El origen de la moral es doble. Por un lado, la interdependencia social y por el otro los conflictos emocionales, incluyendo la empatía. El cerebro humano se ha desarrollo de modo tal que permite resolver, en lo posible, conflictos internos, con áreas especializadas en cálculos morales, atribución de valores y evaluación personal. Nosotros, es decir cada uno de nosotros, es parte de una red social con sus códigos específicos y violarlos implica el riesgo de aislamiento. Además, la empatía nos permite reconocer las implicaciones de nuestros actos anticipadamente, identificándonos con los otros y nuestra imagen interna, que con la excepción de los psicopáticos, exige que nos comportemos relativamente bien, al menos, cuando nuestros actos son públicos.
Es fácil observar, en los niños, la tendencia a hacer cálculos morales, tratando de definir si una actitud es aceptable o no y el orgullo que sienten, cuando hacen las cosas “bien”. En este contexto, una de las preguntas es: si nos abstenemos de hacer el mal; es para evitar consecuencias negativas, que podría ser consideradas como una forma de “oportunismo” o si, por el contrario, evitamos el mal, porque no tiene consecuencias negativas a nivel personal y es motivado, solamente por el deseo de hacer bien.
Es decir, por altruismo. Los sostenedores del oportunismo tienden a crear sistemas de control, que limitan el espacio privado con la presencia de policías y cámaras. Los defensores del altruismo, insisten en la “libertad personal”. Seguramente las razones para evitar el mal, cambian de situación en situación y la verdad incluye ambos aspectos o se encuentra entre los dos. Pero la pregunta importante es el origen de la moral y la posible predisposición biológica a hacer el bien y evitar el mal.
Muchas veces he observado en niños de uno 2-3 años de edad, en oposición casi intuitiva hacia el mal, que se manifiesta por ejemplo en la protección de los más expuestos y una tendencia a consolar. Si aceptáramos que somos seres morales desde el momento del nacimiento, la pregunta sería entonces: ¿cómo es posible tanta agresión y maldad a nivel social?. En este caso, la psicología social nos ayuda a entender, que basta un poco de presión por parte del grupo, para que muchos de nosotros actuemos como bestias, sometiendo a otros seres humanos o animales a atrocidades impensables.
Complacer el grupo y ser aceptado, significa, desafortunadamente, más que nuestra empatía, altruismo e imagen personal. A menudo, nos sorprende el hecho que muchas personas que han actuado vilmente, se arrepienten de lo que han hecho, sintiendo un fuerte dolor ético, que podría ser una forma de vergüenza capaz de trasformarles la vida en una miseria absoluta, sin tener la posibilidad del perdón, demostrando que la presión social no elimina la consciencia de haber obrado mal o que otro grupo pueda castigar por lo hecho.
La integridad personal es una dimensión importante en la vida y esta implica la capacidad de eliminar posibles conflictos morales anticipadamente y a la vez el coraje de oponernos, cuando todos esperan lo contrario: la sumisión. La vida de cada ser humano es un libro que puede ser leído en esta perspectiva. Recuerdo un viejo “nazi” que lloraba en soledad por todos crimines de los cuales era cómplice, pero ya era demasiado tarde, para él y para todos. Las víctimas eran sólo eso, víctimas de una crueldad injustificable, una sombra de un pasado presente, el peligro de ser descubierto y ser consecuentemente castigado. En cierta medida, nos exponemos a conflictos que tienen o pueden tener consecuencias nefastas y la moral está relacionada con estas anticipaciones y cálculos.
La integridad personal, a su vez, es proporcional a la estabilidad del equilibrio interno entre el bien y el mal. Nuestra condena es la tendencia innata a vernos siempre como pensamos nos ven los otros.