La práctica del perdón es nuestra contribución más importante a la sanación del mundo.

(Marianne Williamson)

Estas manos increíbles con las que estamos dotados pueden moverse a voluntad para hacer gestos de alabanza o maldecir, para acariciar y estrangular, para proteger y destruir. Estos pensamientos, sentimientos y palabras que llevamos dentro pueden ser utilizados para comunicarnos humildemente y generar sonrisas, consuelo, orientación y perdón, o para el autoengrandecimiento y la promoción de la ignorancia, el miedo, la violencia y los prejuicios.

Los pensamientos y sentimientos negativos, con sus murmullos y secretos, envenenan a los demás a través de generalizaciones y, alimentados por nuestros más tenebrosos miedos, alineados con los miedos de los demás, dan lugar a olas de odio y animosidad.

Sin embargo, esos mismos pensamientos y sentimientos, cuando están en sintonía con esa voz interior que una vez dijo “el que no tenga pecados que tire la primera piedra”, pueden derramar en cambio la compasión, el don del perdón y la serenidad.

¡Esta mente tan fascinante que tenemos nos ha bendecido con la ciencia y la tecnología!, para sanar y prolongar la vida, para aliviar el sufrimiento, para mirar más allá de nuestros sentidos y magnificar nuestro asombro ante el milagro cósmico del universo y la vida. Pero también nos ha dado las herramientas de destrucción masiva, la capacidad de engrandecer el poder de nuestras manos estranguladoras y portadoras de espadas, de derramar la muerte en un instante, no solo a un adversario que lucha cara a cara, sino a docenas, cientos, miles o millones de nuestros semejantes.

La raíz de esta posibilidad destructiva, tan manifiesta en nuestra historia como especie, está en cada uno de nosotros, en la afirmación de nuestros egos, en el dejarnos llevar por miedos y prejuicios, en el no darnos cuenta de que somos una corriente unitaria de vida y que al menospreciar, herir e insultar al prójimo nos hacemos daño todos.

El odio... una y otra vez

Las fosas comunes de Europa del Este, los hornos de Alemania, los campos de Ruanda, las praderas del oeste de los Estados Unidos, el coliseo de Roma, la plaza de Tiananmen, el comercio de esclavos desde África, las guerras religiosas de la India, las Cruzadas, la purga armenia, la conquista de América, los “daños colaterales”, la violación de Nankín, la carne quemada de Hiroshima, los salones de baile de Orlando, la guerra de Vietnam, el bombardeo de Irak, la invasión de Ucrania, las matanzas en Israel y Palestina... Las masacres han ocurrido y ocurren todos los días, a lo largo de la historia registrada y no registrada, perpetradas por gobiernos, tribus, religiones, grupos étnicos, individuos, poseídos por la autoimportancia y el miedo interior, que demonizan a los demás para subyugarlos, derramar su sangre y expandir su poder.

Y pasa en todos sitios, no hay villanos exclusivos, todos en algún momento jugamos ese papel o atacando militarmente y segando vidas o sembrando discordia, animadversión y miedo, para adelantar nuestros propósitos de ego. Ejercemos este vicio del yo primero, de manera individual o colectiva, con gente de otras nacionalidades, razas, sexos o culturas.

Es un ciclo manifestado en acción que, inspirado por nuestras voces egoístas y contrariamente a esa dulce voz que planteó la cuestión de lanzar la primera piedra, llama a la generalización, la condena, la demonización, el miedo, la venganza, la ignorancia. Una y otra vez.

Viven dentro de nosotros. Esas voces, esos sentimientos, algunos latentes, algunos activos, algunos en forma de pensamiento. Las voces del odio y del perdón, de la agresión y el abrazo, del autoengrandecimiento y la humildad, de la inspiración y el alarmismo. Los veo dentro, en mis propias pantallas de pensamiento, y fuera, exhibidos en los libros de historia, en las noticias televisadas, en los versos y explosiones de las redes sociales, en las campañas políticas, en todas las plazas virtuales que nos conectan. Pero todas estas voces nacen dentro de nosotros, dentro de uno mismo. Son esas opiniones que cada uno sostiene, pretendiendo ser certidumbres, sabiendo bien que no sabemos nada, para afirmar nuestros egos.

Mientras, la vida brota cada mañana y baila en todos los entornos posibles, y la luz cae amablemente desde los confines más remotos del universo; sí, mientras giramos suspendidos incomprensiblemente en el espacio y el tiempo de la existencia, inevitablemente tememos, odiamos, amamos, acusamos, perdonamos, vivimos y morimos.

Luces de paz en el mundo

Y sí, vemos progresos colectivos en la civilización humana, y de vez en cuando se encienden —al menos desde el punto de vista de manifestación de guerras y tumultos— luces de paz en el mundo, ejemplos de que es posible vivir en armonía, serenamente, afrontando los problemas con visión, sin culpar a nadie, sin levantar las manos con piedras.

Así vemos a algunos países como, por ejemplo, Nueva Zelanda, Costa Rica y los países nórdicos, donde parecen vivirse vidas sociopolíticas más sabias, sin agresión a otros y polarización continua, como ocurre en Rusia, Brasil, India, Estados Unidos, Nicaragua, Venezuela y muchos otros países en el mundo. Y sí, parece que es factible hacer la vida con más cariño, con menos injuria a los demás, tanto física como verbal.

Yo tengo esperanzas de que estos países donde hay serenidad, donde la salud no es un negocio, donde la educación y la cultura son parte esencial del bienestar, donde no persiguen invadir a otros ni acosan a grupos internos, persistan y se multipliquen. Y ojalá que sus gentes sigan siendo sabias, eligiendo líderes que vayan por este camino de serenidad y no de polarización, enfrentando los problemas con alternativas, sin estar echándole la culpa a alguien o abanderizándose tras líderes vociferantes y demagogos, que echan la culpa a otros e incitan a los miedos colectivos.

Para finalizar estos pensamientos, hoy solo quisiera acurrucarme dentro de mí mismo como una motita de polvo en una esquina insignificante, y perdonarme y perdonar a todos los demás, a los ruidosos y a los callados, a los testigos y a los perpetradores, a los influenciadores y a los influenciados, e implorar perdón por todo este terrible desastre que continuamente nos traemos a nosotros mismos, en nuestra ignorancia, mientras florece inevitablemente este jardín de la vida, que ama, busca luz y comparte alegría, a pesar de nosotros mismos.

Por favor, ¡dejemos a un lado las piedras!