Llegué hasta ahí guiada por una anciana encorvada que caminaba lento. Sus pasos eran cortos, la sonrisa profunda, un par de labios diminutos, sorprendentemente rojos y los ojos negros tan rasgados parecían un par de fuegos artificiales a punto de estallar. Usaba un komon, kimono de diario, con delicados patrones que se distribuían a lo largo de la tela. El contraste entre esa figura desgastada por el tiempo y la vivacidad que emanaba de las ranuras oculares hacía más grande el misterio. Antes de empezar a subir, señaló nuestro destino. El lugar estaba ubicado al final de una pendiente accidentada al sur del pueblo y, según me contó antes de empezar a subir, era la posición más alta del poblado. Elevó las cejas, como diciendo: andando.

A media colina, el silencio de la anciana se fue haciendo espeso, oscurecido por una sombra que me resultó difícil interpretar. La seguía. Ella delante, yo detrás. De cuanto en cuanto volvía el rostro para verificar si continuaba siguiéndola. Enseguida, miraba al frente y tiraba adelante con esos pasos tan cortos que me daba la impresión de que avanzaba como deslizándose, como flotando sobre el terreno. Sentía que me estaba adentrando en una especie de juego en el que mientras más avanzaba, las manecillas del reloj más retrocedían.

El ritmo de los pies sobre la arcilla, el crujido de la tierra con la suela del zapato hizo que la mente empezara a divagar. Me resultaba increíble que sólo unas horas antes había llegado a ese lugar en un tren de alta velocidad, con todas las comodidades de la vida moderna. Japón es un territorio en donde coexisten tradiciones milenarias y grandes avances tecnológicos. La forma de unir dos extremos tan alejados radica en la base que rige a la población japonesa: el honor, el deber y la obligación. Saqué el teléfono móvil, la señal era muy débil. Sería difícil que entrara una llamada. Por la mañana, hablé con mi editora. La tranquilicé: el trabajo estará en tiempo y forma para ser publicado. Le expliqué que esa misma tarde estaría de regreso en Kioto para redactar el fruto de esta investigación de campo que me había encargado. Nadie en la revista quiso hacerla. Yo, sí. Ahí estaba.

A veces, cuando voy distraída o apresurada, siento que alguien está sentado en el último escalón o que hay una persona parada en la esquina o que alguno se asoma por la ventana. La piel se pone chinita y un frío me recorre el cuerpo, enseguida vuelvo la mirada y ya no hay nada. Me pasa frecuentemente, en temporadas me sucede más seguido que en otras y siempre sucede lo mismo: cuando me detengo, esa presencia se desvanece, se evapora como si nunca hubiese existido. Tal vez sólo sea la imaginación. Tal vez sea algo más. Lo cierto es que esa ha sido mi aproximación más cercana al mundo de las apariciones. Como no creo en fantasmas y porque quería viajar a Japón, acepté gustosa la asignación.

No sé, el tema ejerce un embrujo que es complicado de explicar. Me interesa el folklore mundial que ha pergeñado una multitud de fantasmas. Muchas culturas creen en los seres de ultratumba que cruzan la frontera animados por toda clase de intenciones, unas buenas, otras malas. Me parece que, en general, no resulta bueno encontrarlos, menos a una persona que, como yo, es muy valiente pero es más bien temerosa. Papá solía decirme, muerto de risa: tenle miedo a los vivos, los muertos no hacen daño. Es algo raro, digo que a mí no me gusta averiguar de esas presencias, pero siempre han ejercido esa sugestión agridulce que domina la curiosidad. No me queda claro si son visiones momentáneas o son imaginaciones.

Hay un gran repertorio de espectros y apariciones, desde las lavandeiras nocturnas, mujeres que lavan el sudario de los que van a fallecer, hasta las brujas que provocan la muerte de aquellos a quienes se les aparecen en el camino. En este abanico, aparecen los duendes remendones que ayudan a los vivos a encontrar cosas o a reparar lo descompuesto, seres maléficos, hadas, almas en pena, niñas que cantan, viejas en cuerpos de mujeres hermosas que engañan al caminante y toda suerte de almas inquietas y atrevidas que vuelven a un mundo al cual ya no pertenecen. También hay leyendas de procesiones mortuorias como la Santa Meña o la Santa Compaña en el que las almas van caminando juntas mientras penan.

La muerte es un misterio que nutre la imaginación popular y la tradición de los pueblos, la voz de la anciana interrumpió el silencio y paró en seco todos los pensamientos que me cruzaban la mente. De repente, me trajo al aquí y ahora. Goyro Shinko es la religión de los fantasmas, me dijo y empezó a caminar a mi lado. Nosotros creemos que al momento de la muerte, el alma se separa del cuerpo físico y el estado mental en ese instante es determinante en el destino que se tendrá como espectro. La transición es trascendental. Al dar el paso que transforma la vida en muerte, el alma podría convertirse en goyro —un fantasma vengativo— cuya alma continuará vagando por la tierra mientras no encuentre la paz.

Creemos, continuó, que la inestabilidad del universo la provocan los goyros. Las hambrunas, los desastres naturales, las epidemias se las debemos a estos espíritus intranquilos. Los japoneses contemporáneos no tomamos a la ligera la tradición de Goyro Shinko. Practicamos una serie de ritos que tienen como objetivo servir como una diplomacia interdimensional para tenerlos contentos y controlados. Dedicamos los cantos del Sutra del corazón para conseguir paz, orden social y para llenar el vacío del corazón, concluyó sonriendo. Ladeó la cara y una bruma blanca le cruzó el rostro.

¿De quién son esos espíritus?, me aventuré a preguntarle a la anciana. De todos: de viejos guerreros, de nobles, de gente que murió en forma terrible, de los que dejaron el mundo padeciendo agonías dolorosas. Como sus últimos alientos fueron turbulentos, vuelven a vengarse de sus enemigos. Es lo que se conoce como onryô. Mandan calamidades a quienes les hicieron daño en vida. Como no puedes matar a un fantasma, la única forma de acabar con la maldición de un goyro es buscar a una onmyōji que convoque a los astros y a la naturaleza para hacer que el mal se convierta en bien.

¿Cómo se logra eso? La anciana jorobó aún más los hombros, se miró la palma de las manos, como si estuviera buscando ahí la respuesta. Cerró los ojos y por un momento sentí que el tono amarillo de su piel se volvía cenizo. Fijo la mirada en el camino y respondió: Con un rito que está prohibido desde que la familia imperial Tsuchimikado tomó el control gubernamental, decían que era superstición. Elevó las cejas y se frotó las manos. Cómo sabes, hay temas que no se desaparecen por decreto. Necesidades que deben de ser atendidas, a pesar de todo. Entonces, empezamos a cuidar el calendario, adivinar el futuro y proteger a los que vivían atormentados por los goyros en forma oculta. Las arrugas que le cruzaban la frente y las mejillas se hicieron más profundas.

Continuamos caminando en silencio. Mientras avanzamos, empecé a sentir ese escalofrío conocido. Vi, de soslayo, personas de apariencia sonriente que de repente se echaban a llorar. Las copas de los árboles se movían, como si estuvieran habitadas por rostros curiosos que salían a vernos. Al fin, llegamos a la parte más alta. Cruzamos un umbral y entramos a un terreno en el que se veían filas y filas de tablas delgadas con signos japoneses pintados de arriba abajo. Son tumbas, me informó, las personas que están aquí llegaron después de batallar mucho con la muerte. No temas, observa.

En ese punto empezó todo. La anciana entonó un canto con una voz muy delicada que pasaba de los tonos graves a los agudos. Aunque el volumen era de una potencia inusitada para una persona tan pequeñita, la melodía sonaba increíblemente lejana, parecía como un sonido que llegara entre un sueño. Jugaba con el ritmo, a veces dulce y otras, triste. Siempre consoladora. Era tan poderoso que pensé que ahí se reunía el origen de todo. Era tan energética que la amplitud de las ondas limpiaba cada partícula del mundo. Luego, el silencio. El maravilloso vacío. El orden se abrió paso. Las caras sonrientes me veían en forma amable y se evaporaban. En ese instante, entré en una especie de burbuja y me quedé ahí una eternidad.

La anciana me tomó de la mano. Bajamos apresuradas, en minutos ya estaba en la estación del tren. Antes de subir al vagón, me entregó un rollo de papel de arroz. Desde mi asiento, vi cómo se despedía de mí agitando la mano mientras el tren empezaba a rodar trabajosamente. En la esquina, agazapada en la oscuridad, como haciéndose ovillo en el rincón, como si estuviera recuperándose de un letargo recién terminado, una cara sonriente fijaba la mirada en mí. Los ojos negros, rasgados, parecían un par de fuegos artificiales a punto de estallar. Esta vez, al volver la mirada, la figura no desapareció.