Granada, tantas veces revisitada, quizá demasiadas veces abrumado por la experiencia visual e icónica que impide asentar la experiencia. Sin embargo, hace unos días, una chispa saltó en mi cerebro que me hizo ver el lugar de un modo totalmente nuevo. Y la razón es que creo haber entendido que hay dos arquitecturas que no son lejanas entre sí, aunque en una mirada superficial (y nunca mejor dicho, ahora veremos) pudiera parecer todo lo contrario.
Estoy hablando de la arquitectura moderna, occidental, de corte conceptual, y la arquitectura árabe, mucho más sensual, experiencial. Pero sin embargo, dos maneras hacer que buscan el absoluto, el infinito, un ideal propio a base de configurar sus espacios buscando un grado de abstracción máximo.
Y ambas lo hacen utilizando estrategias contrapuestas. Una, la occidental, por desaparición del motivo, por la desnudez del plano, por el silencio total. Los paños blancos que nada reflejan evocan el cero absoluto, el momento original en el que el hombre se enfrenta a la nada. Passio vacui, podríamos decir. Y en esa búsqueda que alguien caracterizó como «nada de alusiones, nada de ilusiones», la arquitectura más radical encuentra su razón de ser.
Pero lo mismo ocurre en la arquitectura árabe. En este caso mediante la estrategia de la sobreexposición del motivo, la repetición, seriación, hipertextualización de las superficies, consiguiendo así un afecto de infinito continuo en cada uno de sus lienzos. Se crean así espacios mágicos, irreales, increíblemente abstractos, donde la luz tamizada en infinitos puntos del sol y el goteo continuo del agua completan la magnificencia de la sensación. Espacios que además han sido atomizados y concatenados en un laberíntico recorrido continuo, haciendo desaparecer la referencia posicional.
Si la arquitectura occidental contemporánea busca la abstracción mediante el plano terso, puro, desmaterializándolo por ausencia de escala reconocible, la arquitectura del la media luna lo hace dándole relieve, escala humana, tallando la superficie en infinitos juegos de luz y sombra hasta conseguir una superficie vibrante que elimina el contenedor primando la experiencia sensorial. Dos maneras contrapuestas de disolver la caja, ese clásico reto.
Aparecen así dos mundo muy alejados culturalmente, pero muy cercanos en sus fines últimos. Conseguir, a través de la arquitectura, evocar un paraíso particular a través de la manipulación del material, la luz y los espacios.
Tan lejos, y sin embargo, tan cerca…
Como el cantaor y el muecín.