En Dornach, al noreste de Suiza, se levanta un edificio parecido al caparazón de una gran tortuga brutalista. Su forma es una mezcla entre las curvas de lo orgánico y las rectilíneas de lo ingenieril, con ventanales inmensos que coronan su fachada principal, y otras más pequeñas distribuidas alrededor. Sus tonos son del gris poroso del concreto armado y, aunque semejante falta de color se repite también en la materialidad de sus interiores, estos se iluminan todas las mañanas por los colores del sol al cruzar los vitrales y caer sobre sus murales.
Se le conoce como Goetheanum, llamado así en honor a Goethe. Parece macizo como una montaña pequeña, pero sus curvas sugieren la fluidez de ríos y corrientes de viento, del pasto, los árboles y las flores que se abren paso sobre la superficie de la roca. Algo en él recuerda a los desarrollos de las eras geológicas, a la paciencia de la biología y la botánica, pero su esencia —por no pecar de llamarla «alma»— no es artificiosa. O al menos no como lo es la de otras construcciones más recientes, las que aparecen en la portada de revistas glamorosas con pretensiones reflejar en ellas el dinamismo que dan forma al planeta. Tal vez, puede ser, por los principios poco convencionales detrás de la concepción, diseño y construcción del propio edificio.
La manera como se levanta sobre Dornach puede dar la impresión de permanencia e imperiosidad, pero esta es en realidad su segunda encarnación. Su construcción comenzó en 1924, un año después de que un incendio devorara por completo a la primera iteración del Goetheanum, construida casi toda de madera por ingenieros de navíos en 1913. En cuanto a forma y estética, aquel primer edificio distaba mucho del presente, parecido más bien a la mezcla de un observatorio astronómico y un edificio sacro. Algunos detalles de su diseño estuvieron a cargo de una veintena de artistas, músicos y escritores. También de unos cuantos arquitectos que calcularon las dos enormes cúpulas que coronaban el conjunto, bajo las que tomaron lugar los talleres, las conferencias, las obras de teatro, y otras tantas actividades culturales de la Sociedad Antroposófica, una creciente comunidad mística y filosófica fundada en 1912 por el arquitecto mayor de ambos edificios, Rudlof Steiner.
Sobre él ya se ha escrito mucho y nada más se puede agregar aquí. Basta con hacer repaso a unas cuantas minucias para saber su papel en esta historia. Nació el 27 de febrero de 1861, en territorios que poco después pertenecerían al Imperio austrohúngaro, aunque sus padres fueron austriacos más bien humildes. Johann Baptist, el padre, fue un guardabosques al servicio del conde Ernst Karl Heinrich, de la rama austriaca de la Casa de Hoyos. Franziska Blie, la madre, trabajó como criada en los aposentos del mencionado señorito. El matrimonio, por alguna razón, fue motivo de disgusto, de verdadero debate, entre los cabecillas de la Casa, y esa es tal vez una de las razones por las que la pequeña familia se marchó a otros lares en busca de un futuro.
Esta movilidad temprana pudo haber servido de abono para el rico jardín que algún día sería la mente de Steiner. Sus primeros estudios los recibió en casa por boca de sus padres, el resto de su educación la tomó en pequeñas escuelas rurales. A los dieciocho años se inscribió en la Universidad Técnica de Viena para estudiar botánica y mineralogía, física, química y matemáticas. Incursiones exitosas en filosofía, historia y literatura suavizaron un poco la severidad de esas disciplinas técnicas. Fue así como dio forma al rigor del intelecto con el que llevaría su conducta y reflexiones a partir de ese momento, aunque no fue esta la manera con la que logró saciar la que era su curiosidad auténtica. Una urgencia por entender aspectos de la vida que ni los números ni las reacciones de compuestos químicos podían explicar a su gusto.
El sentimiento le venía desde niño, con apenas siete u ocho años. Fue una tarde, mientras hacía tiempo en la sala de esperas de la estación ferroviaria en la que su padre por entonces trabajaba, cuando ocurrió que la puerta se abrió de golpe y ante él apareció su tía, que acababa de morir por su propia mano a varios kilómetros de ahí. La mujer le imploró que no la olvidara nunca, que hiciera lo posible por comprender, palabras que ni Johann ni Franziska tomaron en serio. Lo tacharon de chiquillo ridículo y bromista, hasta que horas más tarde tuvieron noticia de lo que había pasado. Nadie jamás volvió a sacar a relucir el asunto.
La extrañeza de lo ocurrido marcó la trayectoria de su vida. La educación en ciencias exactas fue una manera de obtener un cuerpo práctico para pensar sobre esa y otras instancias ajenas a la rutina, la normalidad y el sentido común, pero distó mucho de ayudarle a encuadrarlas en una ontología con sentido para él. El fenómeno humano y su conexión íntima con los demás sistemas de la Tierra, y de esta con el cosmos, para Steiner, era más sutil y compleja de lo que el reduccionismo pretendía dar por hecho. Eran los últimos años del siglo diecinueve, se preparaban ya los terrenos sociales e ideológicos de los que nacería con dolor el siglo veinte, y algunos sectores de las clases burguesas e intelectuales —a contracorriente— comenzaban a sentir hastío por el pensamiento positivista. Steiner, como muchos otros de sus contemporáneos, comenzó a sentir atracción por las veleidades del esoterismo.
La suya, se prometió Steiner, sería una mística racional, llevada por la poética del pensamiento filosófico, puesta a prueba por el rigor del método científico. Un proyecto que la suerte —o el destino— quiso que se cumpliera. En 1882, un año antes de su graduación en Viena, uno de sus profesores, sorprendido no solo por su desempeño académico, sino además por su humanismo, lo recomendó como asesor y editor científico para colaborar en una nueva edición de la obra completa de Goethe que se planeaba. Esto le permitió a Steiner, aún un jovencito, acceder a los manuscritos originales, las cartas, las notas, los diarios, los sentimientos y las ideas de uno de los hombres más versátiles de tierras germanas. Pues, aunque su nombre se identifica como el de uno de los padres de las letras alemanas, Johann Wolfgang von Goethe también invirtió esfuerzos en pensar sobre el origen de las plantas, la teoría de los colores, la mecánica de la visión y la anatomía comparativa.
Lo que más llama la atención de los trabajos científicos de Goethe es, precisamente, su insatisfacción científica. Newton no era de su agrado. No tanto Sir Isaac —con quien, por lo demás, compartía gusto y placer por el misterio de lo absoluto—, sino la visión del mundo que algunos teóricos desprendían de sus leyes de la mecánica. Goethe despreciaba la manera en cómo la física newtoniana hacía de la naturaleza algo poco más sofisticado que un mecanismo de relojería; una inmensa caja de engranes. Semejante interpretación, creía, separaba al observador de lo observado y volvía al primero un mero fisgón de lo segundo, en lugar de considerarlo parte integral del fenómeno bajo su estudio. Sin más: la manera en cómo la intelectualidad del siglo dieciocho interpretaba las leyes de Newton hacía del científico y, por extensión, del ser humano, una entidad exterior a los procesos de la naturaleza. Esto era más patente para Goethe en zoología y botánica, dos de sus queridas, en donde el sistema de clasificación y archivado de Lineo solo podía hablar de las características visibles y cuantitativas de la especie, pero no decir una sola cosa sobre la especie en sí. Para entender el fenómeno, según él, es importante recordar que uno no es solo parte del fenómeno, sino ejercitar una intuición e imaginación penetrante, ajena a la razón, con cual integrarse con el objeto de estudio.
Lo anterior es una vulgar simplificación. Las intuiciones de Goethe tienen mucha más amplitud de lo que estas palabras pretenden explicar, y preceden a algunas interpretaciones contemporáneas de la física teórica. Steiner, por su parte, las estudió durante su tiempo como editor, y más tarde como empleado en el archivo de Goethe en Weimar. Escribió un par de libros al respecto, desarrollando más tarde esta filosofía como una herramienta con cual abordar la totalidad de la experiencia humana y sus fenómenos periféricos. Interpretó así a las inclinaciones creativas de hombres y mujeres como una clase de pulsión por medio de la cual el espíritu de la vida se hace manifiesto, de la misma forma como lo hace en los procesos orgánicos, minerales y climáticos que dan forma al planeta. Se unió a la Sociedad Teosófica durante ese periodo, pero rozaduras ideológicas con aquellos brujos lo llevaron a tomar distancias. Poco después, fundó la Sociedad Antroposófica bajo la idea de moldear a la humanidad por medio de una «ciencia espiritual».
Todo movimiento que aspire a un objetivo semejante necesita de un templo, y fue esta la semilla de la que brotó el Goetheanum. Aunque inteligente, ingenioso y carismático, tan capaz de mantener una conversación sobre química orgánica como de teoría literaria, Steiner era todo menos arquitecto. Esto, desde luego, no fue impedimento para intentar serlo. El mejor, de ser posible. Incluso el precursor de un movimiento nuevo dentro de la propia arquitectura. Si el espíritu, como él creía, se manifiesta por medio de las expresiones creativas —y lo cierto es que no hay razón para dudárselo—, entonces la antroposofía misma podría hacerlo por medio de sus adeptos. A su nombre, Steiner firmó una docena de edificios curiosos, únicos, pequeños. Visiones propias que recuerdan en algo al Modernismo catalán, aunque libres de la sensibilidad del Mediterráneo, cargadas más bien de un cierto pragmatismo alemán. Sin sistemas CAD, sin software paramétrico ni de modelado 3D, la primera iteración del Goetheanum surgió de la mente de Steiner como una casa para la antroposofía. La segunda, después del incendio, como un intento de plasmar en piedra los principios e ideales de la doctrina, ya fuera con sus formas curvas, el simbolismo de sus murales, la disposición de sus columnas, la luz que cae por sus ventanas. Para quienes somos mundanos, externos a la disciplina, es imposible saber si lo logró. Steiner lo supo, pero no lo vio. Murió en 1925, tres años antes de que las obras concluyeran.
El Goetheanum no es muy conocido fuera de ciertos ambientes. Es uno de los grandes inéditos de la enseñanza arquitectónica, a pesar de sus proezas. Los que lo han visitado coinciden en su personalidad revolucionaria, en lo novedoso que fue para la época el concreto armado y moldeado con el que se construyó. Frank Lloyd Wright se tomó la molestia de visitarlo, al parecer Le Corbusier también. Se dice que es uno de los edificios favoritos de Frank Ghery, y no han faltado los críticos que lo tachan de obra maestra del expresionismo. Al menos, en cuanto a lo arquitectónico, se puede decir que ha sido un triunfo de la creatividad y, como apuntaría Steiner, del espíritu.
Sobre Steiner se han escrito críticas sin fin y la antroposofía no se ha librado de burlas, ataques y desacreditaciones. Y con razón: Steiner la infusionó con algunas ideas cuestionables que no han evolucionado mucho en los últimos años, pero eso no significa que no podamos detenernos a reflexionar sobre sus otros atributos que podrían sernos útiles. La educación Waldorf, que promueve la socialización, la creatividad, el arte, la conciencia ecológica y el uso moderado de la tecnología, surgió de esos preceptos. Aunque no está libre de sus críticos y controversias, vale la pena apuntar que muchos de los cabecillas en Silicon Valley enrolan a sus hijos en estas instituciones. Tal vez porque están muy al tanto del poder esclavizador de las tecnologías que ellos mismos producen.
Quizás Rudolf Steiner y la antroposofía tenían razón en algunas cosas que al resto de nosotros se nos escapa.