Durante un cierto tiempo hubo una irrupción violenta, tanto de políticos, como de analistas y periodistas que vociferaban a los cuatro vientos que se habían terminado la izquierda y la derecha, que eran categorías perimidas. En principio estuvo asociada a la caída del socialismo real en decenas de países. No solo en la URSS y los países de Europa del este y su modelo, como en otras naciones con modelos diferentes como Yugoslavia y Albania.
El impacto más directo desde el punto de vista político e ideológico fue el derrumbe de los grandes, medianos y pequeños partidos comunistas en casi todo el mundo. Hubo excepciones.
La vida, esa maestra implacable e inapelable, nos está volviendo a la realidad. La derecha y la ultra derecha tienen en estos momentos un gran empuje en Europa y lo tuvo en varios países de América Latina (ahora se ha revertido), también en Israel, en Asia. No todo es parejo, pero países tradicionalmente gobernados por la socialdemocracia o alianzas de centro izquierda han sido tomados por asalto por partidos o alianzas de derecha.
Estados Unidos tiene una categoría especial, porque Trump es sin duda la derecha, pero Biden no es de ninguna manera una alternativa. En algunas cosas, el actual presidente estadounidense es peor que el propio Trump, por ejemplo, en su política belicista en medio mundo y sobre todo por su incapacidad intelectual y física cada día más evidente.
No es precisamente muy apetecible que el gobierno de la primera potencia mundial, con capacidades nucleares monstruosas, esté en manos de una persona como Biden y sus titubeos al caminar y al pensar (demostrados de manera estridente en el primer debate con su contrincante republicano).
Las elecciones europeas fueron una demostración clara del avance de la ultraderecha y de su principal manifestación, el nacionalismo extremo y chovinista. Pero en las últimas semanas se han producido cambios importantes.
Se produjo la victoria de la izquierda y el centro unidos en Italia (Partido Democrático y Cinco Estrellas) en las elecciones regionales y comunales parciales. Los electores votaron en un centenar de ciudades en Italia y para renovar 3.700 ayuntamientos y el gobierno regional de Piamonte, en norte del país. Estaban convocados a las urnas 17 millones de electores y fue la más dura derrota de la primera ministra de ultra derecha Giorgia Meloni.
Poco después, en las elecciones parlamentarias en Gran Bretaña, el Partido Laborista logró su mejor resultado desde 1916, con el que desplazó a los Conservadores que gobiernan desde hace 16 años. Los laboristas obtuvieron la mayoría absoluta de la cámara de los comunes pasando de 214 escaños en el 2019 a 412 en esta oportunidad, mientras el Partido Conservador pasó de 251 cargos en el 2019 a 121. Una derrota estrepitosa, la segunda más aplastante en toda la historia de los conservadores.
En Francia los resultados son muy claros: el Nuevo Frente Popular, nuevamente unido, pasó de 31 a 182 escaños; el Ensemble de Emanuel Macrón fue la segunda fuerza pasando de 245 diputados a 168; el Reagrupamiento Nacional, la ultraderecha que se anunciaba ganadora, pasó de 89 a 143 diputados. Otros partidos obtuvieron 74 diputados.
En América Latina las cosas son diferentes. El gobierno de Lula en Brasil y la aplastante victoria del Morena de Claudia Sheinbaun en México, es decir en los dos principales países del continente con gobiernos de izquierda, conviven con gobiernos delirantes de derecha como la Argentina de Milei, golpistas como en Perú y elegidos como en Ecuador. En Colombia, por primera vez en la historia ganó un candidato de izquierda, Gustavo Petro; en Chile, Gabriel Boric, lleno de contradicciones pero de claro origen de izquierda; en Bolivia, el choque es entre el actual presidente Luis Arce y el anterior Evo Morales, ambos enfrentados a muerte y de izquierda. Uruguay está en pleno proceso electoral y en las elecciones internas se registró un gran avance de la izquierda, del Frente Amplio de Yamandú Orsi, y un claro retroceso de toda la derecha del actual gobierno de Luis Lacalle Pou.
Lo que está claro y que ya nadie niega es la existencia de la derecha y la izquierda, tanto desde el punto de vista político, ideológico, como de políticas económicas y sociales, y que la batalla cultural de fondo está en pleno despliegue.
No solo hay disputas electorales, sino que se ha incrementado y profundizado el debate ideológico, utilizando todos los foros y medios tecnológicos disponibles.
La democracia ha sido incorporada por la mayoría de las fuerzas de izquierda del mundo y en particular en América Latina como una bandera propia, que por otro lado le ha dado excelentes resultados, muy superiores a los empujes guerrilleros o putchistas. Es más, los tres países que con diferencias entre ellos se ubican bajo la sombrilla de una supuesta izquierda o socialismo del siglo XXI, que casi nadie reconoce, van de mal en peor. Veremos cuán limpias y verdaderas son las elecciones en Venezuela, luego de que el gobierno de Maduro despedazó el país, con 6 millones de refugiados. Por su parte, el matrimonio monárquico de Ortega-Murillo en Nicaragua y la decadencia cada día más evidente de Cuba viven en un limbo aparte y con un final previsible e inexorable.
La realidad muestra que, con particularidades, diferencias, pero con rasgos esencialmente comunes, las izquierdas y las derechas empujan, opinan, se organizan, cambian y se disputan el poder.
Es posible que la disputa por el poder sea hoy mucho más política y feroz; que la elaboración teórica, ideológica y cultural sean diferentes y más pobres que en el pasado; y que se desplieguen mucho más intensamente en las academias, en los foros culturales y en las redes. Pero existen.
Así como existen con gran fuerza las izquierdas y las derechas.
Haría falta una elaboración conceptual mucho más profunda, más elaborada, que afronte los nuevos problemas surgidos en el mundo del Estado, de la economía, del trabajo, de la moral, la ciencia y la tecnología asociadas a la producción, a la salud, al cuidado del ambiente y sobre la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres.
La izquierda depende en última instancia mucho más de esa elaboración, hoy carente, para su avance, incluso en temas aparentemente viejos, como la desigualdad, que se ha profundizado como nunca y que no admite solo sentidas y dolidas declaraciones, sino instrumentos mucho más refinados y profundos para combinar el combate por la justicia social con la defensa del planeta y con la igualdad de oportunidades de género, de pueblos, de clases sociales.
Un mundo que tiene, por lejos, la mayor cantidad de guerras calientes desde que se terminó la Segunda Guerra Mundial, y cuenta con 100 millones de refugiados, con una pandemia que con sus variantes sigue siendo una amenaza y cambios climáticos cada vez peores y más evidentes, requiere no solo una nueva sensibilidad, sino herramientas intelectuales, teóricas y morales muy superiores a las que hoy tenemos.
Esa es la principal batalla, la de la cultura, la del humanismo no solo por sensibilidad, sino sobre todo por la profunda comprensión de que hay que agrupar a la mayoría del género humano, asumiendo sus diferencias, para afrontar desafíos que nunca antes tuvimos, peores a los del siglo XIV o a la caída del imperio romano.
Lo que es claro y terminante es que la izquierda y la derecha nunca dejaron de existir desde la Revolución Francesa.