Propuesta imposible para la literatura rioplatense: evitar durante 10 años los adjetivos ominoso, inveterado, execrable.
(Andrés Neuman)
El día en que mi país está a punto de caer en la bancarrota yo me enamoro de un hombre. Empieza muy caluroso y empastado y todos correteamos tensos en nuestras oficinas, aunque ya previamente nos habíamos mirado desconfiadamente en el autobús y habíamos consultado el twitter-biblia de manera compulsiva. Parece que nos van a tener que rescatar. Qué verbo. Rescatar de qué. Rescatar para qué. Me pierdo en reflexiones semánticas y etimológicas, recordando que cada vez me importan más las palabras y su plasticidad.
Soy una filóloga pretenciosa e inútil. El gobierno huye de la palabra rescate y usa eufemismos casi cómicos como línea de crédito, ayuda financiera, crédito blando, cooperación europea. Busco en la prensa norteamericana y descubro que en inglés no se dice rescue sino bailout. ¿Bailar? Parece que sí, que vamos a bailar, pero de miedo. Parece que llegan todos esos hombres grises que trabajan en inciertos garitos llenos de siglas. Europa es un enorme casino y nosotros pasando este calor y estos nervios. Nos salvan, nos prestan, nos agarran, nos hipotecan más y nosotros sin tener medida del alcance de todo eso. Nos insultan, también. Imposible imaginar cabalmente cuánto dolor suponen esos millones de euros, cuánto cuesta el gramo de divisa en nuestro cuerpo, en el de nuestros hijos, en el de nuestros viejitos. La relación entre piel y crédito, vísceras y prima de riesgo.
Toda la mañana pasa en el cruce de llamadas y de correos electrónicos nerviosos y también irónicos. España es el país en el que más rápidamente aparecen chistes, viñetas, memes, fotos trucadas. Los quevedos y lazarillos 2.0 nos recuerdan que seguimos siendo la tierra de la picaresca, representada por nuestros políticos y por nosotros mismos. Que Celestina era muy lúcida. Intentamos hacer como que trabajamos mucho, como que, ahora más que nunca, “hay que levantar el país, hay que arrimar el hombro” y este tipo de expresiones se repiten como un mantra en cada esquina. Repugnan y agreden, pero a veces me sorprendo repitiéndolas también, poniendo un gesto aburrido de firmeza. Un gesto también impostado, para que en el siguiente rodillo de ERES yo sea etiquetada como del grupo de los excelsos que sí arriman el hombro.
Por supuesto, y esto ya se da por sentado, los pocos carnets sindicales que quedaban dormitan en cajones olvidados. Ya pasó la época en que se quemaban clandestinamente en los aseos y los grises te podían tirar por la ventana mientras registraban tu casa y decir que eras un suicida. Ahora criticamos mucho al partido reinante y a sus líderes, nos mofamos diariamente de los ministros (nunca tan impopulares en la historia reciente del país) pero nos cuadramos cual tropa militar cuando nuestros jefes máximos, cargos políticos de confianza, pasan revista cada mañana. Besamos la mano viscosa del obispillo de turno, tomamos presurosos el cuerpo de Cristo o lo que nos ofrezca. Complicidades y miserias. Tampoco creemos del todo los discursos moralizantes que dicen que no estamos en una crisis política sino de valores. Llevábamos una lechera en la cabeza de manera muy pretenciosa y nos la han tirado al suelo.
Esa lechera que llevaba los planes de comprar un coche cada dos años o una casa en la playa. Y es que los mesías no nos van a solucionar la papeleta aunque, en realidad, nos parezcan más estéticos o su falsa dignidad más envidiable. Pero no perdemos de vista que la mayoría de ellos son neocons disfrazados de progres que han acumulado suerte. Y que se devoran unos a otros más de la cuenta. Tanto como para que se noten los mordiscos en las fotos. ¿No era que solo importaba la foto?. Miro el pósit que tengo en mi corcho, con una cita de Chirbes que dice: “la verdad es inestable, se corrompe, se diluye, resbala, huye. La mentira es como el agua, incolora, inodora e insípida, el paladar no la percibe, pero nos refresca”. Joder, qué cosas me apunto –pienso- soy la alegría de la huerta –mascullo-. Y entonces recuerdo que he quedado a comer con ese solícito amigo de mi mejor amigo. Un director de cine mexicano que parece tan amable por teléfono y que insiste en invitarme a comer para darme unos libros que mi amigo me manda.
Se me hace un mundo salir al calorazo, a la realidad, perder el parapeto de mi mesita de oficinista. Pero a la vez tampoco tengo humor para ser maleducada y esperpénticamente ibérica, porque no soporto el relato que luego hacen los mexicanos de nuestras groserías. Detesto tanta buena educación en el día más blasfemante del año. Con mucha desgana y con calor estoy llegando a la cita y en el taxi pienso en que por culpa de este ambiente tan crispado se me ha olvidado algo fundamental que es googlear quién es este individuo y, más importante, cómo es este individuo. Entro en el restaurante agotada en lo macro pero supongo que con una extraña seguridad y calma en lo micro. Es la cita más imprevista y transparente que jamás he tenido. Y en pocos minutos, chas, el milagro del que supuestamente ya estaba yo de vuelta y en el que creo pero siempre desmitifico. Chas, el milagro químico, el milagro líquido, el milagro de la sonrisa boba. Así, sin más. Chas, toda tuya. Dame todos los besos del mundo en plena calle y dámelos ya. Cómo puede ser que alguien tan pretendidamente militante como yo, en el día en que a mi país lo hunden, esté pensando en que el esternón de este desconocido me vuelve loca, en que solo quiero que sus manos no terminen de topografiarme.
Dejo de planear manifestaciones y acampadas, de pensar en cifras, en déficit, en twitter, en dios bendito y solo quiero que me siga llamando “preciosa, preciosa”, que me siga susurrando al oído todas esas obscenidades que parecen fruto de una confianza de décadas o siglos, que sigamos sudando juntos. Olvido el relato colectivo y anónimo de la crisis y digo nuestros nombres con firmeza. Sí, tengo un nombre y él también tiene un nombre. Esta crisis no es un desastre natural; tiene responsables, víctimas y verdugos y yo me doy cuenta de golpe cuando pronuncio con fruición los fonemas que inundan, en este instante, mi realidad física y palpable. Pues sí, me agarro y me suelto y me dejo: adrenalina y cortisol, pupilas dilatadas. Voy con todo, dice. Voy con todo, digo. Es la hora exquisita, es el espacio exquisito. Si un día como hoy podemos hacer el amor sin tregua, podemos salirnos del mundo con tanta soltura, no solo estamos vivos, sino que, además, estamos rescatados.