Era jueves. Hacía buen tiempo. El cuerpo me pedía un paseo por Brooklyn (me suele pasar todos los días, pero en ese momento podía hacerlo realidad). Ver el skyline de Manhattan, recorrer sus callecitas y, como no podía ser de otra manera, tomarme un café en el local de moda. Porque los días tienen que empezar con café y bagel o no empezar at all. Eso ya lo tengo claro de ahora en adelante.

Tras hacer una pequeña investigación (y sentirme toda una neoyorquina con mi gorra a lo Kendall Roy y mis auriculares puestos), solo me faltaba pedir un latte para llevar e ir con prisa a donde sea que fuese. Las buenas palabras me llevaron hasta Devoción, una cafetería con un diseño precioso y acogedor que me hizo replantearme eso de pedir el café “to go”. Y es que había algo especial en el interiorismo de ese lugar, que simplemente te hacía querer estar.

¿Cómo es el estilo neoyorquino en el diseño de interiores?

En cada rincón de aquel local se respiraba el olor a delicias americanas y un café que olía en todo el habitáculo. Los techos altos (muy, muy altos) caracterizaban el lugar. Incluso los jugadores de la NBA cabían ahí. Qué pena que tuviesen partido y no pudiesen pasarse. Las paredes de ladrillo rojo visto también aportaban ese aspecto más industrial al ambiente. Además de quedar a la vista las clásicas tuberías y conductos de ventilación, que terminaban de reflejar el aspecto de nave o fábrica antigua. De hecho, si ves el edificio por fuera, ¡tiene toda la pinta de haberlo sido! Moderno, actual, cosmopolita, el estilo gritaba Brooklyn por todas partes. En el centro, justo encima de los sofás Chester, el techo de cristal formaba una pirámide, que hacía que se viese el cielo. El cielo, ni más ni menos que de la Gran Manzana. Ningún otro.

La amplitud del espacio, que se conseguía gracias a esos techos (techazos), se disolvía un poco entre ese mezcladillo de materiales como el hierro, el ladrillo, la madera y la piedra. Elementos decorativos que, sin duda, aportaban profundidad y complejidad al interior, pero sin dejar de ser minimalista. En cuanto a su estructura, se podían ver los ladrillos, las columnas que llevaban ahí tantos años, quietas en el mismo sitio (porque estaban en Nueva York, ¿para qué iban a moverse?). Y todos esos detalles que te hacían imaginar el lugar desnudo, como en su origen. Aunque no fuese el caso, porque la madera tenía mucha presencia. En la barra, en los muebles, en las estanterías llenas de plantas. El toque de verde se veía a la legua. Y el marrón de los sofás contrastaba a la perfección, dando esa sensación de naturaleza muy viva.

Sin embargo, algo característico del estilo neoyorquino es precisamente el uso de colores neutros, como el negro, el blanco o la escala de grises. Colores que tiran a ese aire industrial. Oscuros, claros, no importa. Se combinan a la perfección entre sí para transmitir ese estilo tan minimal. Pero para nada frío. De hecho, es probable que el rollo vintage de la madera envejecida, el cuero marrón, las lámparas y el resto de mobiliario terminaran de posicionar ese lugar como el idilio más new yorker. Un espacio diáfano que te lleva a pensar en los icónicos lofts de decoración exquisita, en los que se mezclan estilos, arte, vanguardia y la élite de la ciudad. Seriedad y elegancia se combinan, uniendo lo industrial, rústico y chic. Solo tienes que echar un vistazo y darte cuenta que, efectivamente, eso es Nueva York.

Algo que me gustó fue cómo convivían en aquella antigua fábrica (ahora una cafetería de moda), varios espacios al mismo tiempo. No hay puertas ni paredes de separación (solo en el baño, menos mal). Las conversaciones se unen en el aire y oyes un bullicio (para nada molesto) de gente que estudia, trabaja o simplemente va a pasar allí el rato. Unos sofás por aquí, unas pequeñas mesas por allá. Algunos están con el ordenador, otros simplemente pendientes de la conversación de su acompañante. Todo fluye.

La cocina se encuentra en otra zona, al girar la esquina de la barra. Allí hay que recoger el café si no quieres disfrutarlo dentro. “¡Cuidado, que está caliente!”, te avisan amablemente, aunque en mi caso, me quemé igual. Al menos eso me llevé de aquel lugar.

Lo cierto es que no me quedé allí. No me senté en sus sillones marrones retro. Ni tampoco mantuve una conversación a lo Carrie Bradshaw con sus amigas mientras toman brunch. Ni siquiera pedí algo para comer. Me senté fuera. En un banquito muy cute (como dirían ellos). Y simplemente disfruté del buen tiempo. El café estaba ardiendo, claro. No pude bebérmelo hasta que pasó un rato. Eso sí, cuando finalmente lo conseguí, lo disfruté muchísimo. Mientras tanto, los Mets me esperaban en el campo (a mí personalmente, por supuesto). Pero yo no podía dejar de preguntarme: ¿tendré yo algún día uno de esos lofts de estética neoyorquina?